"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

lunes, 6 de noviembre de 2017

A cien años de la Revolución de Octubre. El impacto de las revoluciones en las relaciones internacionales

One Hundred Years after the October Revolution. Impact of Revolutions on International Relations

Por Dr. Leyde E. Rodríguez Hernández


Vicerrector de Investigación y Postgrado. Instituto Superior de Relaciones 
Internacionales Raúl Roa García, La Habana, Cuba. Correo electrónico: 

RESUMEN

Se expone la importancia del estudio de las revoluciones y el impacto que han tenido en la evolución y la dinámica de las relaciones internacionales, desde su aspecto teórico- conceptual y su significación para las relaciones internacionales. Se argumenta que el concepto de Revolución ha sido abordado con relativa sistematización por la teoría social y que existen diferentes visiones del término, según las diversas interpretaciones ideológicas, clasistas e históricas. El autor considera que, a cien años de la Revolución de Octubre, esta cobra vital importancia para los pueblos, en una época caracterizada por la crisis sistémica de la economía capitalista contemporánea, la cual genera graves problemas globales: crisis climáticas, crisis alimentarias y crisis políticas. 

En una interesante reflexión titulada "La suerte de Mubarak está echada" Fidel Castro Ruz, el líder de la Revolución cubana, analizó que el mundo se enfrentaba simultáneamente y, por primera vez, a tres problemas: crisis climáticas, crisis alimenticias y crisis políticas (Castro, 2011b). Pero en otra un poco anterior, referida a "La grave crisis alimentaria", se preguntaba: "¿Podrá Estados Unidos detener la ola revolucionaria que sacude al Tercer Mundo?" (Castro, 2011a).

La racionalidad indica que en esas condiciones globales de crisis climáticas, crisis alimenticias y crisis políticas, los Estados Unidos no tendrían muchas posibilidades ni capacidad para resistir o detener una permanente ola revolucionaria que sacuda al Tercer Mundo. Sus poderosas armas nucleares, sus satélites y su poder mediático resultarían impotentes e inservibles frente al fervor revolucionario de los pueblos, independientemente de los colores de sus revoluciones y el contenido de sus reivindicaciones.

A inicios del siglo XXI, a los Estados Unidos también le resultaba complejo contener el derrumbe de su imperio, causante, en su condición de primera potencia imperialista, de guerras catastróficas para la humanidad y, por supuesto, de las tres problemáticas esenciales enunciadas por Fidel en su reflexión.

Ante el empuje de una situación revolucionaria mundial desencadenada por la crisis global del capitalismo, la revolución, y su impacto en la transformación de las relaciones internacionales, cobra vital importancia para los pueblos. Se espera que los nuevos procesos revolucionarios que surjan a lo largo del siglo xxi contribuyan al cambio radical de las relaciones internacionales actuales, todavía bajo el control de un puñado de potencias que se autoproclaman la Comunidad Internacional para mantener en jaque a los países del sur, sea mediante el control del capital, del Consejo de Seguridad de la ONU o con el poder mediático o militar.

De ahí la importancia de estudiar la Revolución, desde su aspecto teórico- conceptual y su significación para transformar -más que nunca- las relaciones internacionales. El concepto de revolución ha sido abordado con relativa sistematización por la teoría social y existen diferentes visiones del término, según las diversas interpretaciones ideológicas, clasistas e históricas.

Desde la antigüedad los teóricos de la política estuvieron interesados en los problemas asociados al cambio cíclico de poder, los esfuerzos individuales y colectivos por derrocar un gobierno por medio de la violencia, así como en la comprensión de las justificaciones morales y económicas de la revolución. Por lo general, le atribuían los sentimientos revolucionarios que aparecían dentro de un Estado a una discrepancia entre los deseos del pueblo y su situación perceptible, divergencia esta que daba lugar a un determinado desacuerdo político acerca de las bases sobre las cuales la sociedad debería organizarse y funcionar.

