Por Luis Toledo Sande, Facebook
Aunque no lo hubieran llamado, el autor de este artículo habría ido voluntariamente a la despedida de Armando Hart Dávalos. Pero del Centro de Estudios Martianos le hicieron una llamada institucional y amable para avisarle que allí reposaba el cadáver y podría verlo. Tenía, pues, esa razón más para acudir. Hart merece seguir siendo recordado y admirado como el incansable luchador que fue antes y, sobre todo, después del triunfo revolucionario.
No hay más que mencionar su labor al frente del ministerio de Educación, Campaña de Alfabetización incluida. Cuanto hizo llevó el signo de su entusiasmo, de su entrega irrestricta y consciente, y de la condición que distintas personas le han reconocido como dando espadazos contra lo repudiable: era una persona decente, y la decencia le urge al mundo, y como parte de él a Cuba, cultivarla con esmero, máxime cuando parece crecer el número de quienes tienden a considerarla una cualidad superflua y fuera de moda.
Hart acendró sus virtudes en la clandestinidad revolucionaria, en la prisión y al escapar de sus captores, y con particular fuerza en el cumplimiento de las tareas que le confió la Revolución victoriosa, ya fueran cargos del Partido —integró durante años el Buró Político, por ejemplo— o del gobierno. Memorable fue y continúa siendo la acogida que tuvo su nombramiento como ministro de Cultura, y el respeto que ganó con su denuedo en emplear esa jerarquía para bien del ambiente de ese sector, librándolo de daños ocasionados por una política que generó lo que Ambrosio Fornet llamó, con mesura y eficacia, quinquenio gris.
Luego de su etapa al frente de ese ministerio, y hasta su muerte, Hart se desempeñó como director de la Oficina del Programa Martiano, uno de los frentes de trabajo —presidió asimismo la Sociedad Cultural José Martí— en que siguió honrando el legado que la patria recibió del autor intelectual de la Revolución Cubana. En ese camino de hechos e ideas se ubica la producción intelectual que incrementó el prestigio del revolucionario que acaba de morir, la autoridad y el respeto que él cosechó dentro y fuera de Cuba.
Por todas esas razones, es natural que todo cubano y toda cubana de ley lo alaben aunque, por el motivo que fuera, no pudiesen acudir a darle la despedida final. Trabajar —empezar a hacerlo, o seguir haciéndolo— con la mayor entrega, con plena honradez, con toda la inteligencia posible, será una forma segura y digna de honrarlo, aun cuando no se haga pensando en él. Pero al autor de estas líneas, aunque no fue de las personas más cercanas a Hart, solo causas de peso mayor le habrían impedido ir a su velorio, y felizmente no hubo causas tales.
Se levantó bien temprano para llegar hasta el Centro de Estudios Martianos, donde su cadáver estaba tendido —y quizás aún esté cuando empiezan a escribirse estas líneas—, para su traslado al lugar donde tendrá o ya tiene el reposo que él no se permitió darse mientras tuvo alguna fuerza. Hasta el final de su vida quiso darlo todo por la obra que lo hizo el martiano y fidelista que fue, una obra de la que se sintió orgulloso y por la que fue bueno y útil, y dichoso, a pesar de penas personales terribles.
Si el articulista llegó hasta el Centro de Estudios Martianos y se fue de allí sin entrar a despedir el cadáver, no fue porque no le interesara hacerlo, sino por algo que parece un estreno impropio y no se le ocurre suponer iniciativa de la institución nombrada: en la puerta de acceso se topó con que debía esperar a que se comprobara si su nombre aparecía en una lista, como si se tratara de una recepción protocolar o de una determinada reservación administrativa.
En esa espera, sin poder disimular que molestas, se hallaban numerosas personas para ver si finalmente se les permitía entrar. Basta decir que estaban la directora de coros Digna Guerra y la poeta Nancy Morejón. Ser despedido de allí, sin poder entrar, por la posible contingencia de no aparecer registrado en una lista por olvido o por lo que fuese —¿se necesitaban listas tales?—, era un riesgo que no se debía correr: habría sido un acto de mal gusto que no merecía asociarse a la persona ni a la memoria del revolucionario a quien se quería honrar.
Aunque no fuera más que porque ardía en ansias creativas irrefrenables, o porque lo administrativo no era su fuerte, Hart encarnaba la voluntad de un ser humano profundamente ajeno al burocratismo, y no merecía que su velorio terminara atascado en controles de semejante índole. Eso pensaba el articulista al abandonar, sin haber llegado hasta el cadáver, un sitio donde trabajó durante años en tareas vinculadas con Hart y su sentido misional de la existencia. Y pensaba también si trámites burocráticos tan de mal gusto se habrían podido aplicar —para no ir más lejos, ni quedarse más cerca— cuando el pueblo cubano quiso rendirle tributo póstumo a quien fue y sigue siendo el Comandante de ese pueblo y, en él, de Hart.
¿No habría sido preferible que el cadáver del luchador que hoy ha recibido el último adiós se hubiera expuesto en un sitio abierto, donde representantes del pueblo, agradecidos, acudieran libremente a rendirle homenaje? Todo espadazo contra el burocratismo —que el articulista evita calificar aquí con los términos que estima pertinentes— será también, de hecho, una forma de honrar a un revolucionario respetado y querido.
(En la mañana del 27 de noviembre de 2017.)
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