"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

lunes, 8 de septiembre de 2014

Oscar Loyola In Memoriam


Por: Rafael Hernández.

Hace casi veinte años, recién salido el primer número de Temas, me crucé con Oscar Loyola en la Plaza Agramonte. Con una sonrisa, y sin darme tiempo a contestar su saludo, me empezó a “increpar” (en ese estilo suyo, peleón y cariñoso a la vez) por haber publicado un artículo sobre historia de Cuba cuyas ideas él no compartía (sus palabras no fueron exactamente esas, pero ese era su sentido). Divertido y dejándome provocar, como siempre que me topaba con él, desde nuestros lejanos días como estudiantes, cuando Letras e Historia compartían el Edificio Dihigo, en Zapata y G, le contesté que escribiera una refutación, y le aseguré “que se la íbamos a publicar.” Con su peculiar modo criollo y caballeresco, recogió el guante, y poco tiempo después, nos mandó “Reflexiones sobre la escritura de la historia en la Cuba actual”. Otras veces colaboró con Temas, como jurado del Premio de Ensayo, o autor de ensayos sobre historia o panelista de Último Jueves. Pero este primer texto, que quizás muchos lectores no conozcan, publicado en Temas # 6 (abril-junio, 1996) reúne como ningún otro sus virtudes excepcionales como intelectual y maestro. Así, con su agudeza y gracia inmitables, llegue de nuevo a nuestros lectores.




Reflexiones sobre la escritura de la historia en la Cuba actual


Oscar Loyola Vega
Profesor. Universidad de La Habana.


Ante todo, considero necesario hacer esta profesión de fe inicial:

1. No me concibo —o, como está tan de moda decir, no me pienso— a mí mismo fuera de los quehaceres del historiar, después de veinticinco años de vida profesional.

2. Las reflexiones que a continuación propongo no tienen, de manera previa, a ningún colega in mente; no me interesan las individualidades ni aludo a casos específicos. Mi intención se centra en la escritura, no en los escritores.

La historia tiene una muy larga tradición en Cuba: más de doscientos años de haber dado sus primeros vagidos, al decir de los estudiosos. Pocas disciplinas del saber disfrutan en nuestro medio de tal ancianidad. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, hombres cultos y sapientes han probado sus armas en trabajos históricos, de los cuales no pocos constituyen obras de recia envergadura. El decursar histórico ha estado siempre presente en la problemática intelectual del país. Con toda justeza puede decirse que el gusto por la historia (mejor expresado, por leer sobre historia) es un componente capital de la psicología del cubano.1

En esto no nos diferenciamos demasiado de otros pueblos latinoamericanos. Sin embargo, debe tenerse presente que el elevado índice de alfabetización existente en nuestro país, a escala continental, no solo en las décadas anteriores a 1959 sino también bajo el colonialismo español, ha ampliado el universo de los lectores de historia, estimulados por la calidad de la producción insular y el precio aceptable de libros, folletos y revistas. El incuestionable movimiento educativo y cultural que desató la Revolución del Primero de Enero, y la necesidad de esta de asumir y utilizar el pasado histórico nacional, con sus mitos y sus tradiciones, sus éxitos y sus fracasos, provocó una eclosión afortunada de los estudios históricos, que se escaparon del marco habitual republicano —estrechez económica, casi ningún apoyo gubernamental, poca estimación y reconocimiento sociales del papel del historiador— y permearon todos los estratos de la sociedad cubana, volcada así a una lógica reinterpretación de su pasado —cada generación reescribe la/su historia— en función de un cambio social radical, imprescindible para reafirmar la actuación cotidiana y, siguiendo pautas habituales en la utilización estatal de la historia, justificar y proyectar el porvenir.

A estas alturas de la exposición seguramente ha quedado puesto de manifiesto que el análisis se centra en la historia escrita desde Cuba, por autores que producen en Cuba, ya sea sobre problemas relacionados con la historia nacional, o con aspectos concernientes al decursar histórico universal o continental. Resulta necesario aclarar, además, que una reflexión sobre la escritura de la historia en el siglo XIX cubano implicaría sumergirse en no pocas disquisiciones sobre el desarrollo de las llamadas ciencias sociales, y su constitución en la pasada centuria, en áreas del conocimiento independientes, en particular la sociología; lo que desbordaría (y transformaría) los objetivos de este trabajo. De ahí que el análisis se enmarque en la escritura de la historia en la contemporaneidad insular. Dicho de otra manera, no se pretende hacer la historia de la escritura decimonónica de la historia; ni muchísimo menos la historia de las obras sobre historia en la propia etapa; se pretenderá pensar sobre la escritura de la historia en la actualidad nacional.