La teoría política contemporánea se encargó de distinguir entre las revoluciones genuinas y otros fenómenos que con frecuencia fueron llamados con el mismo nombre, por ejemplo: golpes de Estado de carácter militar o apoyados por los militares, la prolongación ilegal del periodo de gobierno de un líder o mandatario, y otros actos de toma del poder relativamente súbitos por pequeños grupos de individuos de alto nivel; diversas formas de revueltas o rebeliones populares, campesinas, urbanas, religiosas y hasta los procesos de desintegración o ruptura política, conocidos en sus diversas formas: estatal, regional, colonial, étnica o religiosa. Sin embargo, ninguno de estos fenómenos tiene una necesaria u obligada relación directa con el cambio revolucionario verdadero de la sociedad.

En el siglo xx los enfoques teóricos burgueses de la política internacional analizaron la revolución como una forma de conflicto violento en las relaciones internacionales. La escuela del realismo político enfatizó que las revoluciones forman parte de la dinámica conflictiva de los Estados y de la inevitable lucha por el poder entre los principales protagonistas de la política internacional. 

La visión, evidentemente realista, de Mark N. Hagopian (1974) definió la revolución como una prolongada crisis en uno o más de los sistemas tradicionales de estratificación (clase, condición social, poder) de una comunidad política. Implica una acción deliberada y dirigida por una élite para abolir o reconstruir uno o más de dichos sistemas por medio de una intensificación del poder político y el recurso a la violencia (p. 323).

En esa misma línea de pensamiento, para Crane Brinton (1938) y otros teóricos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, las revoluciones tenían lugar cuando la brecha entre el poder político distribuido y el poder social distribuido dentro de una sociedad se volvía intolerable.

En circunstancias de ese tipo, las clases sociales que están experimentando algunos de los beneficios del progreso desean desarrollarse de forma más rápida que mediante las posibilidades concedidas por el sistema y, por ello, se sienten frustradas y paralizadas. El descontento por el reparto de los resultados económicos, el prestigio social y el poder político se extiende, los valores tradicionales son abiertamente cuestionados y un nuevo mito social desafía al viejo. Los intelectuales se alienan de la vida política y gradualmente pasan de nuevas críticas a retirar la lealtad al sistema político. Las élites gobernantes empiezan a perder confianza en sí mismas, en sus creencias y en su capacidad para dirigir y resolver los problemas sociales; las viejas élites devienen demasiado rígidas para atraer a las élites emergentes en sus filas y aceleran la polarización.

La revolución también se produce cuando hay una profunda contradicción entre quienes quieren lograr un cambio rápido y aquellos opuestos al cambio. Según algunos autores, el punto de ruptura es alcanzado cuando los instrumentos de control social caen, especialmente el ejército y la policía, estableciendo alianzas con los elementos descontentos; o el gobierno, en ejercicio, demuestra ser inepto para usar esos instrumentos de control social (Edward, 1927; Brinton, 1938; Pettee, 1938).

Por su parte, los enfoques liberales o institucionalistas también perciben en las revoluciones hechos de naturaleza violenta que perturban la evolución gradual y ordenada de la sociedad. Estas nociones, orientadas por las teorías del funcionalismo, tuvieron preminencia en la obra del sociólogo norteamericano Talcott Parsons, quien enfatizaba la necesidad del consenso y el equilibrio en la sociedad, observando en el conflicto algo más bien anormal, que rompe precisamente con el ordenamiento social. Parsons estaba más interesado en el orden social que en el cambio social, en la estática social que en la dinámica de los procesos, porque para su escuela, el conflicto genera consecuencias perturbadoras y disfuncionales para la sociedad.

En Europa otra vertiente de esta corriente, que intentaba conciliar el estudio del equilibrio y el consenso social con el conflicto, tuvo marcada influencia a través de la obra de los sociólogos Max Weber, Ralf Dahrendorf y Emile Durkheim. Aún con sus reconocidas contribuciones teóricas sobre el comportamiento colectivo, las creencias sociales, el liderazgo político y los procesos de integración, el pensamiento funcionalista no se caracterizó por su carácter revolucionario, sino por sus finalidades pragmáticas encaminadas a la solución de los problemas inmediatos de la sociedad, para lograr la preservación del orden social capitalista.

