Por: Paul Krugman
Allá por 2009, cuando el presidente Obama propuso un plan de gasto para estimular la economía y algunos abogamos por un plan aún mayor, era frecuente oír a gente tanto de la derecha como del centro loco declarar que todo era una estratagema, un intento de colar prioridades liberales bajo la apariencia de un estímulo fiscal.
Resulta que era absolutamente falso y, en el caso de los derechistas, un ejemplo de proyección. Después de todo, Obama no intentaba vender el aumento continuo del gasto como medidas de estímulo a corto plazo; pero eso era exactamente lo que hacía el presidente George W. Bush cuando propugnaba sus bajadas de impuestos.
Y, además, no habría funcionado. Si acaso, la mejor apuesta en esas situaciones es intentar lo contrario: impulsar propuestas que estimulen la economía al tiempo que se construyen infraestructuras y/o se reduce la desigualdad, y hacer de los aspectos a largo plazo, relacionados con la lucha entre clases, el núcleo de la estrategia de venta.
Puede que esto suene raro. ¿No sería más fácil vender ideas con las que todos salgan ganando, que sean beneficiosas para todo (o casi todo) el mundo? Bueno, eso sería posible si la gente “pillase” de qué va la economía keynesiana. Pero incluso los lectores con una buena formación no suelen entender la idea de que una demanda insuficiente puede perjudicar a la economía en su conjunto (aunque, oye, muchos catedráticos de la Universidad de Chicago tampoco lo pillan). Y no creo que sea por falta de esfuerzos por hacerse entender.
El escollo principal está en la base misma. Da igual cuál sea la política económica y fiscal; la simple idea de que gastar demasiado poco puede ser perjudicial para la economía resulta difícil por naturaleza. Cuando doy conferencias públicas, consigo cierto grado de persuasión (creo) preguntando al público qué ocurre si todo el mundo intenta recortar sus gastos al mismo tiempo, y luego señalando que mis gastos son sus ingresos, y sus gastos, mis ingresos. Pero no creo que esto se le quede grabado a mucha gente. El atractivo del símil de la economía como administración doméstica suele prevalecer.
Mi opinión no se basa exclusivamente en mi instinto. Tenemos algunos puntos de referencia, imperfectos, pero aun así útiles.
Fijémonos, por ejemplo, en las ventas de libros. ¿Ha existido alguna vez un éxito de ventas gigantesco sobre cómo combatir las recesiones, o incluso sobre el propio crecimiento? No lo creo. Los éxitos de ventas siempre tratan, de un modo u otro, de nosotros contra ellos, ya sea enfrentándonos, compitiendo en un mundo plano, o, actualmente, intentando impedir el ascenso del 1%. Con esto no pretendo desacreditar la última aportación: El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, es asombrosamente bueno y merece todos los elogios que está recibiendo. Pero llama la atención que en un momento en el que los mercados de trabajo están profundamente deprimidos, nuestra mayor preocupación sea la desigualdad a largo plazo.
O, en lo que a mí concierne, suelo hacer un seguimiento de los resultados de mis columnas en The New York Times en cuanto a número de correos electrónicos recibidos, y no hay duda de que las que tratan sobre desigualdad obtienen mayor respuesta que las que tratan de la macroeconomía del lado de la demanda.
Esto no significa que debamos dejar de intentar decir la verdad sobre la economía de la depresión (o que yo vaya a hacerlo), pero es una observación interesante, y creo que tiene repercusiones sobre cómo tendrían que hacer las cosas los políticos.
Traducción de News Clips.
© 2014 The New York Times.
Allá por 2009, cuando el presidente Obama propuso un plan de gasto para estimular la economía y algunos abogamos por un plan aún mayor, era frecuente oír a gente tanto de la derecha como del centro loco declarar que todo era una estratagema, un intento de colar prioridades liberales bajo la apariencia de un estímulo fiscal.
Resulta que era absolutamente falso y, en el caso de los derechistas, un ejemplo de proyección. Después de todo, Obama no intentaba vender el aumento continuo del gasto como medidas de estímulo a corto plazo; pero eso era exactamente lo que hacía el presidente George W. Bush cuando propugnaba sus bajadas de impuestos.
Y, además, no habría funcionado. Si acaso, la mejor apuesta en esas situaciones es intentar lo contrario: impulsar propuestas que estimulen la economía al tiempo que se construyen infraestructuras y/o se reduce la desigualdad, y hacer de los aspectos a largo plazo, relacionados con la lucha entre clases, el núcleo de la estrategia de venta.
Puede que esto suene raro. ¿No sería más fácil vender ideas con las que todos salgan ganando, que sean beneficiosas para todo (o casi todo) el mundo? Bueno, eso sería posible si la gente “pillase” de qué va la economía keynesiana. Pero incluso los lectores con una buena formación no suelen entender la idea de que una demanda insuficiente puede perjudicar a la economía en su conjunto (aunque, oye, muchos catedráticos de la Universidad de Chicago tampoco lo pillan). Y no creo que sea por falta de esfuerzos por hacerse entender.
El escollo principal está en la base misma. Da igual cuál sea la política económica y fiscal; la simple idea de que gastar demasiado poco puede ser perjudicial para la economía resulta difícil por naturaleza. Cuando doy conferencias públicas, consigo cierto grado de persuasión (creo) preguntando al público qué ocurre si todo el mundo intenta recortar sus gastos al mismo tiempo, y luego señalando que mis gastos son sus ingresos, y sus gastos, mis ingresos. Pero no creo que esto se le quede grabado a mucha gente. El atractivo del símil de la economía como administración doméstica suele prevalecer.
Mi opinión no se basa exclusivamente en mi instinto. Tenemos algunos puntos de referencia, imperfectos, pero aun así útiles.
Fijémonos, por ejemplo, en las ventas de libros. ¿Ha existido alguna vez un éxito de ventas gigantesco sobre cómo combatir las recesiones, o incluso sobre el propio crecimiento? No lo creo. Los éxitos de ventas siempre tratan, de un modo u otro, de nosotros contra ellos, ya sea enfrentándonos, compitiendo en un mundo plano, o, actualmente, intentando impedir el ascenso del 1%. Con esto no pretendo desacreditar la última aportación: El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, es asombrosamente bueno y merece todos los elogios que está recibiendo. Pero llama la atención que en un momento en el que los mercados de trabajo están profundamente deprimidos, nuestra mayor preocupación sea la desigualdad a largo plazo.
O, en lo que a mí concierne, suelo hacer un seguimiento de los resultados de mis columnas en The New York Times en cuanto a número de correos electrónicos recibidos, y no hay duda de que las que tratan sobre desigualdad obtienen mayor respuesta que las que tratan de la macroeconomía del lado de la demanda.
Esto no significa que debamos dejar de intentar decir la verdad sobre la economía de la depresión (o que yo vaya a hacerlo), pero es una observación interesante, y creo que tiene repercusiones sobre cómo tendrían que hacer las cosas los políticos.
Traducción de News Clips.
© 2014 The New York Times.
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