"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

miércoles, 18 de junio de 2014

La necesidad de abrir caminos

Dúplica a Haroldo Dilla

Por Julio César Guanche

Obelisco, municipio de Marianao. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES – Haroldo Dilla me ha hecho el honor de replicar, en “Los íconos difusos”, un artículo en el que cuestiono algunos de sus comentarios.

No me he referido a los miedos que despierte ser acusado de “difuso”, ni a cuál sería la respuesta heroica ante ello. Sostener una posición política democrática debe ser un derecho ante el cual la heroicidad sea superflua y el miedo inconcebible —como defiendo, ya que estamos, abolir todas las fuerzas antidisturbios y liberar a todos los presos por razones políticas de este mundo—. Pero sigo pensando que su posición regatea la legitimidad de posturas políticas diferentes.

Nunca he aceptado desacreditar una postura intelectual por las descalificaciones que se dirijan a la persona de su proponente. Dilla hizo esto en su primer texto, cuando aseguró que todas las opciones de Alfredo Guevara se orientaban a su “uso y beneficio” como “mandarín y gay oficial”, “suerte de florero”. Ahora dice que soy yo el que lleva a ese punto la discusión. Pero lo dejaré de lado, pues dice cosas de mayor importancia que mis reales o supuestos yerros polémicos.

Las biografías son algo más importante que los intercambios de “chismes” privados. Ya que Dilla entra en detalles biográficos, lo haré para explicarme.

Para entender la vida política de Mañach, por ejemplo, es necesario ser preciso en su biografía. Es oportuno saber que prologó la primera edición en forma de libro (1954) de La historia me absolverá. Es importante conocer que Mañach, “no se fue” de Cuba, sino que, según él mismo, no le dejaban alternativa, cuando lo retiraron del claustro universitario, y le privaron de sus fuentes de empleo en los medios de prensa.

También es necesario notar que se opuso a la dictadura de Batista, y que, por sus convicciones, liberal republicanas, no podía compartir el curso comunista, que según entendía, tomaba el curso revolucionario desde fecha temprana. Es bueno saber que llegó muy enfermo a Puerto Rico, que esto ha habilitado reinterpretar el “apoyo explícito” que, se ha dicho, prestó a la invasión de Girón (1961), o conocer que no autorizó en vida la publicación de Teoría de la frontera, que eran notas de curso sobre un tema que nunca antes había trabajado.

Tampoco es redundante la interpretación de sus inserciones políticas. Es necesaria la interpretación del ABC, entendida tradicionalmente como “facistoide”, cuando fue el primer movimiento moderno de una derecha de masas en Cuba. Es una simpleza calificarlo de “fascista”, como si todas las derechas lo fuesen sin más.

Es importante comprender el contexto de enunciación de las ideas: no es lo mismo defender la democracia bajo un sistema liberal oligárquico que defenderla bajo un formato liberal social, que con sufragio universal o sin él. Habrá quien piense que la democracia es “una sola” —como dicen los estalinistas que “hay un solo marxismo”—, pero es un error, que Dilla no comete, aunque no considera sus diversas implicaciones.

La biografía, la interpretación de las opciones políticas y de los contextos de enunciación de las ideas son aspectos cruciales para comprender una tradición y sus “recuperaciones” posibles. Es lo que he intentado hacer con Roa, y he visto utilidad en hacerlo para el presente, como es útil para la interpretación del pasado, hecho que también es relevante. Desde ahí busco interpretar los legados de intelectuales políticos, como Mañach o Alfredo Guevara, aspirando a hacer algo más que asignar calificaciones de quién es más importante, o más intelectual que el otro. Dilla, aunque en su segundo texto es mucho más analítico que en su primer alegato, simplifica este tema.

Dilla establece que los problemas que yo señalo como propios de la relación entre el socialismo y la democracia, son más bien atinentes a la relación liberalismo-democracia: “los problemas de la libertad del individuo ante el estado/comunidad”.

Desde el punto de vista teórico, esa idea retrocede décadas para afirmar algo semejante. Pretende que aún es válida la distinción entre democracia “formal”, la liberal-capitalista, y “democracia sustantiva o real”, la socialista. Ese fue el marco en que el “marxismo” estalinista se hundió desde su origen. Fue, asimismo, una victoria del tipo de liberalismo que ganó en la Guerra Fría y que, con el tiempo, estructuró una definición mínima de la democracia, que goza de gran predicamento, centrada más en la ingeniería de la democracia (reglas, procedimientos), que en su contextura material y cultural (que alude a problemas de distribución, reconocimiento y representación).