De una forma u otra, la mayoría de los sociólogos influidos por las ideas de Carlos Marx han considerado que el conflicto puede servir para fines sociales positivos o progresistas. El conflicto revolucionario ha sido catalogado un medio útil para la resolución de disputas al interior de una sociedad y entre los Estados-naciones en el escenario internacional. Así, muchos politólogos de este tiempo aceptan el conflicto en calidad de una categoría explicativa central para el análisis del cambio social o el avance, a partir de una teorización completa de la sociedad en sus aspectos de continuidad y cambio, que analiza en los condicionamientos clasistas y económicos la base de toda contradicción social y del conflicto revolucionario mundial.

Esa concepción científica fundamental sobre la revolución social está expuesta en la obra de Marx, Engels y Lenin. Una premisa fundamental del marxismo ha sido que la agudización de las contradicciones del capitalismo crea las condiciones para la revolución que habrá de derrotarlo y abre cause a una sociedad más justa y solidaria, para ello la abolición de la propiedad privada era un objetivo esencial, atendiendo a la propuesta contenida en El Manifiesto del Partido Comunista (Marx y Engels, 1982, p. 31).

Mediante el análisis de la situación de las relaciones internacionales de mediados del siglo xix, Marx y Engels diagnosticaron que la revolución sería protagonizada por el proletariado de los países industrializados de Europa y, años más tarde, Engels previó cómo el desarrollo de Europa occidental operaba contra la lucha violenta y a favor de la acción parlamentaria de la clase obrera. Posteriormente, Lenin condujo al Partido Bolchevique a romper "el eslabón más débil de la cadena imperialista", con la idea de que sería una contribución a la revolución mundial que tendría su centro en Alemania, según la lógica del pensamiento de Marx (Lenin, 1961a, p. 689).

Las revoluciones sociales están determinadas por las leyes objetivas del desarrollo social y, en la contemporaneidad, tienen su origen en las contradicciones económicas, sociales, políticas del sistema capitalista. Lenin estaba convencido de que "las revoluciones no se hacen por encargo, no se pueden hacer coincidir con tal o cual momento, sino que van madurando en el proceso del desarrollo histórico y estallan en un momento condicionado por causas internas y externas" (Lenin, 1961b, p. 23).

De esta manera, la interpretación leninista sobre las revoluciones indica que, desde el siglo xix y hasta la actualidad, la filosofía de Marx constituye una teoría general válida para estudiar el movimiento revolucionario de las sociedades mediante el empleo de cierto número de instrumentos específicos, categorías o variables básicas, entre los cuales resultan fundamentales los conceptos de modo de producción y lucha de clases entre explotados y explotadores. La influencia de Marx trascendió mucho más allá de los teóricos o historiadores que interpretaron los ámbitos nacionales e internacionales inspirados en sus ideas, ya que su obra ofrece una visión metodológica integral y coherente para el análisis de la dinámica de los procesos sociales en la época del modo de producción capitalista.

Curiosamente, el historiador marxista británico Eric Hobsbawm (2006) señaló que el mundo capitalista globalizado que emergió en la década de los noventa del siglo xx, resultó, en muchas cosas, enigmáticamente parecido al que había pronosticado Marx en 1848 en El Manifiesto Comunista, pero ahora, sin dudas, con más complejidad debido a los conflictos y problemas globales derivados de la interacción de múltiples fenómenos de carácter económico, financiero, militar, tecnológico y transnacional acumulados por el propio sistema capitalista que los engendra sin una perspectiva o posibilidad real de solución. Por eso la importancia de acudir a Marx y el justo elogio a su inevitable regreso en la coyuntura internacional actual (Cassidy, 1997; Valdés, 1998).

Las condiciones que son fuente del potencial conflicto humano, es decir los problemas socioeconómicos, los impulsos violentos y agresivos originados de la frustración al medir lo concreto frente al ideal, la retirada y la alienación de las estructuras sociales existentes, más otros factores similares en la época de Marx, están volviéndose más comunes a escala planetaria.