¿Dato vs. interpretación?

Estoy seguro de que para muchos colegas un trabajo de tal naturaleza es un trabajo «raro». No pocos de los miembros del gremio preferirían verme laborar —investigar— en función de precisar, de manera inobjetable, cuántos clavos remacharon el casco de la «Santa María», o el exacto número de libertos que murieron a las órdenes de Donato Mármol —si lo logro desglosar en etnias, edad y propietarios, mi puesto en el Panteón sería indiscutido. Esto hace que mi primera reflexión gire en torno a la fetichización del dato en nuestra asunción del conocimiento histórico.2 No desconozco que en el ambiente histórico nacional han existido grandes enfrentamientos entre supuestos cultores del dato en sí y para sí, y connotados escritores de historia apasionados por una interpretación en gran medida desvinculada de los hechos históricos. Todo esto ha sucedido no en el pasado siglo, sino en fecha muy reciente, lo que ha dejado graves secuelas en las generaciones siguientes. Yo me preguntaría: ¿por qué tenemos que seguir reeditando tales enfrentamientos? Con independencia de las simpatías de cada cual —y simpatías aquí equivale a concepción de y sobre la historia— es innegable que las excelentes influencias de Langlois y Seignobos en el desarrollo de los estudios
históricos persisten fuertemente en la manera de historiar en Cuba, sin que esto implique negar el relevante lugar que ambos autores se ganaron entre los principales impulsores de los métodos del trabajo histórico. La absolutización del llamado «dato», y su abstracción y sobrevaloración, se reflejan en la densidad de la escritura histórica, lastrada comúnmente por una excesiva referencia a las fuentes utilizadas. Han sido publicados no pocos libros, cuyo determinante y casi único valor estriba en la enorme información que vuelcan sobre el lector. Lo preocupante del caso es que sus autores suelen ser alabados, y aun felicitados, por esconder sus opiniones —si es que las tienen—; vale decir, por negar su subjetividad profesional, característica de la expresión histórica, ampliamente conocida ya por los más connotados teóricos del positivismo europeo del siglo anterior. Entiéndaseme: no inicio una cruzada contra el hecho o el dato; abogo simplemente por retirarlos, lo máximo posible, de la escritura.3
Diversificar la geografía

Sería conveniente pensar con detenimiento en la distribución, por áreas geográficas, de la producción histórica nacional. No representaría una sorpresa constatar que las obras sobre la historia de Cuba constituyen enorme mayoría, lo cual es lógico. Los trabajos dedicados a la historia de América Latina siguen a estos, a mucha distancia. Algo —muy poco— se escribe sobre los Estados Unidos. Europa, Asia y Africa están casi por completo ausentes de la escritura histórica. Varias de las razones que explican lo expuesto puedo comprenderlas, y aun compartirlas: falta de información, escasa salida editorial, no acceso a archivos (¡ah, los socorridos archivos!), poca tradición, etc. Pero todo no puede justificarse tan sencillamente. Ha habido —hay— un abandono real y efectivo del quehacer histórico relacionado con lo «de afuera»; es inconcebible que España o Norteamérica no estén presentes de manera habitual en la producción nacional, por su ligazón directa con el acaecer histórico cubano. Las ausencias señaladas también hay que buscarlas en la concepción que sobre la historia —la disciplina historia— se sostenga. Buena parte de los profesionales dedicados a la exposición oral o al trabajo de asesoría vinculado a estas regiones, están altamente capacitados en su esfera; pero el temor a no ser considerados investigadores («historiadores») frena la plasmación por escrito de sus criterios. ¿Cómo competir con acuciosos colegas, que dedican miles de horas de su vida laboral a sumergirse en amarillos manuscritos que dormitan en ignotos y centenarios fondos? Romper con esto no es fácil: demasiadas décadas lo han condicionado. Sin embargo, hay que hacerlo, o al menos, intentarlo. La producción histórica desde Cuba, de cara al siglo XXI, tiene que diversificar su base geográfica.