El Puente Almendares. Foto: Juan Suárez

La cuestión es mucho más complicada, pues no se refiere solo a quién o cómo se ejerce el poder del estado, sino a cómo se elaboran los consensos democráticos y se desarrollan ciudadanías más integrales.

Esto atañe a los déficits del socialismo y a los de la democracia liberal. Alude a la división entre representación y distribución, que es un rasgo característico de las democracias de formato más típicamente liberal. Esto es, su tendencia a reconocer como polo más poderoso el aparato representativo de gobierno, la ejecutoria real de los grandes poderes políticos-económicos, la primacía decidida del interés empresarial; mientras asiste al debilitamiento, por el otro polo, de la justicia, la capacidad de la sociedad civil para impugnar decisiones político-económicas, la redistribución de poder político, la defensa del bien común y de la ética de la ciudadanía.

Lo que Dilla sitúa como problemas del socialismo y la democracia deberían ser, a su modo respectivo, también los de un liberalismo que aspire a comprender la democracia como algo más que un mecanismo de selección de élites.

Entre tales problemas a afrontar por el liberalismo se encontrarían: a) la conexión entre libertad, igualdad y justicia, tan conflictiva para la economía neoclásica, que separa política y economía; concepción que inunda de serios problemas a la propia libertad cuando recrea mercancías “ficticias”, que antes no han sido “producidas”, como el patrimonio natural, la mano de obra o el dinero, y cuyo monopolio hace que los parlamentos y los gobiernos elegidos por sufragio popular sean sometidos por el sufragio invisible de los capitales, como decía Keynes, no Marx, b) la impugnación del mercado como lugar central de asignación y de recursos sociales, por ser productor constante de asimetrías y desigualdades, y c) el cuestionamiento a la prioridad otorgada a la concepción excluyente de la propiedad privada a favor de un marco regulatorio democrático para la misma, como hacía el artículo 27 de la Constitución mexicana de 1917, modelo mundial de una concepción democrática sobre la propiedad—, que fue reformado para blindar el despliegue del gran capital neoliberal, entre otras cuestiones, supuestamente “económicas”, relativas a la democracia.

Del mismo modo, es imprescindible subrayar los problemas políticos de la relación entre el socialismo y la democracia. Para que el primero pueda resultar un orden reglado a favor de la libertad, tiene como obligación afrontar la cuestión procedimental de la legitimidad. De las dinámicas del régimen de la propiedad y de la organización de la producción no se “desprenden”, por sí solas, las cuestiones relativas a cómo garantizar la participación de la ciudadanía en la definición colectiva del orden. La igualdad es requisito necesario, pero no suficiente para la democracia.

Este problema involucra la calidad de las instancias representativas estatales, como el parlamento, y de las organizaciones de representación plural de la ciudadanía, como los partidos y los movimientos. El poder estatal no es una “emanación del pueblo”, que por ello pueda sobreponer los derechos del poder ante los derechos de los ciudadanos. Por ello, es imprescindible habilitar instituciones que armen una entera gama de controles desde lo social frente a la actuación estatal, pues esto pone en juego la defensa de la soberanía popular, una “clave” del desarrollo de la pluralidad y la diversidad, y del recorte de la desigualdad asociada a la injusticia.

Dilla puede creer que mi argumento es un enfoque “normativo”, limitado al “deber ser”. No tienen nada de “malo” los enfoques normativos. Rawls, como sabe Dilla, es un filósofo normativo donde los hay, y es una de las figuras más destacadas del siglo XX. Sin embargo, mi enfoque también es histórico. El compromiso del socialismo con la democracia —que un comentarista que celebra a Dilla dice alegremente que “no ha existido nunca”— está en la base de desarrollos democráticos muy concretos.

Esto, si se quiere ir más allá de la idea guerrerrafría que cree que “el socialismo” es sinónimo solo de “comunismo” y no un grupo de tradiciones que incluyen opciones anarquistas, anarcosindicalistas, socialdemócratas, comunistas y socialistas marxistas o no marxistas, laboristas, populistas, republicanas sociales, etc. Que los cubanos tengamos frente a nosotros un tipo de socialismo, con el cual tengamos que relacionarnos desde un amplio registro de posicionamientos, y que contemos con muy desiguales posibilidades para modificarlo (cuando este afirma por igual que nadie “sabe lo que es el socialismo” como que aquí “no habrá reforma política” porque esto “es” el socialismo), no lo hace el único posible y menos él único deseable.


