"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

sábado, 2 de noviembre de 2019

Muñoz Marín y Cuba en tiempos de la vitrina

Por Manuel de J. González 

“¿Quién abrirá mis cajones?, ¿quién leerá mis canciones con morboso placer?” Así dice una canción de Joan Manuel Serrat (Si la muerte pisa mi huerto) y el verso que de ella trascribo viene al caso cuando se piensa en la labor de los historiadores. A ellos les toca abrir los “cajones” que guardan (u ocultan) eventos de otros tiempos y supongo, como dice el cantor catalán, que lo que en ellos encuentran a veces les provoca “morboso placer”. Porque a diferencia de las personas que escribieron o provocaron lo que está en los cajones, los historiadores tienen la enorme ventaja que les da el tiempo. ¿Acaso no nos causa un cierto placer morboso leer ahora –en tiempos de la Ley PROMESA, y de tantas cosas más– que, según Luis Muñoz Marín, la ruta de los cubanos que pelearon en Sierra Maestra y la suya, la que él buscó para Puerto Rico en 1952, conducían a una misma “libertad política”? 

Más placer causa conocer, gracias a libros como este, que cuando Muñoz se sintió obligado a excarcelar a Pedro Albizu Campos, le escribió a su amigo José Figueres para que fuera él quien le solicitara el indulto. Así podía decir que lo hacía porque un colega de la llamada “izquierda democrática” se lo había solicitado por razones humanitarias y no por los reclamos que recibía desde todo el mundo, sobre todo desde América Latina.

Los historiadores no hacen su trabajo buscando ese placer oculto de que hablaba Serrat, pero supongo que no está de más sentirlo cuando se hurga en el período de la historia puertorriqueña al que se refiere este libro y del que surgieron tantos mitos. En medio de esa mitología nació y creció la generación a la que pertenezco y las fantasías fueron tantas, y tan grandes, que, aún después de todo lo que ha ocurrido en las primeras dos décadas del nuevo siglo, todavía hay un sector grande del pueblo puertorriqueño que sigue inmerso en ellas, como si aún existiera la “vitrina” de la que tanto se habló.

Ahora ya se habla más de “vitrina rota” que de “vitrina de la democracia”, y se mira con cierta sorna a quienes insisten en seguir promoviendo aquella fantasía, pero en 1959 estaba tan enraizada y era tan creída por sus protagonistas que, según nos cuenta este libro, Muñoz Marín gestionó en múltiples ocasiones una reunión con Fidel Castro para explicarle al joven líder cubano las particularidades del “exitoso” modelo puertorriqueño. Mientras Muñoz recurría a distintos intermediarios para tratar de reunirse con Fidel, entre ellos el Presidente de la firma Bacardí, no sabía que el entonces vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon, se le había adelantado. Tan temprano como abril de 1959, apenas tres meses después de que el líder revolucionario entrara victorioso a La Habana, Nixon “trató de insinuarle” que enviara a Puerto Rico a alguno de “sus principales asesores económicos para que conversara con Muñoz Marín” sobre sus programas para atraer “capital privado”. Dice Nixon en la minuta que preparó sobre la reunión que tuvo con Fidel Castro: “Esta sugerencia no lo entusiasmó mucho y señaló que el pueblo cubano era ‘muy nacionalista’ y sospecharía de cualquier programa iniciado en un país considerado una ‘colonia’ de Estados Unidos.” Cuando Nixon le aclaró que Muñoz había sido uno de sus defensores mientras estaba en Sierra Maestra, reconoció que ese había sido el caso “pero dejó claro que no quería tener nada con él, al menos públicamente.”

Dentro de su insularismo y en medio de su todavía muy viva euforia “vitrinera”, Muñoz y su gobierno fueron incapaces de ver que para la mayoría de los latinoamericanos, aun tras las reformas de lo que llamaron “Estado Libre Asociado”, Puerto Rico seguía viéndose como la colonia que era. A quien visualizaban como verdadero representante de Puerto Rico era a Pedro Albizu Campos, de quien Muñoz en aquel momento era, precisamente, el carcelero.