En casi todas las latitudes del sistema mundial, por el influjo expansivo de las tecnologías de la información y las comunicaciones, la brecha entre el cumplimiento esperado de las necesidades y la consumación concreta de las necesidades (aspiraciones o deseos) está ensanchándose entre muchas naciones, pueblos e individuos, especialmente en el Tercer Mundo: Medio Oriente, Asia, África y América Latina, escenarios regionales en los que el proceso de desarrollo social, económico y político pocas veces es capaz de suministrar satisfacciones al ritmo creciente de las aspiraciones de los pueblos. En conjunto, en esas regiones geográficas (con dos terceras partes de la humanidad en el subdesarrollo, la pobreza y la marginación), aumenta la desigualdad respecto al norte desarrollado, así como la posibilidad real de una ola revolucionaria.

La era actual ofrece un sistema capitalista globalizado y de avances impresionantes en temas de renovación científico-tecnológica, los problemas clasistas y económicos sintetizados en el conflicto o contradicción Norte-Sur ocupan un plano sobresaliente en la dinámica de las relaciones internacionales.

Dicho conflicto representa una tendencia que se acrecentó después de la desaparición de la confrontación Este-Oeste, la que dominó el contexto internacional durante la prolongada Guerra Fría. La brecha entre ricos y pobres o entre el Norte y el Sur tiende a incrementarse a una velocidad sin precedentes, porque los países capitalistas desarrollados, donde reside poco más del 20 % de la población mundial, se apropian o benefician del 80 % de las riquezas productivas o naturales del planeta. En las últimas décadas del siglo xx y en la primera del xxi, las políticas económicas neoliberales, ahondaron el abismo y el saqueo que alejaba a los países subdesarrollados de las potencias centrales del capitalismo mundial.

Relacionado con el conflicto Norte-Sur aparecen graves problemáticas globales, como el crecimiento demográfico exponencial en las regiones tercermundistas y la escasez de alimentos, precisamente cuando el planeta entra en una fase crítica por el agotamiento de los recursos naturales no renovables. Además, la crisis ecológica por el deterioro del medio ambiente, la contaminación de los mares, ríos, la reducción de los bosques, la afectación de la capa de ozono de la atmósfera superior y las evidencias del cambio climático con el paulatino derretimiento de las grandes masas de hielo concentradas en los casquetes polares y el consecuente calentamiento global, que amenaza con una terrible catástrofe de imprevisibles consecuencias para la supervivencia de la especie humana. 

Esos problemas que aquejan al planeta son consecuencia directa de la desenfrenada explotación y barbarie capitalista. La máxima responsabilidad por ese estado de cosas recae en los países más desarrollados del sistema, que alcanzaron altos niveles de expansión económica sobre la base de un modelo de vida y una economía altamente consumista y derrochadora.

Ante el panorama desolador del sistema capitalista, en particular de su periferia pobre y subdesarrollada, los científicos sociales vuelven al pensamiento de Marx para adoptar nuevos modelos socioeconómicos que aprovechen más eficientemente los recursos humanos y naturales y contribuyan a conservarlos o renovarlos con políticas sustentables de desarrollo en beneficio de la humanidad. 

Amplios sectores populares de los Estados Unidos y la Unión Europea sufren las desigualdades económicas y las injusticias propias de las sociedades capitalistas en la llamada fase tecnotrónica o posindustrial, dividida en clases sociales antagónicas. Aún en los tiempos de la globalización económica, el proceso de desarrollo capitalista siempre produce efectos perversos y asimétricos en relación con los beneficios que obtienen los pueblos. La ruptura o desconexión con los mecanismos tradicionales de dominación capitalista juega un papel crucial en el crecimiento del potencial de conflicto revolucionario engendrado por las contradicciones entre ricos y pobres, o entre una privilegiada minoría y las mayorías sometidas a la dictadura del capital.

La revolución será inevitable en el sistema-mundo del siglo XXI, pues a través de la historia el conflicto de clase ha sido el motor del cambio social. Las revoluciones constituyen la única vía posible para resolver la contradicción antagónica entre ricos y pobres al interior de las sociedades y en la transformación de las relaciones internacionales, hacia un sistema verdaderamente democrático, justo y humano.

