Los seres humanos siempre han vivido en grupos, y la vida del individuo ha dependido, invariablemente, de decisiones grupales. Pero estas plantean serios desafíos, habida cuenta de que los intereses y las inquietudes de los miembros del grupo son dispares. ¿Cómo deberían tomarse las decisiones colectivas? Un dictador podría tratar de controlar cada aspecto de las vidas de la gente, ignorando las preferencias de todos excepto él mismo. Pero lograr semejante poder no es fácil. Y sobre todo, cualquier forma de dictadura se revela enseguida como un modo terrible de gobernar una sociedad.
Así que por razones tanto éticas como prácticas, las ciencias sociales llevan mucho tiempo investigando la forma en que las decisiones colectivas pueden reflejar los intereses de los miembros de una sociedad, incluso en aquellas que no son totalmente democráticas. Por ejemplo, en el siglo IV A.C., Aristóteles en Grecia y Kautilia en la India exploraron diversas posibilidades de la elección social, en sendos clásicos, la Política y la Economía (el título en sánscrito de la obra de Kautilia, Arthashastra, significa literalmente “la ciencia del bienestar material”).
El estudio de la elección social adquirió estatus de disciplina formal a fines del siglo XVIII, con los primeros trabajos de matemáticos franceses, en particular J. C. Borda y el Marqués de Condorcet. El clima intelectual de la época tenía una fuerte influencia de la Ilustración Europea, con su interés en la construcción razonada de un orden social y su compromiso con la creación de una sociedad atenta a las preferencias de la gente.
Pero muchas veces, las investigaciones teóricas de Borda, Condorcet y otros autores dieron resultados bastante pesimistas. Por ejemplo, Condorcet planteó la denominada “paradoja de la votación”, que muestra que hay situaciones donde la regla de la mayoría no sirve, porque cada una de las alternativas pierde en una votación frente a otra, de modo que ninguna vence a todas las demás.
La teoría de la elección social, en su forma sistemática moderna, debe sus rigurosos fundamentos al trabajo de Kenneth J. Arrow, expuesto en la disertación doctoral que dio en 1950 en la Universidad de Columbia. La tesis de Arrow contenía el famoso “teorema de imposibilidad”, un resultado analítico que asombra por su elegancia y alcance.
El teorema de Arrow demuestra que si se aplican ciertos criterios de razonabilidad mínimos al problema de derivar una elección social a partir de ordenamientos sencillos de las preferencias de los individuos, no habrá ningún procedimiento capaz de satisfacerlos a todos. En 1951 Arrow publicó un libro basado en su tesis, Elección social y valores individuales, que se convirtió de inmediato en un clásico.
Economistas, politólogos, filósofos de la ética y la política, sociólogos e incluso el público general advirtieron enseguida lo que parecía (y de hecho era) un resultado devastador. De pronto, el proyecto de racionalidad social concebido dos siglos antes por el pensamiento iluminista pareció condenado sin remedio, al menos a primera vista.
Es importante comprender por qué y cómo se llega al resultado de imposibilidad de Arrow. El análisis del razonamiento formal del teorema señala que cuando solo se tienen en cuenta los ordenamientos de preferencias de los individuos, problemas de elección social muy distintos pueden ser muy difíciles de diferenciar. Para colmo, una combinación de efectos de principios aparentemente inocuos, que en el discurso informal son habituales, reduce todavía más la utilidad de la información disponible.
De modo que resulta esencial, sobre todo para formular juicios sobre el bienestar social, comparar las ganancias y pérdidas de diferentes individuos y tomar nota de la riqueza relativa de cada uno, que no es inmediatamente deducible de sus preferencias respecto de las alternativas sociales. También es importante examinar qué tipos de conglomerados de preferencias plantearán problemas según el procedimiento de votación aplicado.
Sin embargo, el teorema de imposibilidad de Arrow terminó siendo un aporte muy valioso a la investigación de las condiciones que definen la democracia, que no se agotan en el mero recuento de votos (por más que es importante). Enriquecer la base informativa de la democracia y ampliar el uso del debate público racional puede contribuir significativamente a una democracia más viable, además de permitir una evaluación razonada del bienestar social.
La teoría de la elección social es hoy una disciplina muy amplia que abarca una variedad de cuestiones diferentes. ¿En qué circunstancias la regla de la mayoría producirá decisiones inequívocas y coherentes? ¿Cuán satisfactorios serán los resultados de distintos procedimientos de votación? ¿Cómo juzgar el bienestar general de una sociedad a partir de la diversidad de intereses de sus miembros?
Además, ¿cómo compatibilizar los derechos y las libertades de los individuos con el reconocimiento de sus preferencias generales? ¿Cómo medir la pobreza agregada de una sociedad a partir de la variedad de problemáticas y penurias de las personas que la forman? ¿Cómo obtener una valoración social de bienes públicos como el medio ambiente?
Más allá de estas preguntas, las intuiciones y los resultados analíticos que surgen de la teoría de la elección social pueden ser muy útiles para una teoría de la justicia (como expuse en mi libro de 2009 La idea de la justicia). Además, los hallazgos de la teoría de la elección social han servido en otras áreas no directamente relacionadas con ella, por ejemplo, el estudio de las formas y consecuencias de la desigualdad de género, o las causas y la prevención de las hambrunas.
La teoría de la elección social es amplia en alcance y relevancia. Más que desalentar la búsqueda de una racionalidad social, los profundos desafíos del teorema de imposibilidad de Arrow y las investigaciones que suscitó fortalecieron en gran medida nuestra capacidad de pensar racionalmente la toma de decisiones colectivas de la que dependen nuestra supervivencia y nuestra felicidad.
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Tomado de Project Syndicate
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