La historia como interdisciplina
Lo anteriormente expuesto se da la mano con un elemento trascendental: por razones ampliamente conocidas, los que escriben en Cuba tienen un altísimo grado de desvinculación —involuntaria— con la producción histórica de avanzada de Europa y los Estados Unidos. Se desconocen las obras fundamentales, los principales autores, las corrientes en boga. Hemos seguido escribiendo como si la disciplina se hubiese detenido en el tiempo, muchos años atrás. Los portentosos avances de la sociología, la etnohistoria o la antropología, por solo utilizar tres ejemplos, no han existido entre nosotros.4 En gran parte por desconocimiento y, en no pequeña medida, por subestimación, la complejidad del trabajo interdisciplinario en la contemporaneidad, las múltiples relaciones actuales entre la historia y otras ramas del saber, son fenómenos que no existen para los historiadores del patio. En momentos en que todas las disciplinas que se ocupan del hombre se traspasan —en ósmosis vivificadora— sus resultados, da la impresión de que, en Cuba, los profesionales nos complacemos en aislarnos de los científicos sociales vecinos, negándolos, y renunciando a aprovechar sus logros.

¿Qué técnicas se emplean hoy en día en el trabajo histórico? ¿Cuáles son los límites y posibilidades de la oralidad? ¿Tienen fronteras precisas la historia y la literatura? ¿Puede aplicarse una encuesta a personalidades fallecidas hace doscientos años? Los ejemplos anteriores ponen sobre el tapete la imperiosa necesidad, para los historiadores cubanos, de actualizarse a la mayor brevedad, sobre todo en lo referente a técnicas. Creo que son utilísimos, no tengo nada personal contra ellos, pero, ¿hasta cuándo el fichaje, el clasificador, la guía temática, los rubricadores, etc., constituirán el centro —en algunos, el único— del arsenal de métodos y técnicas? Otras disciplinas pueden ayudar mucho a transformar tal concepción, que determina — ¡qué duda cabe!— la escritura de la historia.

La diferencia entre el trabajo histórico en los finales de este siglo y el de mediados de la propia centuria, es abismal. No se puede negar —peor aún, despreciar— los avances obtenidos. Y se constata con sorpresa y dolor que no pocos de los historiadores que viajan al extranjero se desesperan por realizar amplísimos trabajos de archivo, con absoluto desinterés por dedicar parte de su estancia a estudiar el desarrollo teórico-práctico de la disciplina. A su regreso, los sustanciosos «datos», localizados con encomiable esfuerzo, serán vertidos en una escritura tradicional, obsoleta en los derroteros de la narración histórica del texto contemporáneo.

De la teoría

De lo visto se deriva una característica notable de nuestra producción histórica: la falta de obras teóricas sobre el género. Si se revisan con cuidado los trabajos históricos, en un lapso abarcador, sorprende el poco interés mostrado por los historiadores cubanos en analizar los marcos teórico-investigativos y los presupuestos —o supuestos— metodológicos de la disciplina. En esto no se ha hecho más que seguir los derroteros de la historia a escala universal: es notorio que la rama de las «ciencias» sociales menos dada a la teorización introspectiva, a estudiarse a sí misma, ha sido la historia. Sin embargo, tal situación ha comenzado a revertirse en las últimas décadas; impulsados por otros especialistas, los escritores de historia, en las naciones más avanzadas dentro de la profesión, han aumentado considerablemente los estudios relativos a las concepciones, los métodos y técnicas a emplear, los referentes históricos, la asunción del texto en tanto artefacto, la relación hecho-sujeto, et al.5

A escala nacional, el vuelco apenas ha empezado. Las investigaciones histórico-concretas predominan de manera abrumadora. Siguiendo la tradición establecida desde el siglo XIX, es muy difícil, en nuestro caso, que un colega analice los métodos y los supuestos a través de los cuales ha llegado a resultados concretos, y mucho menos que se plantee los problemas globales de la investigación histórica, las realidades conceptuales, o la vinculación de su disciplina con otras afines. No se trata aquí de desarrollar mejor los estudios historiográficos, en su sentido habitual; obras de este corte, si bien poco abundantes, existen; se trata de interiorizar, de una vez por todas, que una materia que no elabora su corpus teórico se estanca, antes de comenzar a retroceder. Es imprescindible, para toda rama del saber, la reelaboración constante de sus presupuestos y de sus métodos; no solo para las llamadas ciencias exactas, o para las otras «ciencias sociales». La escritura de la historia en Cuba necesita con urgencia la ampliación de los trabajos teóricos.

