"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

martes, 22 de agosto de 2017

Por qué Bannon tuvo que irse

Elizabeth Drew is a regular contributor to The New York Review of Books and the aut
hor, m
ost recently, of Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon's Downfall.

WASHINGTON, DC – En muchas (o casi todas) las presidencias de los Estados Unidos, aparece algún personaje que convence a la prensa de que sin él (todavía no hubo ninguna ella), el presidente no sabría qué hacer. La del auxiliar indispensable es una de las imágenes más trilladas de la presidencia moderna. Karl Rove fue “el cerebro de Bush”; Harry Hopkins, el aglutinante del prolífico equipo de Franklin Delano Roosevelt en la Casa Blanca; Bill Moyers salió en la tapa de una revista como “el ángel guardián de Johnson”. Sin ese personaje (prosigue inevitablemente la historia), el gobierno sería un lío, hasta un desastre.

Muchas veces, la imagen la inventa o la alienta el personaje indispensable del momento. Los periodistas suelen creerse el cuento (independientemente de cuán fundado esté), ya que lo aclara todo y les da tema para escribir. El auxiliar indispensable no se cansa de revelar la historia dramática de cuando fue el héroe del día, tuvo una idea particularmente ingeniosa o evitó que se cometiera un error terrible.

Pero muchas veces, el personaje que se dice crucial se pasa de la raya. El jefe de gabinete de la Casa Blanca en tiempos de Reagan, Don Regan (que sucedió a James Baker en el cargo), se imaginaba primer ministro: se agregó en fotos de Reagan con el líder soviético Mikhail Gorbachev; trataba groseramente a los seres inferiores (incluidos los periodistas); y cometió el error fatal de colgarle el teléfono a Nancy Reagan cierta vez que lo llamó preocupada por la salud de su esposo, recién operado de la próstata. Poco después, Regan tuvo que irse.

A los presidentes tampoco les gusta mucho leer que algún auxiliar brillante les saca las castañas del fuego. Todos los presidentes tienen una saludable dosis de ego: ¿si los otros son tan inteligentes, cómo es que no son el presidente? El presidente electo prudente sabe identificar a los gallitos y evitarlos desde el primer momento, o bajarles el copete. Incluso Barack Obama, que estaba muy seguro de sí mismo (y con razón), emanaba una dignidad tal que durante su presidencia no apareció ningún superauxiliar. A sus asesores ni se les ocurrió tratar de hacerle sombra.

Stephen Bannon como auxiliar de la Casa Blanca no fue particularmente prudente (no supo contener a su gallito interior) y el ego de Donald Trump es particularmente frágil. Los dos son, o eran, inadaptados a sus funciones. Como empresario, Trump se pasó la vida rodeado de familiares y lacayos, no de accionistas o vicepresidentes con ambiciones propias. Los dos estaban condenados a chocar desde el primer momento.

Como candidato, Trump siguió el instinto, y en la competencia presidencial de 2016 el instinto le dijo que los obreros fabriles y otros que temían por su futuro económico necesitaban chivos expiatorios, ya fueran inmigrantes mexicanos o banqueros multimillonarios; un muro (ilusorio o no) que los separara de la “mala gente” que México “nos envía”. Así las cosas, de todos los que rodeaban a Trump, el que más compartía estas ideas era Bannon. Y Bannon era justo el tipo de persona que uno querría tener cerca: alguien con aires de instruido que confirma lo brillante que es uno.

Trump es en esencia un pragmático a ultranza. Obtenida la elección, llenó su gabinete de multimillonarios, y tal parece que hasta ahora se las arregló para convencer a sus partidarios de que para gobernar el país se necesita gente muy rica.

Bannon, por otra parte, se presentaba con algo que podríamos denominar (abusando del término) una “filosofía”, consistente en una rabia nihilista contra cualquier clase de “establishment”. Pero el suyo era un populismo de mentira: aunque políticamente Bannon dijera defender a los obreros, vivía de los millones que obtuvo de un corto paso por Goldman Sachs y de una afortunada inversión en la serie Seinfeld.

También prosperó gracias al apoyo de la multimillonaria familia Mercer. Los Mercer, cuya fortuna salió del genio informático del patriarca Robert Mercer y de su fondo de cobertura, financian Breitbart News, un sitio web de extrema derecha, del que Bannon fue editor, y que promueve el ultranacionalismo y la supremacía blanca (con un tufillo de antisemitismo).

Bannon presentaba sus ideas manifiestamente radicales bajo el manto de un elaborado conjunto de principios salpicados de citas de pensadores extravagantes. Una filosofía adquirida que en temas de comercio e inmigración, por ejemplo, coincidía con el oportunismo político del nuevo Trump (el Trump de antes, más liberal y a menudo prodemócrata, es otra historia).