En el marxismo y las ideas de Lenin reposa la teoría y estrategia de la revolución, porque, como señalara el Che: "en definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema mundial, última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran confrontación mundial. La finalidad estratégica de esta lucha debe ser la destrucción del imperialismo [...] El elemento fundamental de esa finalidad estratégica será, entonces, la liberación real de los pueblos" (Guevara, 1977, p. 397). En el pensamiento del Che solo mediante la revolución se podía llegar a un orden social más solidario, a la abolición del capitalismo y a la formación de un "hombre nuevo" (Guevara, 1965, p. 256).

A la luz de los acontecimientos actuales en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador, y otros países de América Latina, e incluso, de los procesos transformadores por las vías no tradicionales de los revolucionarios latinoamericanos del siglo xx, podría decirse que la toma del poder político por los explotados no necesariamente entraña violencia o la guerra revolucionaria. Marx era consciente del papel de la violencia en la historia, pero la estimaba menos importante que las contradicciones inherentes a la vieja sociedad para el logro del último fin de los proletarios y explotados: la derrota del capitalismo.

El filósofo alemán previó una serie de choques de creciente intensidad entre el proletariado y la burguesía (explotados y explotadores) hasta la erupción de una revolución que finalmente desembocaría en el derrocamiento de la burguesía y la edificación de una sociedad socialista. Con su propia dinámica y especificidad, en distintas regiones y países del sistema internacional, la colisión inevitable entre clases sociales antagónicas sería una variable del cambio y de la emancipación humana en el siglo XXI.

Las revoluciones y el sistema de relaciones internacionales

Los teóricos marxistas no han ofrecido un estudio amplio y sistemático sobre la repercusión de las revoluciones en el sistema de relaciones internacionales de esta época. Algunos politólogos coinciden en que el sistema-mundo moderno ha sido conformado en gran medida por las revoluciones, los conflictos y las guerras (Arendt, 1965; Halliday, 1994).

Los últimos cuatro siglos transcurridos estuvieron marcados por grandes e históricas revoluciones de carácter burgués, socialistas y/o de liberación nacional. Para los teóricos marxistas las revoluciones son las locomotoras de la historia porque aceleran los procesos de desarrollo y progreso humano. Desde el siglo xvii las revoluciones hicieron importantes aportes al desarrollo de la modernidad. No solo han impulsado las transformaciones políticas y sociales al interior de las naciones, sino también la dinámica misma de las relaciones internacionales.

El actual sistema internacional es el resultado de la expansión geográfica y la complejización del sistema de Estados que emergió en Europa en el siglo XVII, después de un largo proceso histórico iniciado, aproximadamente, en los siglos XIV y xv y que convulsionaría ese continente.

En suma, el sistema internacional es consecuencia del surgimiento del capitalismo, el cual estableció nuevas estructuras políticas y creó los modernos Estados-nacionales-territoriales, que concretaron en la práctica las aspiraciones políticas de los intelectuales del Renacimiento y de la burguesía ascendente como clase dominante. Los siglos xvii, xviii y xix fueron el escenario de la expansión de ese sistema hasta abarcar los cinco continentes.

El triunfante capitalismo europeo, con tecnología, ciencia e instituciones políticas más consolidadas sometieron a su dominación colonial a los territorios "descubiertos" y conquistados por la fuerza de las armas en América, Asia y África. Las históricas revoluciones que impactaron esos siglos e influyeron en la evolución y conformación de un sistema de relaciones internacionales fueron las siguientes:

Siglo XVII: revoluciones holandesa e inglesa.

En el siglo XVII: revoluciones norteamericana, francesa, haitiana y su secuela en las revoluciones de independencia en Latinoamérica, a inicios del XIX.

