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¿Qué podría estar haciendo Europa de otra manera? Desde el principio de la crisis, los escépticos como yo abogamos por una respuesta en tres partes. En primer lugar, la intervención del BCE para estabilizar los costes de endeudamiento. En segundo lugar, una expansión monetaria y fiscal agresiva en los países del núcleo para facilitar el proceso de ajuste interno. Y en tercer lugar, una suavización de las exigencias de austeridad a los países periféricos; no una austeridad cero, sino menos austeridad, para que así los costes humanos fuesen menores. Con el tiempo, vimos cumplida la primera parte, más o menos, pero nada de la segunda y la tercera.
Y los dirigentes europeos siguen negando rotundamente lo esencial de la situación. Siguen definiendo el problema como un problema de despilfarro fiscal, que es solo una parte de la historia incluso en el caso de Grecia, y que no es en absoluto el caso en otros lugares. Siguen declarando el éxito de la austeridad y de la devaluación interna, utilizando cualquier excusa que tengan a mano: un falso aumento de la productividad irlandesa registrada se convierte en la prueba de que la devaluación interna está funcionando; y la bajada de las primas de riesgo tras la intervención del BCE se proclama como una reivindicación de la austeridad.
De modo que es aquí donde nos encontramos. Y es difícil imaginarse un final feliz.
Por: Paul Krugman Premio Nobel de Economia
El economista Tim Duy preguntaba recientemente en su blog: ¿cuándo podemos admitir todos que el euro es un fracaso?
La respuesta, por supuesto, es que nunca. En la moneda única se han invertido demasiada historia, demasiadas declaraciones y demasiado ego como para que los interesados reconozcan jamás que quizás hayan cometido un error. Incluso si el proyecto acaba en un desastre total, insistirán en el que el euro no le falló a Europa, sino que Europa le falló al euro.
Pero se me ocurre que podría ser buena idea que recapitulara mi opinión sobre lo que realmente está causando daño a Europa y lo que se podría hacer todavía.
Por tanto, empecemos por Europa tal como estaba a finales de la década de 1990. Era un continente con muchos problemas, pero nada parecido a una crisis, y no había muchas señales de que estuviera siguiendo un camino insostenible. Luego llegó el euro.
El primer efecto del euro fue un estallido de euforia: de repente, los inversores creyeron que toda la deuda europea era igual de segura. Los tipos de interés bajaron en toda la periferia europea, lo que hizo que España, Grecia y otras economías similares recibiesen enormes flujos de capital.
Estos flujos de capital propiciaron unas burbujas inmobiliarias enormes en muchos lugares, y, en general, crearon booms en los países que recibían los flujos.
La respuesta, por supuesto, es que nunca. En la moneda única se han invertido demasiada historia, demasiadas declaraciones y demasiado ego como para que los interesados reconozcan jamás que quizás hayan cometido un error. Incluso si el proyecto acaba en un desastre total, insistirán en el que el euro no le falló a Europa, sino que Europa le falló al euro.
Pero se me ocurre que podría ser buena idea que recapitulara mi opinión sobre lo que realmente está causando daño a Europa y lo que se podría hacer todavía.
Por tanto, empecemos por Europa tal como estaba a finales de la década de 1990. Era un continente con muchos problemas, pero nada parecido a una crisis, y no había muchas señales de que estuviera siguiendo un camino insostenible. Luego llegó el euro.
El primer efecto del euro fue un estallido de euforia: de repente, los inversores creyeron que toda la deuda europea era igual de segura. Los tipos de interés bajaron en toda la periferia europea, lo que hizo que España, Grecia y otras economías similares recibiesen enormes flujos de capital.
Estos flujos de capital propiciaron unas burbujas inmobiliarias enormes en muchos lugares, y, en general, crearon booms en los países que recibían los flujos.
Estos booms, a su vez, provocaron una inflación diferencial: los costes y los precios aumentaron mucho más en la periferia que en los países del núcleo, como Alemania y Francia. Las economías periféricas se volvieron cada vez menos competitivas, lo cual no era un problema mientras durasen las burbujas propiciadas por la afluencia de capital, pero que sí lo sería cuando los flujos de capital dejasen de entrar.
Y dejaron de entrar. La consecuencia de ello fue una grave depresión en las economías periféricas, que perdieron mucha demanda interna pero siguieron siendo débiles en cuanto a demanda externa a causa de la falta de competitividad.
Esto puso de manifiesto el grave problema de la moneda única: no hay una forma fácil de que un país miembro realice ajustes cuando sus costes se pasan de la raya. En el mejor de los casos, las economías periféricas se enfrentaron a un periodo prolongado de desempleo elevado mientras llevaban a cabo una lenta y trabajosa “devaluación interna”.