Recuperar el ensayo histórico

Casi todas las investigaciones hechas en la Isla se plasman en forma de libros, folletos, artículos diversos, a no dudar, muy sólidos. Se echa de menos, sin embargo, un género trascendental en los estudios sobre la sociedad: el ensayo. Este, en su correcta acepción, casi brilla por su ausencia. Escoger un problema «histórico», desconstruirlo, analizarlo en sus posibles connotaciones,
relacionarlo con otros similares y llegar a conclusiones personales, es un fenómeno semidesconocido en la producción histórica nacional contemporánea, con honrosas excepciones.

Se desconocen las obras fundamentales, los principales autores, las corrientes en boga. Hemos seguido escribiendo como si la disciplina se hubiese detenido en el tiempo, muchos años atrás. Los portentosos avances de la sociología, la etnohistoria o la antropología, por solo utilizar tres ejemplos, no han existido entre nosotros.

La tradición cubana, en lo referente al ensayo, fue excelente desde los albores del XIX hasta hace relativamente poco. La calidad de los ensayistas insulares era altamente reconocida dentro de las letras hispanoamericanas. Varela, Saco, Luz, Martí, Varona y Emilio Roig —por solo recordar algunos—, queriéndolo o no, conscientes de ello o no, escribieron trabajos históricos que marcaron pautas en la ensayística nacional. La materia prima (información abundante) jamás faltó en ninguno; por el contrario, de su plenitud dependió su condición de prosistas. No se olvide, sin embargo, que si a muchos años de haber sido escritas, sus obras se leen hoy por hoy con admiración y provecho, esto se debe al análisis realizado y al compromiso personal establecido a través de sus juicios; vale decir, al yo del escritor devenido ensayista.

Actualmente el ensayo es poco cultivado. Las investigaciones «concretas», con su fárrago de datos y hechos —¡los nunca bien alabados hechos!—, lo han sepultado. Mientras más citas, más «objetividad», menos sujeto, menos yo. Trabajos hay que no contienen un solo juicio personal: son transcripciones de documentos de archivo, sin que siquiera el ordenamiento cronológico intente reflejar una problematización interpretativa. Esto es válido en ciertas investigaciones, cuyo objetivo fundamental puede ser establecer información o «demostrar» algo nuevo, sobre la base de fuentes no utilizadas. Pero la crónica, la descripción como objetivo final, o el presentar los sucesos «como realmente sucedieron», según la famosísima frase de Leopold von Ranke, no es escribir historia.6 Por otra parte, la pobreza del ensayo histórico-social en la actualidad —actualidad que ya se extiende demasiado— ha llevado, en no pocos premios creados para estimular los estudios sociales, a laurear como pertenecientes al género a simples investigaciones cronicoides, nada sospechosas de aspirar a una connotación ensayística. Tarea primordial para la escritura de la historia en Cuba es la de rehabilitar el ensayo, y reasumir el yo histórico del narrador.

Autóctono, común y preciso

La manera en que se escribe la historia en nuestros predios entraña una notable deficiencia, que está grandemente relacionada con la falta de obras de proyección teórica, y debe ser enmarcada en dos direcciones:

Primera: el caos existente en la aplicación de conceptos o, si se prefiere, la pobreza y confusión que reinan en la utilización del vocabulario histórico. Toda disciplina se asienta, se consolida y avanza cuando es capaz de presentar un corpus conceptual que la singulariza entre las materias afines. En el caso de la historia, es notable que las investigaciones concretas han desplazado, de manera abrumadora, la preocupación de sus cultores por establecer y desarrollar un vocabulario propio, instrumento de trabajo imprescindible; el léxico histórico se ha formado, en mucha medida, con la utilización renovada de palabras de arraigo popular, que pueden asumir diferentes significados en función de las «necesidades expresivas» de la escritura histórica. En Cuba, la confusión terminológica, el caos conceptual, llega a ser, en algunos profesionales, francamente lamentable. Muy lejos estoy de pretender resucitar el antidialéctico sistema de categorías foráneas, adaptable a todas las materias que estudian al Hombre (según sus defensores), y que se quiso aplicar en nuestro país; pero no se puede dudar de que toda disciplina exige un vocabulario específico. La historia lo tiene, aunque sea arcaico y poco flexible; empero, nuestros profesionales lo utilizan —a veces, lo destrozan— sin el rigor necesario. Y lo peor del caso es que, detrás de esa utilización caprichosa, no hay una fundamentación conceptual dinámica del porqué; solo una lamentable confusión anima, regularmente, la acepción empleada. Tampoco quiero que se uniformen todos los estilos —en algunos casos no vendría mal, sería una garantía de legibilidad—; creo, sin embargo, que hay que avanzar en la dirección de que los contenidos respondan a un aparato categorial autóctono, común y preciso.
 
Segunda: la escritura de la historia en Cuba está a una distancia infinita —sé que soy muy tajante; pido perdón— de aprovechar el vocabulario que ofrecen otras ramas similares. No se trata de copiar los conceptos ajenos; pero bien que pudiéramos interesarnos por ellos y aplicar, cuando fuere necesario, sus ventajas. El gran avance experimentado por las materias sociales ha traído como consecuencia una eficaz aplicación de sus léxicos, a menudo intercambiables. Rol, estructura, imaginario, mentalidades, icono, desconstruir, metarrelato, larga duración, referente, diacronía, tropo histórico o pre-texto, son conceptos muy actuales —aunque, por supuesto, pueden ser discutibles— que se emplean de manera constante por colegas de excepcional formación científica, en regiones de avanzada. ¿Cuántos en Cuba los utilizamos, o al menos, nos hemos interesado por ellos?7 Puedo recordar una investigación muy sólida, aparecida hace poco, en la que el concepto «imaginario popular» no era empleado, a pesar de ser punto menos que el objeto de trabajo del autor, con cuya utilización este se hubiese ahorrado no pocos rodeos lexicales que, por falta del vocabulario idóneo, se vio obligado a emplear. El terror que sentimos los historiadores por la asunción de nuevos conceptos, se da de bruces con la relación historia-ciencias sociales preconizada con ardor por tantos colegas en la contemporaneidad. Será cada día más difícil mantenernos aislados (puros) en un mundo en el que los problemas del hombre y de la sociedad, se tornan complejos de manera acelerada. La reactualización del vocabulario histórico, el estudio exhaustivo de otras disciplinas, y su aparato conceptual, solo pueden redundar en beneficio de la escritura de la historia desde Cuba. Sin lanzarnos a utilizar indiscriminadamente cuanta palabrita —o palabreja— salga al mercado, los conceptos que han demostrado su validez en otras ramas deben ser incorporados al arsenal del historiador cubano, en la medida en que sean convenientes para el trabajo de investigación. Con esto no introduciríamos una innovación peligrosa, cuyos alcances no hayan valorado, aceptado y superado, los colegas extranjeros. De no hacerlo corremos el riesgo de hablar, a las puertas del siglo XXI, una «lengua histórica» pre-renancentista. Con la agravante de ser los únicos historiadores del planeta en emplearla.

Historia y lenguaje

Es conveniente reflexionar sobre un aspecto valorado como secundario por los historiadores contemporáneos en Cuba. Me refiero a la calidad de la prosa utilizada, que es, francamente, deficiente. Cuando se revisa la producción histórica del siglo pasado y mucha de la del actual, llama poderosamente la atención el elevado grado de perfección alcanzado por los historiadores en un instrumento de trabajo fundamental como es el lenguaje. No pocas de las páginas escritas en libros y ensayos de historia clasifican entre las mejores y más enjundiosas cuartillas de nuestra literatura. Prosistas como los mencionados en un párrafo precedente elevaron al más alto rango la escritura histórica; sus continuadores, en la actual centuria, hicieron honor a esta tradición: de Fernando Ortiz a Julio Le Riverend la disciplina ha tenido excelentes escritores.