La llegada del verano. Foto: Juan Suárez

Tal grupo de tradiciones informó a los actores que más lucharon por alcanzar avances democráticos inequívocos del siglo XX: los grandes partidos de masas; las grandes organizaciones sindicales de defensa de los salarios, de las condiciones del trabajo y de los derechos de los trabajadores; el constitucionalismo social; el régimen efectivamente parlamentario (haciendo al gobierno responsable ante el parlamento), el sufragio universal; la visión interdependiente de los derechos políticos y sociales; la descolonización y el derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Como se notará, he evitado entrar en una polémica irresoluble sobre cuestiones que Dilla defiende con gran energía. Por ejemplo, si Alfredo Guevara fue un intelectual o un funcionario letrado. Sobre todo si, para más, Dilla ha dicho que puede dictaminar tal cuestión sin estudiar la obra de Guevara. Esa es su opción.

Hay algo más importante en este punto. Los cubanos hemos ganado demasiadas guerras. No estaría mal perder algunas. Por ejemplo, perder la guerra de los insultos, los epítetos, la desconfianza, la simpleza analítica y la asignación de la ética aceptable solo a quien grite un viva o un abajo. Es necesario gritar cuando el grito es la única opción contra el silencio forzoso o contra la situación que no se resiste más. Por lo mismo, otros gritan para defender lo que no pueden perder. Creo que no va a ninguna parte asignar mayor legitimidad a quien grite más su verdad. Creo también que los cubanos necesitamos escuchar, y hacerlo en cualquier caso, si se quiere de veras ver al otro como algo más que un tiro al blanco sobre el cual eternizar las injurias. Además, es necesario recordarlo: hay quien no acepta gritar lo que otros quieren que grite, o que no les gusta gritar. Menciono esto no tanto por Dilla como por el tipo de escenarios que se revela, por ejemplo, en los comentarios que se hacen a intercambios como el nuestro.

Es importante, entonces, interrogarnos con cuáles metodologías los cubanos afrontaremos los encuentros y los desencuentros que seguiremos teniendo en nuestro futuro. Me parece que este es un tema central, y también invito a participar de ello a Dilla, como parte de ese debate que sugiere.

A propósito de tales metodologías, creo que Dilla la anticipa cuando declara afecto hacia mi persona en su respuesta. Yo hago lo mismo, y le sumo el respeto.

Desde ese respeto, me parece un “resbalón” serio —no mencionaré otros—, calificar de “cheerladies” a personas que comparten algunos de mis criterios. El sociólogo no encuentra nada mejor para la invectiva que calificarlos de porristas —no me voy a detener aquí en la lamentable asociación que establece, implícitamente, entre las mujeres y la aceptación que él supone acrítica—, y de “figuras patéticas” que “animan”. Dilla contribuye a la impresión de que se juegan aquí bandos definidos, mientras reparte a granel adjetivos descalificadores, cuando se trata de posturas políticas diversas que no deberían ser reconducidas a los que están a favor o en contra de mi o de él. Por si fuera poco, lo hace cuando cuestiona el elitismo intelectual.

Una última cuestión. Elegguá, el príncipe de las encrucijadas, el rey de las contradicciones, el que abre y cierra los caminos, parece en la analogía de Dilla un dueño “monopolizador” de estos últimos. He aprendido de los creyentes de la regla de Osha-Ifá algo más complejo: Elegguá es el dueño de los caminos, los destinos, y por ello vive en la frontera entre el bien y el mal, y tiende sus trampas para enseñar el camino del bien. Siendo un guerrero, su sabiduría y su compasión, en búsqueda de equilibrio, me parece imprescindible. Esto no tiene nada que ver con mortales que se hacen, o se quieran hacer, dueños terrenales de los caminos. Es sobre ese fundamento que quiero ver sostenido el futuro de Cuba.

Hasta aquí mis respuestas a Dilla en este intercambio en concreto, ha sido una experiencia de la que he aprendido, y que he querido reciprocarle con afecto y respeto.- See more at: http://www.havanatimes.org/sp/?p=96677#sthash.rbHYiirN.dpuf

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