Por Paul Krugman
La pasada semana, Bill Gross, conocido como el rey de los bonos, dejó abruptamente Pimco, la compañía de inversión que dirigía desde hacía décadas. Quienes siguen el sector financiero se sobresaltaron, aunque sin sorprenderse demasiado; todos los periódicos habían publicado noticias sobre los problemas internos de Pimco. ¿Pero por qué íbamos a preocuparnos?
La respuesta es que la caída de Gross es un síntoma de una enfermedad que sigue afligiendo a los principales encargados de tomar decisiones, públicos y privados. Llamémoslo síndrome de negación de la depresión: la negativa a reconocer que en una economía persistentemente deprimida las normas cambian.
Se mire como se mire, Gross es un hombre con un ego gigantesco y con el que resulta muy difícil trabajar. Esa descripción, sin embargo, encaja con muchísimos actores financieros, y ni siquiera los conflictos de personalidad más horribles habrían importado si Pimco hubiera seguido obteniendo buenos resultados. Pero no ha sido así, en gran medida gracias a una decisión espectacularmente mala tomada por Gross en 2011, y de la que la compañía no se ha recuperado. Y he aquí el problema: otras muchas personas influyentes tomaron la misma mala decisión, y siguen haciéndolo, una y otra vez.
La historia comienza en realidad años antes, cuando estalló una inmensa burbuja inmobiliaria. El gasto en casas nuevas se hundió, y los gastos de consumo en general también menguaron, porque las familias que se habían endeudado fuertemente para comprar casas veían cómo su valor se desplomaba. También las empresas recortaron gastos. ¿Por qué aumentar la capacidad vista la débil demanda de los consumidores?
El resultado fue una economía en la que todo el mundo quería ahorrar más e invertir menos. Dado que no todo el mundo puede hacer eso al mismo tiempo, algo más tenía que ceder, y de hecho cedieron dos cosas. En primer lugar, la economía entró en una recesión de la que aún no se ha recuperado por completo. En segundo lugar, el Estado entró en déficit, porque la contracción económica provocó una fuerte caída de ingresos y el aumento de algunos tipos de gastos, como los vales de alimentos y las prestaciones por desempleo.
Ahora bien, normalmente pensamos que los déficits son malos: la deuda pública compite con la privada, lo cual hace que suban los tipos de interés, perjudica a la inversión y posiblemente sienta las bases para un aumento de la inflación. Pero desde 2008 nos hemos estancado, por usar la jerga económica, en una trampa de liquidez, que es básicamente una situación en la que la economía está inundada de ahorro deseado que no tiene adónde ir. En esta situación, la deuda pública no compite con la demanda privada, porque el sector privado no quiere gastar. Y como no están compitiendo con el sector privado, los déficits no tienen por qué hacer que suban los tipos de interés.
Todo esto puede parecer extraño e ilógico, pero es lo que el análisis macroeconómico nos dice. Y no es que después de la batalla todos seamos generales. En 2008-2009, varios economistas —sí, yo incluido— intentamos explicar las circunstancias especiales de una economía deprimida, en la que los déficits no causarían un aumento de los tipos y la política de la Reserva Federal de “acuñar dinero” (no era realmente lo que estaba haciendo, pero no importa) no provocaría inflación. Tampoco era una simple teoría; teníamos la experiencia de la década de 1930 en Estados Unidos y la de 1990 en Japón. Pero mucha gente influyente, quizá la mayoría, del supuesto mundo real se negó a creernos.
Entonces algo cambió. McCulley salió de Pimco a finales de 2010 (recientemente ha vuelto para ocupar el cargo de economista jefe) y Gross se unió a la histeria por el déficit, declarando que los bajos tipos de interés estaban “robando” inversores y vendiendo toda su cartera de deuda pública estadounidense. En particular, predijo un repunte de los tipos de interés cuando la Reserva Federal abandonase el programa de compras de deuda, en junio de 2011. Se equivocó por completo y ni él ni Pimco se han recuperado de eso.
¿Es esta, por tanto, una historia edificante en la que la experiencia acaba por demostrar que las malas ideas eran un desatino, la gente abre los ojos y la verdad se impone? Lo siento, pero no. De hecho, es muy difícil encontrar ejemplos de gente que haya cambiado de idea. Quienes predecían hace cinco años un aumento de la inflación y de los tipos de interés siguen prediciendo hoy un aumento de la inflación y de los tipos de interés, y rechazando de plano cualquier sugerencia de que deberían reconsiderar su punto de vista a la luz de la experiencia.