Muy diferente resulta el panorama en los últimos años. Preocupados enormemente por los datos, por la veracidad informativa, o por la posible interpretación; con una formación escolar muy deficiente sobre las reglas y preceptos constituyentes de la gramática española, los historiadores cubanos destrozan el idioma, con la agravante de aniquilar así la exposición del propio objeto de estudio. Una revisión, hecha muy por encima, de los escritos históricos contemporáneos revela un gran desconocimiento de la concordancia entre sujeto y verbo; un —a veces, feliz— olvido del lugar adecuado para el adjetivo —¡que vivan los adjetivos!— en la oración; una inconcebible despreocupación por el uso del diccionario, que lleva a emplear palabras «que suenen bien» en detrimento de las correctas; una pasión desmedida por el uso de calificativos, que se escapan del escritor a manos llenas, y, de la misma manera, una eclosión de demostrativos que alcanzó —en cierta cuartilla cuyo autor no quiero recordar— la cifra de diecisiete; una ignorancia supina en relación con la función del adverbio, cuya utilización aplasta al lector; una inconsecuencia total en el empleo de los tiempos verbales propios de la escritura histórica, los que, lejos de ser utilizados para enfatizar —en particular el presente—, acentúan la impresión errática de la redacción. ¿Para qué continuar ejemplificando? Afortunadamente, el caos no es aún absoluto. No hemos descubierto las interjecciones.

Se hace evidente que los errores señalados en la utilización adecuada del idioma español van acompañados del empleo arbitrario de los signos de puntuación. Ha sido un recurso socorrido culpar a las mecanógrafas de las faltas de ortografía o, en su momento, achacarlas a erratas de edición. Con el desarrollo de la tecnología es harto probable que se pretenda endilgar a las computadoras las carencias que solo pertenecen al autor. En todos los casos, sin embargo, siempre ha sido más difícil la autoexoneración en relación con los signos de puntuación. Escritos hay en que coma, punto y coma y punto y seguido se intercambian festinadamente; en otros, por el contrario, el «creador» solo conoce el punto y aparte, asociando, en deliciosa simbiosis, redacción histórica con telegramas. La conjunción de una puntuación muy deficiente con graves errores gramaticales lleva, si se trata del lector, al delirium tremens; si del analista, a constatar un nuevo problema.

Esto tiene que ver con la oscuridad de la redacción, o lo que viene a ser lo mismo, con la incomprensión generada por —y en— el texto histórico. Errores de la magnitud de los señalados, aunque a no pocos puedan parecer intrascendentes, tienen la misma importancia que se le daría a un objeto material mal elaborado, no acabado; vale decir, chapucero y, por tanto, limitado en sus funciones. Un texto histórico mal puntuado, gramaticalmente deficiente, trasluce un escrito poco comprensible, con un mensaje que se hace más oscuro en la medida justa en que aumenten sus errores; su asunción se dificulta, se empaña. La incomprensión del contenido, que genera un acabado incompleto, está presente en buena parte de la escritura de la historia desde Cuba, agravado por el hecho de que muchos autores superponen expresiones, confunden oraciones principales con subordinadas, alteran el orden lógico
gramatical en la estructura interna de la frase, y hacen, en suma, el mayor esfuerzo —conscientes o no— por enrevesar el sentido de la exposición. Existe una incuestionable reticencia —tanto entre los escritores de obra reconocida como entre los jóvenes aspirantes a historiadores— a considerar el estudio de la gramática como un instrumento imprescindible del trabajo cotidiano, al mismo nivel que la «técnica» del fichaje.8 Y así la escritura de la historia sigue presentando notables imprecisiones que limitan grandemente su alcance definitivo.

Sorprende el poco interés mostrado por los historiadores cubanos en analizar los marcos teórico-investigativos y los presupuestos —o supuestos— metodológicos de la disciplina. [...] Las investigaciones histórico-concretas predominan de manera abrumadora.