Fue un error ver en Bannon un Pigmalión para la Galatea de Trump; o, como hicieron algunos, el Rasputín de la Casa Blanca trumpista. Bannon reforzó la inclinación nacionalista que llevó a Trump a desoír a su hija Ivanka y a sus asesores económicos cuando se retiró del acuerdo climático de París. Y se inmiscuyó en política exterior, cuando logró que lo designaran por un tiempo en el Consejo de Seguridad Nacional, hasta que dos de los generales del gobierno de Trump (el asesor de seguridad nacional H. R. McMaster y John Kelly, actual jefe de gabinete) consiguieron su remoción. (Se cree que Bannon estuvo detrás de una reciente embestida contra McMaster, basada sobre todo en acusaciones de “antiisraelí”.)

Pero el papel de Bannon como genio sin cartera (que Trump le consintió, hasta que llegó Kelly y aclaró las cadenas de mando) fue su perdición. Sin responsabilidades definidas, se metió donde le parecía, y terminó con un montón de enemigos. No le faltó ocasión de librar batallas internas pasándole a la prensa historias sobre sus rivales en la Casa Blanca, aunque a veces cambiaba a alguno (por ejemplo, al ex jefe de gabinete, Reince Priebus) de rival a amigo, según le conviniera.

Bannon no sólo era un creador de políticas, sino también un creador de problemas; y las dos funciones no casan bien. Además, Trump empezó a ver en él una fuente de “filtraciones”. Y la Casa Blanca de Trump está llena de filtraciones: muchos que cumplen funciones allí cuentan a los periodistas que trabajar para Trump les despierta sentimientos, digamos, encontrados, pero que creen que la mejor prueba de valor es quedarse y proteger al país de su liderazgo.

La arrogancia de Bannon lo llevó incluso a confrontar a Trump en el terreno más peligroso: la obsesión del presidente con su victoria electoral. La ambigüedad que supone haber ganado en el Colegio Electoral (no por la mayor diferencia desde Reagan, como afirmó falsamente) pero perder por casi tres millones el voto popular persigue a Trump. Por eso inventó millones de votantes “ilegales”, y se hizo imprimir mapas con los estados en los que ganó pintados de rojo (cubriendo la mayor parte del territorio de Estados Unidos); hasta llegó a sugerirle al menos a un periodista que su periódico publicara el mapa en portada.

Que Bannon insinuara que la victoria de Trump había sido en buena medida logro suyo emponzoñó la relación entre ambos hombres. Y así fue como este inadaptado en la Casa Blanca al final tuvo que irse.

Pero ahora que no está, seguirá lanzando encíclicas desde su púlpito en Breitbart, al que regresó el mismo día en que anunció su partida. Y Trump seguirá siendo Trump.

Traducción: Esteban Flamini

Un pedazo de historia cubana


Chibás rodeado del Partido Ortodoxo detrás, en la foto, Fidel Castro

Recontar el pasado es la mejor enseñanza para comprender el presente y caminar más seguro hacia un futuro promisorio. Y cuando quien cuenta la historia es una persona de la calidad moral e intelectual de Graciella Pogolotti la verdad se hace más luminosa por mucho que otras manos oscurantistas hayan pretendido antes cerrar el paso a la verdadera historia. 

De Graciella Pogolotti, escritora cubana de la isla de reconocida valía intelectual vamos a reproducir un trabajo periodístico suyo, titulado “Eddy Chibás” de reciente publicación en Cuba en el que se va a las raíces de la rebeldía cubana de mediados del pasado siglo XX, una gesta heroica que cambió sin lugar a dudas el curso y el destino de la nación cubana. Dice así el artículo de la doctora Graciella Pogolitti haciendo memoria de sus vivencias: 

“Las gentes de mi barrio, el de San Juan de Dios, eran personas humildes que preservaban la noción de la decencia. Había carpinteros, dependientes de tiendas, maestras jubiladas y graduadas normalistas que nunca consiguieron plazas, abogados convertidos en distribuidores de prospectos de medicinas en las consultas privadas, empleados de oficinas. En el hogar de algunas de mis compañeras de juego se confiaba en que la elección de Grau San Martín a la presidencia de la República contribuiría a solucionar los males de la nación. La esperanza se fundaba en el recuerdo viviente del Gobierno de Grau-Guiteras que siguió al derrocamiento de la dictadura machadista y no pudo sobrevivir al golpe perpetrado por el embajador Caffery con el respaldo de Batista y Mendieta. 

Poco duró la euforia de las multitudes que rodearon el Palacio Presidencial el día de la toma de posesión de Ramón Grau San Martín. El célebre ciclón de 1944 trajo los primeros negocios turbios. Los escándalos se multiplicaron y los grupos armados ajustaban cuentas en las calles. Hubo personajes de siniestra catadura que alcanzaron la celebridad. Había llegado la hora del desencanto. Entonces, Chibás se desprendió del Partido Auténtico al que había pertenecido. Fundó su contraparte, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). 

