Juan Antonio García Borrero • 3 de julio, 2016
CAMAGUEY. Estoy intentando recordar cuándo fue que asistí por primera vez a un cine-debate. En mi caso es fácil descubrir que ese momento va asociado a la figura de Luciano Castillo, el hombre que en los ochenta convirtió a Camagüey en la capital cubana de ese tipo de actividad.
No recuerdo cuál fue ese primer filme, ni en dónde de los muchos lugares donde Luciano profesaba su culto de cinéfilo empedernido, perdí mi virginidad de espectador inocente. Sé que esa primera vez fue decisiva en mi formación de crítico: sin aquellos debates yo jamás hubiese entendido que el verdadero disfrute del cine necesita del intercambio con los otros.
Hoy el cine debate tal como lo entendíamos antes parece cosa definitiva del pasado. La gente ve más películas que antes, pero las discute menos. O no las discute. Hay una satisfacción tremenda en consumir los filmes, los seriales, sin entrar a debatir qué es lo que pasa con esos materiales y con quienes los consumimos.
Se dirá que es un problema de época, algo con lo que en parte tendría que estar de acuerdo. Nuestra época, efectivamente, parece ser la de un Edison redivivo, disfrutando vengativo el fracaso final de la experiencia diseñada por los Lumiére. La laptop donde hoy vemos en la intimidad de nuestros hogares la mayoría de las películas, tiene más de Edison que de los hermanos franceses: es el empoderamiento del placer del individuo que antes formaba parte de una masa anónima, entregada a los hechizos de una pantalla colectiva.
Para ser honestos, con la llegada de la televisión algo de esto se veía venir, y no faltaron entonces las alertas críticas. En 1978, por ejemplo, Nichòlas Garnham apuntaba:
“En mi opinión, una película únicamente emitida por la televisión no forma parte de la cultura, porque falta el “debate cultural”. La cultura no está solamente compuesta por obras; está sobre todo compuesta por la historia de las obras, por su crítica, por su confrontación. La cultura cinematográfica no empezó casualmente con el nacimiento de las cinematecas. La vida, aun siendo corta, de una película en los cines, permite escribir artículos sobre esta película, hablar de ella, volver a verla, y tal vez cambiar de opinión sobre ella, o simplemente irla a ver porque se ha oído hablar de ella; esto es lo que yo llamo el “debate cultural”. Todo esto falta en la película emitida por televisión, manifestación única que desaparece en el momento mismo en que se realiza.
Desde el punto de vista de los valores culturales, más vale proyectar una película más o menos tiempo en los cines, que mostrarla una sola vez a un gran número de personas, cada una de ellas encerrada en su casa, por el canal de la televisión”.
¿Qué pudiéramos decir hoy, en esta época post PC (post cine, post computadora) donde el teléfono parece llamado a convertirse en el dispositivo líder del consumo cultural?, ¿se perderá definitivamente la posibilidad de un debate cultural asociado a ese maremágnum de imágenes en movimiento que nos acosa por todas partes?, ¿estarán condenados los nuevos ciudadanos a carecer de espacios públicos donde se impulse el debate crítico?
Allí es donde tendremos que encarar el gran desafío: en la ausencia de una estrategia institucional que permita recuperar al debate cultural (el debate efectivo que impacta en lo público, no el debate privado que al final reproduce precisamente el déficit de debates culturales) como parte de nuestro constante crecimiento.
Y eso tendría que comenzar por un sistema público de enseñanza que incorpore el debate cultural como parte esencial de sus programas de actividades.
(Tomado de su blog Cine Cubano, La Pupila Insomne)
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