En muchas páginas de este libro vemos cómo el fantasma de aquel encarcelado, junto con la realidad de la continuidad del coloniaje, aparecen todo el tiempo en el camino del grupo de dirigentes puertorriqueños que, con Muñoz a la cabeza, afanosamente buscaban darle legitimidad al ELA. Esa búsqueda de legitimidad se basó en el mercadeo de dos elementos que consideraban definitorios y hasta “pilares” del “nuevo” estatus, a saber, el “éxito” económico de Puerto Rico y la posibilidad de servir como intermediarios ante Estados Unidos.

Kennedy y Luis Muñoz Marín

El “éxito” económico podía efectivamente actuar como “vitrina” en los últimos años de la década del ’50 y del ’60, frente a una América Latina plagada de dictaduras retrógradas donde la omnipresente oligarquía impedía cualquier asomo de progreso, perpetuando la pobreza. En esos años, las medidas implantadas desde la administración de Rexford Tugwell, continuadas y ampliadas por Muñoz, (junto a la enorme ola migratoria de la posguerra que expulsó parte de la pobreza) habían logrado modernizar la economía puertorriqueña. Para Muñoz y su grupo la clave de aquel proceso fue la atracción de capital industrial estadounidense. Por otro lado, las reformas políticas implantadas entre 1948 y 1952, cuando Estados Unidos autorizó la elección del gobernador y la adopción de una constitución que rigiera sobre asuntos internos, le dieron al gobierno puertorriqueño un aire de país autónomo. Muñoz hizo todo lo posible por “estirar” al máximo ese aire tratando de proyectarse como un verdadero jefe de estado, un verdadero “colega” de sus amigos, el costarricense José Figueres y el venezolano Rómulo Betancourt.

Además, tanto frente a los dos mencionados como ante otros dirigentes latinoamericanos promotores del liberalismo democrático, el liderato puertorriqueño podía jugar entonces con cierta efectividad el papel de intermediario con Estados Unidos. Casi todos esos dirigentes se enfrentaban a dictaduras propias o vecinas que se mantenían gracias al apoyo constante que venía desde Washington. Puerto Rico y Muñoz podían considerarse útiles para tratar de influenciar a Estados Unidos a que cambiara el énfasis de su política de los dictadores a los nuevos líderes liberales.

Como se explica con mucho detalle en los últimos capítulos de este libro, esa posible labor intermediaria creció exponencialmente con la llegada de John F. Kennedy a la presidencia de Estados Unidos. Contrario a los Republicanos, que se decantaban por las dictaduras rancias y la promoción descarnada del capital invasor, Kennedy creyó que podía detener con mayor efectividad el comunismo haciendo un esfuerzo por reducir la pobreza (o, al menos, proyectando ese esfuerzo) y limitando el apoyo del Norte a las dictaduras oligárquicas que subsistían en la región. Esa estrategia de la nueva administración Demócrata contó con el liderato gubernamental puertorriqueño que más que aceptar colaborar, adoptó como propia la tarea y puso todo su entusiasmo en ella.

Para ganar una idea de hasta dónde llegó aquella estrategia, alimentada tanto por Muñoz como por Estados Unidos, comparemos por un momento la imagen que proyecta el Gobernador de Puerto Rico en estos momentos, en la segunda década del siglo XXI, con la que se quiso proyectar en los primeros dos años de la década de 1960. El de ahora no es visto más que como el simple administrador de un “territorio”, que sólo mira hacia el Norte, a donde acude en todo momento a buscar “ayudas” y “fondos”, o a implorar cambios en las leyes que nos aplican y sobre las que no tiene ningún control. En cambio, el gobernador del año ’59 o ’61 era parte de la “izquierda democrática” latinoamericana, que desde su país mandaba emisarios o delegados a los cónclaves que se celebraban en el continente, mientras simultáneamente trataba de influenciar la política estadounidense hacia la región. Sin duda, el liderato de Muñoz, comparado con el que ahora proyectan personas como Ricardo Rosselló y Alejandro García Padilla, hace una gran diferencia. Pero también lo hace la creencia muy enraizada que tenía aquel grupo del pasado de que en realidad era “autónomo” y que podían actuar como verdaderos jefes de estado. Ese elemento subjetivo, unido a la sensación de éxito que les permitía el crecimiento económico que entonces se experimentaba, hace una gran diferencia entre uno y otro gobierno.