Sin embargo, el problema se agravó enormemente cuando la disminución de los ingresos sumada a la perspectiva de una debilidad económica prolongada provocó grandes déficits presupuestarios e inquietud respecto a la solvencia, incluso en países que iniciaron la crisis con superávits presupuestarios y una deuda baja, como España. Se desató el pánico en el mercado de los bonos, y los países del núcleo europeo exigieron duros programas de austeridad como requisito para recibir ayuda.
La austeridad, a su vez, llevó a unas recesiones mucho más profundas en la periferia, y como la austeridad en la periferia no se contrarrestó con una expansión en los países del núcleo, el resultado fue una recesión para el conjunto de la economía europea. Una de las consecuencias ha sido que la austeridad está fracasando incluso en sus propios términos: algunos indicadores clave como la relación deuda/PIB han empeorado en vez de mejorar.
Un par de veces, este inquietante escenario amenazó con provocar una catástrofe europea inmediata, en la que el malestar político provocó una pérdida de confianza en los mercados financieros, que a su vez provocó un pánico relacionado con la deuda soberana, que a su vez provocó un pánico bancario, y así sucesivamente en un círculo vicioso. Hasta el momento, sin embargo, el Banco Central Europeo (BCE) ha logrado contener la amenaza de catástrofe interviniendo, directa o indirectamente, para apoyar la deuda soberana. Pero aunque se ha contenido el pánico financiero, la macroeconomía subyacente no deja de empeorar.
Y dejaron de entrar. La consecuencia de ello fue una grave depresión en las economías periféricas, que perdieron mucha demanda interna pero siguieron siendo débiles en cuanto a demanda externa a causa de la falta de competitividad.
Esto puso de manifiesto el grave problema de la moneda única: no hay una forma fácil de que un país miembro realice ajustes cuando sus costes se pasan de la raya. En el mejor de los casos, las economías periféricas se enfrentaron a un periodo prolongado de desempleo elevado mientras llevaban a cabo una lenta y trabajosa “devaluación interna”.
Sin embargo, el problema se agravó enormemente cuando la disminución de los ingresos sumada a la perspectiva de una debilidad económica prolongada provocó grandes déficits presupuestarios e inquietud respecto a la solvencia, incluso en países que iniciaron la crisis con superávits presupuestarios y una deuda baja, como España. Se desató el pánico en el mercado de los bonos, y los países del núcleo europeo exigieron duros programas de austeridad como requisito para recibir ayuda.
La austeridad, a su vez, llevó a unas recesiones mucho más profundas en la periferia, y como la austeridad en la periferia no se contrarrestó con una expansión en los países del núcleo, el resultado fue una recesión para el conjunto de la economía europea. Una de las consecuencias ha sido que la austeridad está fracasando incluso en sus propios términos: algunos indicadores clave como la relación deuda/PIB han empeorado en vez de mejorar.
Un par de veces, este inquietante escenario amenazó con provocar una catástrofe europea inmediata, en la que el malestar político provocó una pérdida de confianza en los mercados financieros, que a su vez provocó un pánico relacionado con la deuda soberana, que a su vez provocó un pánico bancario, y así sucesivamente en un círculo vicioso. Hasta el momento, sin embargo, el Banco Central Europeo (BCE) ha logrado contener la amenaza de catástrofe interviniendo, directa o indirectamente, para apoyar la deuda soberana. Pero aunque se ha contenido el pánico financiero, la macroeconomía subyacente no deja de empeorar.
¿Qué podría estar haciendo Europa de otra manera? Desde el principio de la crisis, los escépticos como yo abogamos por una respuesta en tres partes. En primer lugar, la intervención del BCE para estabilizar los costes de endeudamiento. En segundo lugar, una expansión monetaria y fiscal agresiva en los países del núcleo para facilitar el proceso de ajuste interno. Y en tercer lugar, una suavización de las exigencias de austeridad a los países periféricos; no una austeridad cero, sino menos austeridad, para que así los costes humanos fuesen menores. Con el tiempo, vimos cumplida la primera parte, más o menos, pero nada de la segunda y la tercera.
Y los dirigentes europeos siguen negando rotundamente lo esencial de la situación. Siguen definiendo el problema como un problema de despilfarro fiscal, que es solo una parte de la historia incluso en el caso de Grecia, y que no es en absoluto el caso en otros lugares. Siguen declarando el éxito de la austeridad y de la devaluación interna, utilizando cualquier excusa que tengan a mano: un falso aumento de la productividad irlandesa registrada se convierte en la prueba de que la devaluación interna está funcionando; y la bajada de las primas de riesgo tras la intervención del BCE se proclama como una reivindicación de la austeridad.
De modo que es aquí donde nos encontramos. Y es difícil imaginarse un final feliz.
© 2013 News York Times.
Traducción de News Clips.
Traducción de News Clips.
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