El valor del texto

El recorrido efectuado a través de algunas de las características que presenta la escritura de la historia en la actualidad nacional quedaría muy incompleto si no se hiciese hincapié, finalmente, en un hecho relevante dentro de las discusiones teóricas sobre la disciplina, desarrolladas en los últimos años: el texto en sí mismo. La importancia del tema nunca será suficientemente destacada; no hace falta ser un gran analista de la historia para entender la trascendencia de la exposición. Todo escritor histórico —si se respeta— ha experimentado el peso que sobre sí tiene el valor de la redacción, es decir, el acto de iniciar la comunicación de ideas a los otros, que incluso pueden, inicialmente, no compartirlas. El binomio redacción-texto en los avatares históricos, era ya conocido desde la Antigüedad, y está en la génesis misma de la rama del saber a la que se aplica el nombre de historia. Las enormes posibilidades del texto, sus funciones y connotaciones —léase, su carácter literario— amplifican o minimizan los resultados de la investigación histórica.

Personalmente, siempre he creído en el valor del texto. Obsérvese que aquí no se habla de su corrección gramatical, lo que ya ha sido analizado, sino de sus potencialidades intrínsecas como transmisor —¿el único, quizás?— del decursar pasado-presente. Una cosa es la discusión sobre si es preferible la exposición lineal de datos y hechos, por un lado, o la utilización de estos en aras de una constante interpretación histórica, por otro; y otra cosa bien distinta es que ambas opciones pueden aprovechar mucho mejor la forma expositiva. Los historiadores cubanos estamos muy lejos de comprender esta realidad, nada nueva, si bien hacía mucho tiempo que no emergía con suficiente intensidad en los trabajos teóricos.9 Los creadores literarios, por razones evidentes, siempre han estado muy al tanto de cuándo y cómo la escritura se les «escapa», tratando de convertirse en autónoma, y de imponerse y sojuzgar al autor. ¿Quién puede, definitivamente, negar los elementos y el poder literario de la historia? En gran medida, esta se expresa a través de un texto —de un artefacto, como algunos teóricos actuales prefieren llamarlo, sin que se desmienta así el carácter investigativo, «científico», de las conclusiones históricas alcanzadas.

Hay que aprender a explotar tales posibilidades. Hay que entender de una vez por todas que la emotividad, el ardor creativo, la utilización de símiles y metáforas, no están reñidos con la redacción histórica; antes bien, pueden constituirse en valiosos recursos comunicativos. Muy buenas investigaciones, correctamente redactadas, dejan la impresión en el lector de que su autor equivocó el tono narrativo. No se trata de organizar la exposición histórica como si se estuviese en presencia de una novela, un cuento, o un poema; pero no puede ignorarse que muchos escritos históricos ganarían en eficacia, elevarían su poder trasmisor, tendrían una mayor capacidad de convencimiento —no solo dentro del gremio, sino en el lector común—, de aprovechar adecuadamente los recursos propios de la literatura; entiéndase, no para hacer literatura, sino para hacer —escribir— mejor historia.

Podrá objetarse que el texto va surgiendo en la medida en que se redacta, lo que no es por completo desacertado. Pero piénsese también que el escritor histórico, en diferentes etapas de su trabajo, diseña la investigación, la lleva a vías de hecho, la discute con múltiples colegas —no en todos los casos, por supuesto—, organiza su redacción y, ya inmerso en esta, distribuye información-interpretación en capítulos, acápites, párrafos y oraciones. ¿Por qué entonces no dedicar el tiempo conveniente a la estructura literaria —quiero decir, a la escritura— que asumirá el resultado final? A poco que se piense, puede uno darse cuenta de que el paso señalado sería determinante. Cada acontecimiento o proceso histórico puede expresarse, narrarse, de varias maneras. No exige la misma escritura —para ejemplificar de manera sencilla— el análisis de la crisis de la plantación esclavista que la muerte de Carlos Manuel de Céspedes. El texto actúa como un elemento comunicador de tanta importancia como el contenido y el mensaje históricos. Los historiadores y los literatos del patio tenemos un texto paradigmático en la historia y la literatura nacionales: Nuestra América, de José Martí. ¿Puede alguien imaginar el contenido histórico concreto de este maravilloso ensayo en otro continente? ¿Surtiría el mismo efecto su lectura si el autor hubiese seleccionado como forma expositiva un texto que describiese linealmente las razones y argumentos que allí se leen? No, seguramente. En este caso la escritura histórica, el texto, multiplicó los efectos del mensaje, haciéndolo imperecedero.

