Escrito por José Aurelio Paz, con fotos del autor
Categoría: Sociedad
Él se percató de que el muchacho llegaba tarde al aula o no llegaba, y comenzó a buscar razones.
Viejos y nuevos tiempos unidos en una única vocación y una misma sonrisa, la de ser maestro
La despreocupada madre siempre se quedaba dormida. Pero el joven maestro —que con apenas 16 años era entonces Arley Rivas Lezcano, en la escuelita rural de La Gloria, municipio de Majagua—, no podía permitirse el doloroso lujo de que su alumno más desprotegido se perdiera ese catauro de frutos exóticos del espíritu que es el aula. Y se trazó una estrategia.
“Me iba bien temprano y tocaba en la ventana de su cuarto. Como quien le habla a un tomeguín, con mucho cariño para que no se espante y aprenda a cantar, así mismo pedía que se levantara y él me obedecía. Teníamos el hábito de que cada estudiante llevara una noticia para escoger la más importante y debatirla al comienzo del día, de manera que la noche anterior yo le preparaba la suya para que no se sintiera a menos en el grupo. Luego, al terminar la jornada, le quitaba sus maltrechos zapaticos y lo mandaba descalzo a casa. En la noche les daba tinta, betún y al amanecer se los colocaba otra vez en la ventana”, cuenta Arley con la mayor naturalidad del mundo, y yo me estremezco.
“Hoy es un muchacho que estudia la Secundaria. Todavía lo ayudo a hacer tareas y trabajos prácticos. Tiene unos sentimientos maravillosos y mi único pago sería que fuera un hombre generoso con la Patria.”
Bastó esta historia para entender por qué la vida le había revolcado a Arley los sueños de ser un militar de alto rango...
“No creas que escogí el magisterio por vocación. No. Fue una opción de supervivencia. Nací en Holguín, en 1987, y al divorciarse mis padres volvimos a La Gloria, mis dos hermanos, mi madre y yo de solo tres años. Mi mamá, una mujer sin instrucción, chapeaba, descepaba y hacía la tarea de cualquier hombre en esa cooperativa cañera por tal de sacarnos adelante.
“Ocurre el llamado que hiciera el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz para el movimiento de emergentes, ante la crisis de profesores. Yo estudiaba, en aquel entonces, la Secundaria en Sanguily Cuatro. Ella pasaba mucho trabajo para ir a verme y la economía no daba para llevarme jabas de comida. Pensé que ese era el camino más corto hacia un salario que me permitiera ayudarla. Rostros que no pueden ser mejor regalo, que recuerdan que todos los días son el Día del Educador
“Pero luego la vida se encarga de situarte en tu sitio. Me mandaron a hacer prácticas docentes en la escuelita de La Victoria, tres kilómetros más acá de La Gloria, donde cursé mis primeros grados y tuve como tutora a mi primera maestra, mi hada madrina en toda esta historia, mi amor platónico, mi paradigma: Lilia Palacios Griñán, quien todavía se encuentra al frente de un aula. Mezcla de acero y miel de caña, con mucho reconocimiento allí por su profesionalidad y valores humanos. Si preguntas cuál es mi sueño, te respondo, sin dudarlo, que llegar a ser como ella.”
En este punto de la entrevista apago la grabadora y le digo a Arley que no podemos continuar sin conocerla. Nos disponemos a recorrer una veintena de kilómetros, por un azaroso camino, con una geografía que no sé qué tanto tenga de victoria y de gloria a la vez, como sus nombres. Ya en el auto sigo con mis preguntas:
—¿Y cuándo te das cuenta de que eres un maestro de verdad?
—El primer verano, al despertar sobresaltado pensando que llegaría tarde a la escuela, sin darme cuenta de que estaba de vacaciones. Ese día me levanté extrañando profundamente a mis niños, porque te das cuenta de que sin ellos no puedes vivir ya. Entonces comprendí que el maestro es un artista y los pequeños la arcilla. En tus manos está transformarlos en arte o en polvo.
—¿El mayor reto de cualquier educador?
—El niño inteligente viene con su don desde la cuna. Ese no te necesita tanto. Me gustan los menos talentosos. Los de bajos recursos. Los carentes de afectos, porque son los que más exigen de tu entrega y, también, los más agradecidos. Ese con quien debes compartir tu merienda porque en su jabita solo trajo el pomo de agua; quien no viene perfumado al aula y urge que lo huelas y le digas que está rico, que juegues con él y hasta le des un beso. Es el mismo que después, al terminar el turno de clases, te dice con ternura: ‘¿Maestro, me deja llevarle el portafolio?’ Si no te enfocas en estos muchachos eres un total fracaso.
—La sociedad ha sido muy prejuiciosa con tu generación...
—No te niego que los hubo emergentes en el total sentido de la palabra, quienes decidieron por el magisterio para escapar del Servicio Militar o por puro embullo, que no se prepararon bien y nunca les interesó la profesión más importante del mundo. Pero esos han ido quedando en el camino, como en todo proceso de decantación. La mayoría estamos frente a la cara del futuro que, por supuesto, son nuestros niños. Verlos crecer, alcanzar casi tu tamaño y que todavía te llamen dulcemente maestro, no tiene precio ni salario que lo pague.
El título de esta foto pudiera ser el mítico cuadro de Arístides Fernández La familia se retrata. Llegamos sin avisar y vimos lo que pasaba. Algunos padres de los alumnos limpiaban y barrían las áreas de la escuelita de La Gloria
—Luego de 10 años frente al alumnado te han dado la tarea de ser metodólogo integral de Educación en el municipio de Majagua. ¿Cómo se lleva eso?
—Muchas veces me levanto como al que le falta el café por la mañana. Me siento huérfano de mis niños, necesito su ternura y la nostalgia me invade. Pero esta es la tarea que me han dado y debo cumplirla. Atiendo Historia y Cívica, dos asignaturas imprescindibles para conseguir un ciudadano integral. Si el maestro no huele a patria no puede parir buenos patriotas. Esa es su misión esencial, más allá del conocimiento por el conocimiento, porque, al final, lo que busca la educación es crear un mejor ser humano en todos los sentidos.
Luego de perder la perspectiva en distancias, campos de caña y baches de camino, de “darle botella” a su esposa Anabel, quien también es maestra, al abuelo acatarrado, quienes nos acompañaron en el trayecto, además de conocer a Anthony, su pequeño y travieso retoño, llegamos a la recóndita escuelita de La Victoria.
Con la perspicacia de quien está pendiente de todo, Arley ayuda a bajar la Bandera, ante una imprevista llovizna, en la escuelita de La Gloria
Ante las lógicas protestas femeninas de Lilia porque no le avisamos para darse su “retoquito”, en mi “jaula” fotográfica quedó atrapado el aleteo festivo de un abrazo entre ella y su antiguo alumno. Después, en las aulas de La Gloria, niños-“zunzunes” se abrazaban a su cuello cortándole el aliento, mientras con alborozo gritaban la palabra más mágica del mundo: “¡Maestro, maestro!”
—¿Y qué piensa ahora tu madre de todo esto?
—Que valió la pena el sacrificio. Mi madre dejó la vida en los surcos por darme lo que hoy soy. Me decía que la vida del campo era muy dura y debía ganarme otro futuro. Ella fue y será mi heroína. Ahora yo soy su héroe.
Una de las cosas que más le gusta a Arley, como el maestro guajiro que es: montar su alazán en su poco tiempo libre, un caballo al que le susurra, como a los niños, lindezas al oído
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