Siglo XIX: revoluciones europeas de 1848 y la Comuna de París en 1871.(1)

La expansión del capitalismo creó el mercado mundial y puso en contacto a las regiones más lejanas del planeta sobre la base de la más brutal explotación, saqueo, genocidio de las poblaciones autóctonas y la imposición de la cultura europea. En ese periodo histórico surgieron nuevos Estados en los continentes sometidos, con el consentimiento de Europa o por la lucha de los pueblos por su independencia. La inclusión de las repúblicas americanas al sistema internacional europeo, que les extendió su reconocimiento de derecho, constituyó la primera gran expansión del sistema que, hasta entrado el siglo xx, mantendría su centro hegemónico en la Europa burguesa dominadora.

A fines del siglo xix, en pleno desarrollo del capitalismo monopolista en su fase imperialista, dos nuevas potencias, una en América (Estados Unidos) y otra en Asia (Japón), desafiaron a Europa su supremacía internacional. El sistema internacional a las puertas del siglo xx comenzó a devenir global y el centro hegemónico inició un desplazamiento hacia otros continentes.

En ese contexto, la revolución que tuvo lugar en Rusia el 25 de octubre de 1917, según el calendario juliano (7 de noviembre en el gregoriano), se distingue de otras revoluciones por su carácter mundial, fue el acontecimiento político más importante del siglo xx: representó un viraje radical en la historia de la humanidad, un viraje del viejo sistema capitalista al socialismo; fue la primera vez que el proletariado triunfaba y se hacía con el poder. Esto elevó a la escala de objetivo fundamental no el que una forma de explotación sustituyera a otra o que un grupo de explotadores reemplazara a otro grupo de explotadores, sino la supresión de toda clase de explotación del hombre por el hombre, la supresión de todos y cada uno de los grupos explotadores, la organización de una nueva sociedad, de la sociedad socialista sin clases. La Gran Revolución Socialista de Octubre abrió para la humanidad una nueva era de posibilidades hacia la construcción del socialismo.

Su impacto fue palpable tanto en América como en Europa. Aunque la revolución no hizo expandir el socialismo como un efecto inmediato, le dio a otros países convulsos del Tercer Mundo un ejemplo a seguir. Para poder entender la evolución de las relaciones internacionales del siglo XX y XXI es imprescindible analizar cómo contribuyó la Revolución de Octubre a la liberación nacional y a la construcción de democracias populares de otros pueblos, como Cuba, China, Vietnam o Guyana. Las heroicas jornadas de octubre -como las describió el periodista norteamericano John Reed- estremecieron al mundo. Ningún hecho posterior ha podido disminuir la proeza de los bolcheviques rusos, que supieron conjugar lo más alto de la intelectualidad política europea con el espíritu revolucionario de la clase obrera rusa y la lucha de los campesinos por la tierra y sus derechos. Aquellas acciones constituyeron un ejemplo imperecedero en la disputa de los pueblos por la conquista de la libertad.

Por la trascendencia de las revoluciones que sacudieron al mundo -la de Octubre o soviética en 1917, la china en 1949 y la cubana en 1959, entre otras de liberación nacional en el Tercer Mundo- el siglo xx inauguró una nueva era en la política internacional. El poderoso movimiento anticolonialista y antimperialista que se desarrolló, particularmente después del año 1945, dio el golpe definitivo al viejo sistema colonial de las principales metrópolis capitalistas. Ese proceso histórico condujo a la formación de nuevos Estados independientes en casi todos los continentes, principalmente en el Tercer Mundo. Por primera vez, en la historia de las relaciones internacionales, el sistema internacional alcanzó una dimensión efectivamente global o planetaria.

Las revoluciones tienen una inmediata influencia más allá de las fronteras nacionales de los estados, introducen saltos históricos y conmociones sociales que determinan o condicionan la política exterior de los países mediante una cinemática de continuidad y cambio, que repercute en el ámbito global de las relaciones internacionales y contribuye a la evolución y formación del sistema internacional. En la actualidad es un sistema integrado por más de 190 Estados en interacción, a los que se añade una multiplicidad de entidades transnacionales, no directamente estatales, con influencia política, en algunos casos mayor que la política exterior individual de muchos Estados.