No abogo porque la forma desplace al contenido en la escritura de la historia; argumento en favor de que ambos recuperen, como en tiempos no tan lejanos tuvieron, su complementariedad. No oponerlos, hacerlos fraternizar. Entender la autonomía del texto en ciertas circunstancias no significa someterse a él indiscriminadamente, sino aprovecharlo en función del mensaje histórico. En este, como en otros aspectos ya analizados, los historiadores cubanos no podemos seguir ignorando las discusiones y los aportes de los centros capitales de elaboración de la teoría histórica contemporánea. Saber qué se discute en torno a la especialidad propia es un requisito imprescindible para validar a un estudioso; conocer el debate sobre la existencia en sí, los métodos y técnicas, el objeto de trabajo, de la rama a que se dedica cada cual es determinante para los resultados que se obtengan. La disciplina historia —agobiada por el peso de los siglos, renegada por algunos, con ese fardo encima de sus cultores, halada por otras ramas que también estudian al Hombre—, lenta, inexorablemente, avanza, cambia sus métodos, se dinamiza, para esperar con nuevas energías el siglo XXI.10 La «forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas de su pasado», para llamarla de la manera poética en que Johann Huizinga lo hizo hace ya bastante tiempo, transforma su escritura. Desde Cuba, ayudémosla.

Profesión de fe al acabar

Lo haremos. Tengo absoluta confianza en que lo haremos. Con mayor o menor éxito, pero lo haremos. La escritura de la historia es nuestra. ¡Adelante, Herodotos!

Notas

1. Son ampliamente conocidas las confusiones terminológicas que el vocablo historia presenta. Lo utilizo no en su sentido de «hechos transcurridos en el pasado», sino en el de rama del saber que estudia tales hechos y los procesos concatenados por ellos o sus rupturas.

2. Los conceptos dato y hecho van a repetirse, mucho más de lo que yo quisiera, en este trabajo, prueba fehaciente del altísimo grado con que han marcado el quehacer del historiador.

3. Casi estoy convencido (aunque espante a mis colegas) de que terminaré mi vida profesional sin saber con certeza qué es un hecho histórico.

4. El desglose y la subdivisión de las llamadas ciencias sociales es, hoy en día, fascinante. De continuar, hará falta una rama especializada, de entre ellas, que se ocupe de seguirle los pasos a tal atomización.

5. Lo expuesto se refleja en el espacio, cada vez mayor, alcanzado por la discusión teórica en los congresos internacionales de historia, a juzgar por las diferentes memorias editadas.

6. La expresión de Ranke «wie is eigentlich gewesen», en tanto concepción sobre la historia, tenía plena validez ciento cincuenta años atrás; hoy es francamente inconcebible. Sin embargo, aunque lo nieguen, para no pocos autores mantiene plena vigencia.

7.No solo apenas se utilizan, sino que despierta suspicacias, por «falta de seriedad histórica», el trabajo donde aparezcan. Mientras más arcaico el vocabulario técnico, mejor, más «histórico». Tal parece ser la tónica imperante.

8. Es común hablar de dicha técnica; no creo haber conocido a dos historiadores que fichen igual, lo que me hace sustentar el criterio de que la técnica del fichaje consiste precisamente en la ausencia de técnica.

9. De Michel de Certeau a Hayden White, sin olvidar a Paul Veyne, el problema del texto como narración es bastante analizado por los especialistas contemporáneos; haciendo justicia, ya se había aproximado a él R.G. Collingwood. Y si se sigue retrocediendo, Jules Michelet lo conocía, aun cuando no considerase necesario —o no pudiese— planteárselo teóricamente. Y debieron trabajarlo muchísimo Homero, Herodoto y Tucídides, cuyos lectores —o sea, cuyo auditorio— conocían perfectamente bien el argumento histórico. El acercamiento a la historia se producía entonces a través de la literatura, del texto; no del contenido.


10. Por ahora, y para decepción de Francis Fukuyama, todos sabemos que la historia no termina.

© , 1996.


















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