Sin embargo, en el fondo de todo había una misma realidad objetiva que tarde o temprano terminaría cortando los aires de potencia regional, o de jefatura de estado, que quiso jugar el liderato puertorriqueño de aquellos años. Muñoz intentó cumplir la función de mediador o puente, tratando a la misma vez de mantener al gobierno de Puerto Rico como una entidad separada, que sólo servía de enlace entre los latinoamericanos y Estados Unidos, pero esa tarea no era posible, o no podía ser “sostenible” porque independientemente de lo que soñaba el liderato puertorriqueño de aquellos años, la realidad colonial no había cambiado. Por eso la pretendida función de ente autónomo desaparecería muy pronto, convirtiéndose el liderato puertorriqueño en un mero instrumento, bastante patético, de la política exterior de Estados Unidos.

Lo que sucedió con dos “hombres de Muñoz” de aquellos años –Arturo Morales Carrión y Teodoro Moscoso– dramatiza ese camino azaroso que los llevó de la pretendida mediación autónoma al burdo instrumento. Morales comenzó siendo enlace o delegado de su gobernador con otros “colegas” de la izquierda democrática y terminó siendo un oficial más del “State Department” donde llegó a ocupar el cargo de secretario adjunto para América Latina. El camino de Moscoso fue un poco más tortuoso y algo dramático porque un día, como embajador de Estados Unidos en Venezuela, cometió la torpeza de querer visitar la Universidad de Caracas donde estuvo a punto de ser linchado por estudiantes que denunciaban la reciente invasión militar a Cuba en Playa Girón. Mientras literalmente se refugiaba en la Facultad de Arquitectura, donde eventualmente fue rescatado por fuerzas policiales venezolanas, perdió importantes documentos que evidenciaban los planes de su gobierno (el de Estados Unidos) en América Latina que fueron a parar a manos de la verdadera izquierda venezolana. 

La escena de un Moscoso rescatado del cerco tendido por estudiantes venezolanos, quienes lo veían como un personero del imperialismo que combatían, dramatiza el fracaso de la labor de “intermediario” que pretendió jugar Muñoz Marín amparándose en el llamado Estado Libre Asociado. Jamás quiso ver que las reformas que logró obtener entre 1948 y 1952, obviamente positivas, nunca cambiaron la esencia del coloniaje. La oportunidad de elegir el gobernador con poderes recortados y la redacción de una Constitución, no terminaron con los “poderes plenarios” que el Congreso estadounidense siguió ejerciendo, como quedó demostrado cuando esa misma constitución, ya votada por los puertorriqueños, fue enmendada unilateralmente por dicho cuerpo. Esa realidad tarde o temprano terminó imponiéndose y por eso, en abril de 1959, cuando el nuevo gobierno cubano apenas empezaba, Fidel Castro le dijo con toda claridad a Nixon que su pueblo no aprobaría que él se reuniera en público con el portavoz de una colonia.

Por aquellos años era muy conocido en Cuba el poema Canción puertorriqueña de Nicolás Guillén, incluido en un libro publicado en 1958, que empieza así: 

“¿Cómo estás Puerto Rico,

tú de socio asociado en sociedad?” 

Y luego, teniendo presente aquel cuento de la “vitrina”, tan de boga entonces, dice el poema:

“Juran los que te matan

que eres feliz… ¿Será verdad?

….

de un empujón te hundieron en Corea,

sin que supieras por quién ibas a pelear,

si en yes,

si en sí, 

si en bien,

si en well, 

si en mal,

si en bad, si en very bad!”

Obviamente, el “socio asociado en sociedad” personificado en Luis Muñoz Marín no podía servir de interlocutor o intermediario entre Cuba, cuyo nuevo liderato trataba de reafirmar su independencia, y Estados Unidos el país que José Martí había descrito como el “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”.

Nota final

Este libro representa una buena aportación al conocimiento de un importante periodo de la historia puertorriqueña todavía poco explorado. Aquí el lector descubrirá muchas situaciones interesantes porque, al sacar a la luz del sol situaciones cuidadosamente ocultadas, los historiadores sirven como “delatores” y esa labor casi siempre ayuda a derrumbar mitos. Eso, de por sí, es una gran aportación. Además de esa labor de “delación”, la investigación histórica también nos da los instrumentos necesarios para ayudarnos a entender el presente que, en el caso de Puerto Rico, sigue siendo azaroso. Gracias al autor por invitarme a prologarlo.


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