Jesús Arboleya • 28 de octubre, 2016
LA HABANA. Asumiendo una posición inusitada en la diplomacia internacional, el presidente Barack Obama se distanció de las leyes de su país que regulan el bloqueo económico contra Cuba y orientó a su delegación abstenerse en la votación de la Asamblea General de la ONU, que durante veinticuatro años ha condenado esta política.
Es cierto que públicamente el presidente norteamericano se ha expresado de esta manera, pero hacerlo de manera oficial en el órgano multilateral más importante del mundo, no solo es una muestra de coherencia con sus ideas, sino un reto a la autoridad del Congreso, con repercusiones hacia lo interno de la sociedad estadounidense.
En buena medida esta decisión refleja la polarización política existente en Estados Unidos y el descrédito de sus instituciones, tal y como señalan las encuestas. Por demás, haber actuado de esta manera cuando están a punto de decidirse las elecciones en ese país, es un indicador de que tanto el presidente como la candidata de su partido, consideran que constituye una política tan impopular que, más que afectarles, esta actitud los beneficiará en la contienda.
En la directiva presidencial emitida el pasado 14 de octubre, Obama expresó su visión estratégica respecto a este asunto: “Los cambios endógenos en curso en Cuba ofrecen oportunidades para hacer avanzar los intereses de los Estados Unidos y distanciarse del embargo, que es una carga obsoleta para el pueblo cubano y ha sido un impedimento a los intereses de los Estados Unidos. Mi Administración ha apelado repetidamente al Congreso para que levante el embargo”, dijo el presidente en este documento.
Lo que se traduce en que hay que erradicar el bloqueo porque, desde su punto de vista, conviene a la política norteamericana. Tanto para promover los cambios que aspira ocurran en Cuba, como para eliminar un factor de tensión con sus aliados y el aislamiento internacional que sufre Estados Unidos en este asunto.
Hasta tanto esto no ocurra, la política ha tenido que ejercerse a partir de las prerrogativas presidenciales, dentro del marco que le permite la ley. Existe un amplio debate, incluso entre especialistas legales, respecto al alcance de estas prerrogativas, que va desde los que opinan que el presidente puede eliminar el bloqueo de un plumazo, hasta los que piensan que se han agotado sus posibilidades al respecto. El consenso mayoritario no se inclina por una cosa ni la otra, sino que reconoce que el presidente ha hecho bastante, pero ello es insuficiente y puede hacer más.
Obama ha tenido que debatirse en esta incertidumbre y sin duda en sus decisiones ha influido el criterio de no dar excusas para que una decisión legal, emitida por cualquier juez norteamericano, pueda detener el desarrollo de su política.
Otro argumento es que el ritmo gradual de los avances constituye un mecanismo de presión sobre Cuba y permite a Estados Unidos conservar la capacidad de orientar los cambios en función de sus intereses, al privilegiar aquellos sectores que considera “agentes de cambio” dentro de la sociedad cubana. Nadie puede asegurar que estas ideas no estén presentes en algunos funcionarios estadounidenses, incluso que puedan ganar fuerza cualquiera sea el próximo presidente de Estados Unidos, pero creo que este no es el caso de Obama.
Su política responde a una visión a largo plazo, que parte del supuesto que la influencia política e ideológica que aspira incrementar en Cuba requiere de una base económica que la sustente y ello solo es posible facilitando la penetración en gran escala de los capitales norteamericanos, lo que resulta imposible mientras exista el bloqueo económico.
El problema es que el bloqueo se expresa en tal madeja de leyes y disposiciones, las cuales también tienen peso legal debido a la ley Helms-Burton, que resulta imposible desmantelarlo “pedacito a pedacito” hasta dejarlo en el cascarón, como piensan algunos. Mientras exista una sola de estas condicionantes no puede hablarse de una relación normal y los propios empresarios norteamericanos se sentirán atemorizados de involucrarse en el mercado cubano por los riesgos legales, los costos económicos y la propia incomprensión que despiertan estas regulaciones.
Se trata, por tanto, de una batalla que se decide en lo interno de la sociedad norteamericana, particularmente en el Congreso. No dejan de tener razón los que han afirmado que “Obama se va pero el bloqueo se queda”, pero en mi opinión durante sus dos mandatos no han existido condiciones para eliminarlo, ni siquiera cuando contó con una mayoría demócrata en ese órgano.
A favor de que esto se logre en el futuro existen factores objetivos determinados por la obsolescencia real de esta política, su falta de popularidad dentro de los propios Estados Unidos y la presión de sectores empresariales interesados en el mercado cubano, lo que explica el raro nivel de apoyo bipartidista que ha encontrado la nueva política hacia Cuba y la incapacidad de sus contrarios para impedir que avance de la manera en que lo ha hecho hasta ahora.
Como él mismo ha dicho, Obama ha actuado en función de los intereses norteamericanos, pero su visión de estos intereses se expresan, al menos en el caso de Cuba, dentro de un marco de convivencia que en nada se parece a lo que existía en el pasado. Hace apenas quince años, lo que se discutía era la posibilidad de una invasión militar norteamericana y “Cuba después de Iraq” era la consigna que esgrimían los halcones neoconservadores.
Negar el avance que se ha logrado en las relaciones bilaterales y las ventajas que ello ofrece al pueblo cubano carece de sentido, aunque ello no implique desconocer la persistencia de los objetivos hegemónicos norteamericanos y desarrollar la capacidad para enfrentar sus consecuencias más nocivas.
Estamos en un momento inédito de las relaciones entre los dos países, donde se impone apreciar el triunfo de una “cultura de la resistencia”, que ahora tiene que encontrar otras formas de manifestarse y actuar en correspondencia con la nueva realidad.
Evidentemente la embajadora Samantha Power rebosaba de alegría cuando anunció en la ONU la decisión de su gobierno. Cualquiera que haya vivido la experiencia de la diplomacia sabe lo que se sufre cuando resulta necesario defender posiciones que personalmente no se comparten, sin duda la embajadora sintió que se quitaba un peso de la conciencia y salieron a flote sus emociones. Aunque tampoco podemos olvidar que el mundo la aplaudió por no apoyar la continuidad de una política de agresiones y mostrar una sinceridad poco usual en la política exterior de Estados Unidos, no por otra cosa.
Efectivamente Obama se va y el bloqueo se queda, pero ha sentado precedentes para su eliminación que difícilmente podrán ser ignorados por los políticos de ese país y eso conviene a Cuba.
Foto de portada: Obama llegando a La Habana, marzo de 2016.
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