El sistema internacional continuó básicamente heterogéneo pese al colapso o la renuncia estratégica de la Unión Soviética y el bloque socialista europeo, lo cual determinó el fin de la confrontación Este-Oeste y un cambio coyuntural en la correlación de fuerzas, favorable al sistema capitalista y a Estados Unidos embriagado en su liderazgo unipolar. Esas modificaciones abruptas del mapa geoestratégico mundial colocaron a la formación económico-social capitalista en una supremacía incuestionable durante un determinado periodo histórico. 

Sin embargo, el sistema internacional prosigue en una época de tránsito del capitalismo al socialismo, dado que en él coexisten todavía, en un dilema de cooperación y hostilidad, Estados capitalistas, imperialistas, socialistas, desarrollados y subdesarrollados, con regímenes de diversos tipos: reaccionarios y revolucionarios.

Debe tenerse en cuenta que, desde la aparición del mercado capitalista que dio origen al imperialismo, la dinámica de la política internacional dejó de desarrollarse solamente entre los Estados, pues la solidaridad internacionalista entre los pueblos, las sociedades y sectores sociales disímiles, que luchan por un mundo mejor y posible, ha comenzado a desbordar los marcos nacionales para convertirse en una fuerza esencial de la transformación revolucionaria de las relaciones internacionales. A la vez, estos hechos se imbrican a partir del enfrentamiento de las transnacionales capitalistas independientes de sus Estados. 

Con las crisis múltiples que atraviesa la humanidad, el escenario internacional podría estar signado por nuevos procesos revolucionarios a los que Lenin denominó los eslabones más débiles de la cadena imperialista. Las características específicas de esos cambios pudieran aportar elementos cualitativamente nuevos para la construcción de un sistema internacional pluripolar, en alternativa a la recomposición multipolar de las relaciones internacionales por iniciativa de los Estados Unidos y la Unión Europea, potencias interesadas en la consecución de un equilibrio de poder mundial, que sirva para perpetuar la dominación sobre los Estados más débiles del sistema y la práctica de una política coordinada hacia la contención o el retroceso del fenómeno revolucionario global. 

En ese escenario, las revoluciones en Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador representan la concertación de una avanzada del polo de Sudamérica hacia la construcción de polos de poder plural e ideales. Estas revoluciones diversas, pero profundamente antimperialistas, favorecen un genuino proceso de construcción del socialismo en el siglo XXI, cuando todavía el imperialismo supone la antesala de la revolución social, como lo advirtió Lenin en el año 1917. Pero ahora en una proporción más globalizada del conflicto Norte-Sur en las relaciones internacionales. 

La intervención militar en Libia, el creciente intervencionismo militar en Siria y las amenazas contra Irán, han sido parte de las respuestas oportunistas de los Estados Unidos y de la Unión Europea al colapso de su sistema de dominación y saqueo en el norte de África y Medio Oriente, al surgir en Túnez, Egipto y otros países movimientos genuinamente populares. Todo ello estuvo también interrelacionado con la estrategia de las potencias imperialistas para apoderarse de grandes reservas de petróleo, agua y confiscar activos financieros en tiempos de grave crisis económica y social del sistema capitalista. Los más recientes ejemplos de insurrecciones populares en Túnez y Egipto atestiguan la rebelión de los pueblos contra la dominación capitalista. Y es solamente un avance, o una avanzadilla, como quiera llamársele (Rodríguez, 2011a; 2011b).

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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NOTAS ACLARATORIAS

1. La historia de Europa de 1789 a 1848 es la historia de las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas que asentaron, de forma definitiva, el capitalismo industrial (Hobsbawn, 1982).

Marx y Engels utilizaron ampliamente la experiencia del movimiento revolucionario durante el último tercio del siglo XIX para desarrollar su teoría de la "dictadura del proletariado". Durante ese periodo de la vida de Marx y Engels aparecieron obras clásicas como: La guerra civil en Francia (1850) y Crítica del programa de Gotha (1891), de Marx; los tomos II y III de El Capital (1885 y 1894, respectivamente), obra finalizada por Engels después de la muerte de Marx; Anti-Duhring (1878), Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884) y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana (1888), de Engels. Ambos filósofos acompañaron su obra teórica de una intensa actividad revolucionaria práctica.

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