Y eso es lo que hace interesante la historia de Bill Gross. Es prácticamente el único gran histérico del déficit que paga el precio de equivocarse (aunque siga siendo, claro está, inmensamente rico). Pimco ha salido mal parada, pero en otras partes el reino del error sigue tranquilo.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
2014 New York Times Service.
La respuesta es que la caída de Gross es un síntoma de una enfermedad que sigue afligiendo a los principales encargados de tomar decisiones, públicos y privados. Llamémoslo síndrome de negación de la depresión: la negativa a reconocer que en una economía persistentemente deprimida las normas cambian.
Se mire como se mire, Gross es un hombre con un ego gigantesco y con el que resulta muy difícil trabajar. Esa descripción, sin embargo, encaja con muchísimos actores financieros, y ni siquiera los conflictos de personalidad más horribles habrían importado si Pimco hubiera seguido obteniendo buenos resultados. Pero no ha sido así, en gran medida gracias a una decisión espectacularmente mala tomada por Gross en 2011, y de la que la compañía no se ha recuperado. Y he aquí el problema: otras muchas personas influyentes tomaron la misma mala decisión, y siguen haciéndolo, una y otra vez.
La historia comienza en realidad años antes, cuando estalló una inmensa burbuja inmobiliaria. El gasto en casas nuevas se hundió, y los gastos de consumo en general también menguaron, porque las familias que se habían endeudado fuertemente para comprar casas veían cómo su valor se desplomaba. También las empresas recortaron gastos. ¿Por qué aumentar la capacidad vista la débil demanda de los consumidores?
El resultado fue una economía en la que todo el mundo quería ahorrar más e invertir menos. Dado que no todo el mundo puede hacer eso al mismo tiempo, algo más tenía que ceder, y de hecho cedieron dos cosas. En primer lugar, la economía entró en una recesión de la que aún no se ha recuperado por completo. En segundo lugar, el Estado entró en déficit, porque la contracción económica provocó una fuerte caída de ingresos y el aumento de algunos tipos de gastos, como los vales de alimentos y las prestaciones por desempleo.
Ahora bien, normalmente pensamos que los déficits son malos: la deuda pública compite con la privada, lo cual hace que suban los tipos de interés, perjudica a la inversión y posiblemente sienta las bases para un aumento de la inflación. Pero desde 2008 nos hemos estancado, por usar la jerga económica, en una trampa de liquidez, que es básicamente una situación en la que la economía está inundada de ahorro deseado que no tiene adónde ir. En esta situación, la deuda pública no compite con la demanda privada, porque el sector privado no quiere gastar. Y como no están compitiendo con el sector privado, los déficits no tienen por qué hacer que suban los tipos de interés.
Todo esto puede parecer extraño e ilógico, pero es lo que el análisis macroeconómico nos dice. Y no es que después de la batalla todos seamos generales. En 2008-2009, varios economistas —sí, yo incluido— intentamos explicar las circunstancias especiales de una economía deprimida, en la que los déficits no causarían un aumento de los tipos y la política de la Reserva Federal de “acuñar dinero” (no era realmente lo que estaba haciendo, pero no importa) no provocaría inflación. Tampoco era una simple teoría; teníamos la experiencia de la década de 1930 en Estados Unidos y la de 1990 en Japón. Pero mucha gente influyente, quizá la mayoría, del supuesto mundo real se negó a creernos.
Entonces algo cambió. McCulley salió de Pimco a finales de 2010 (recientemente ha vuelto para ocupar el cargo de economista jefe) y Gross se unió a la histeria por el déficit, declarando que los bajos tipos de interés estaban “robando” inversores y vendiendo toda su cartera de deuda pública estadounidense. En particular, predijo un repunte de los tipos de interés cuando la Reserva Federal abandonase el programa de compras de deuda, en junio de 2011. Se equivocó por completo y ni él ni Pimco se han recuperado de eso.
¿Es esta, por tanto, una historia edificante en la que la experiencia acaba por demostrar que las malas ideas eran un desatino, la gente abre los ojos y la verdad se impone? Lo siento, pero no. De hecho, es muy difícil encontrar ejemplos de gente que haya cambiado de idea. Quienes predecían hace cinco años un aumento de la inflación y de los tipos de interés siguen prediciendo hoy un aumento de la inflación y de los tipos de interés, y rechazando de plano cualquier sugerencia de que deberían reconsiderar su punto de vista a la luz de la experiencia.
Y eso es lo que hace interesante la historia de Bill Gross. Es prácticamente el único gran histérico del déficit que paga el precio de equivocarse (aunque siga siendo, claro está, inmensamente rico). Pimco ha salido mal parada, pero en otras partes el reino del error sigue tranquilo.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
2014 New York Times Service.
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