En el barrio, cada domingo, a las ocho en punto de la noche, se escuchaban sus arengas. Para muchos desencantados de ayer, renació la esperanza. Elaborado con la colaboración de Leonardo Fernández Sánchez, antiguo colaborador de Julio Antonio Mella, el proyecto proponía independencia económica, libertad política y justicia social, aunque no se declaraba abiertamente antimperialista. Todo indicaba que habría de ganar las elecciones del 52, frustradas por el golpe de Fulgencio Batista, a pesar de que el dramático suicidio del fundador había quebrantado la capacidad de convocatoria, animada por la voz de Chibás. Todo apunta a que, de haber obtenido la victoria electoral, sus menguadas fuerzas no hubieran podido afrontar los males de la República, aquejada por una profunda crisis estructural de raíz económica. 

Por otra parte, el sistema electoral vigente se sostenía en una maquinaria política que para su funcionamiento necesitaba buen aceitado y adecuada alimentación, vale decir, componendas y concesiones, todo lo cual comprometía de antemano la futura ejecutoria gubernamental. Para organizarse a escala nacional, los ortodoxos tuvieron que abrir espacios a viejos políticos, verdaderos caciques en algunos territorios del país. El Partido Ortodoxo, con vistas a las batallas electorales, se había convertido en un conglomerado heterogéneo donde coexistían políticos hechos a las lides tradicionales, intelectuales de limpia trayectoria, poco duchos en los menesteres de una práctica concreta. Se había constituido, además, en imán para un sector juvenil radical, deseoso de impulsar las profundas transformaciones que la nación demandaba. 

La extrema fragilidad del Partido Ortodoxo se puso de manifiesto al producirse el golpe de Estado del 10 de marzo, protagonizado por Fulgencio Batista, casi en vísperas de las elecciones. Ante la ruptura del orden constitucional, se fragmentó en las múltiples tendencias que contenía en su seno. Con esas limitantes intrínsecas no fue posible diseñar una estrategia de resistencia que constituyera un factor de cohesión para la inconformidad popular. Se despilfarró de ese modo el capital político fundado en la continuidad de la esperanza renovada. 

Sin embargo, en la noche en que, con un disparo se suicida ante los micrófonos de la radio, Eduardo Chibás quiso dar su último aldabonazo; estaba rodeado en el estudio por un grupo de compañeros. Se encontraba entre ellos un joven abogado, que se iniciaba por aquel entonces en las lides de la política nacional. Era Fidel Castro, portador ya de una visión de futuro y artífice de una estrategia que habría de llevar al derrocamiento de la tiranía. En las bases juveniles del Partido Ortodoxo encontraría el fermento vivo de las esperanzas resguardadas. La agrupación política fundada por Chibás ofreció el ámbito que acogió a una generación deseosa de proseguir la lucha por edificar la patria soñada. De esa célula originaria surgieron los asaltantes al cuartel Moncada. De ese germen, nació el Movimiento 26 de Julio. 

Hijo de extranjeros, con formación cosmopolita y residente durante largo tiempo en otros países, mi padre se interrogaba acerca de las razones de su arraigo profundo y de su intenso amor por el sitio donde había nacido. Encontró respuestas en su vínculo con una historia y un pueblo, forjados en la lucha contra la adversidad, asidos siempre a la voluntad de construir una nación soberana. La prolongada guerra por la independencia había topado con la intervención norteamericana. Las fuerzas se reagrupaban y el enfrentamiento al machadato sobrepasaba, en su esencia más profunda, el derrocamiento de la dictadura. En la batalla habían caído líderes de excepcional mención. Llegaron nuevas desilusiones. Pero, en cada caso, se abrieron espacios políticos para refundar la cohesión y la esperanza. 

La historia es maestra de la vida, pero sus vertientes son tan ricas como la realidad en que se afinca. Por eso, su estudio adopta múltiples perspectivas: la política, la social, la económica, la cultural. A esta última corresponde catar lo escurridizo, aparentemente inapresable, la memoria de una subjetividad en la que anidan valores y reservas morales. Captar esas esencias constituye un factor decisivo en la práctica del arte de la política. La figura de Eduardo Chibás merece el análisis objetivo que corresponde a los historiadores. 

Yo no olvido su voz en mi barrio de San Juan de Dios, la vigilia popular junto a la clínica donde agonizaba y el entierro multitudinario que acompañó sus restos desde la Universidad hasta el cementerio de Colón. A la vera de su tumba se encontraron Abel y Fidel. Consciente de las limitaciones que condujeron a la disolución del Partido del Pueblo Cubano, Fidel encontró en sus bases el apoyo necesario para llevar adelante su estrategia de transformación revolucionaria”. 

Les habló para Réplica de Radio-Miami su director Max Lesnik 
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