Fernando Ravsberg, diciembre 11, 2014
Algunos de mis amigos se burlan porque La Habana fue elegida una de las 7 ciudades maravilla. Escriben sobre montañas de basura en las calles, la estática milagrosa de los edificios en ruinas, las cataratas de salideros de agua y los baches-trincheras en las calles.
Lo que dicen es cierto, es la pura verdad y a pesar de todo sigo creyendo que La Habana es una ciudad mágica. Luce el encanto de una bella mujer madura, a la que las arrugas y sus redondeces no le restan ni un ápice de sensualidad y atractivo.
Tiene una loca arquitectura que ha soportado el tiempo, los ciclones y las ampliaciones clandestinas. Medio siglo sin mantenimiento inmobiliario ni nuevas construcciones provocó cientos de derrumbes pero también preservó lo que se mantuvo en pie.
En La Habana nadie derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran originalmente. La ciudad muestra una variedad de épocas y estilos que a veces conviven en una misma cuadra sin que a nadie le sorprenda ese mosaico.
Semejante paisaje se ve condimentado por automóviles que marcan la historia cubana del siglo XX. Miles de carros estadounidenses de los años 40 y 50 circulan por las calles haciéndonos pensar que los mecánicos han descubierto la fuente de la eterna juventud.
En La Habana nadie derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran originalmente.
Los Ladas, Moscovich y “Polaquitos” nos recuerdan que hubo una era en la que La Habana se nutrió de “la ayuda desinteresada de la Unión Soviética” con duras máquinas, capaces de sobrevivir por décadas, hasta que los rusos decidieron regresar.
Hoy se suman vehículos alemanes, franceses, españoles, japoneses y coreanos pero a pesar de esta mezcolanza aún se puede circular por la capital sin atascos. Y todo indica que esto no cambiará, en Cuba un automóvil cuesta 10 veces más que en Europa.
Pero lo más importante de una ciudad no es la arquitectura ni el tráfico sino su gente y ahí sí que La Habana le saca ventaja a muchas otras ciudades del mundo. El habanero y la habanera son pícaros, apasionados, pacíficos, bromistas, simpáticos y de fácil trato.
Los piropos de los hombres no tienen la carga de grosería de otros lares y para entender las señales de las mujeres no hace falta ser muy perspicaz. La gente en esta ciudad es transparente aunque les guste repetir que “los habaneros se le escaparon al diablo”.
En La Habana se puede percibir la pobreza pero no se ve la miseria de otras capitales del mundo, no hay niños de la calle ni desnutridos. Cuando llegas a una casa siempre te brindarán café y mucha conversación porque los habaneros nunca se quedan callados.
Hay que andar con cuidado cuando se les pregunta por una dirección, la frase “yo no sé” desapareció de su vocabulario. Nunca vacilan, siempre dan alguna coordenada aunque no tengan la menor idea de donde está la calle que buscas y se quedan satisfechos de haberte ayudado.
Medio siglo sin mantenimiento inmobiliario ni nuevas construcciones provocó cientos de derrumbes.
La Habana es una ciudad donde todos andan revueltos. Ricos, pobres y clase media comparten barrios, parques y escuelas. Uno de mis hijos fue al mismo preuniversitario que el primogénito del vicepresidente de la República y se sentaba junto a la hija de un albañil.
Los niveles de violencia son ínfimos, se vive sin miedo, con la puerta de la casa abierta. Los niños juegan solos en los parques, puedes subirte a un taxi sin temor a que te secuestren y duermes tranquilo cuando tu hijo o hija adolecente sale por la noche.
La Habana se mueve sin prisa, se camina despacio, como si nadie tuviera apuro en llegar. El calor tropical, las largas colas que han tenido que hacer durante años y los enredados trámites de la burocracia quizás contribuyen a que la vida transcurra “al suave”.
Es una cadencia que extraño cuando paso fuera algún tiempo. Al regreso siento que llegué a casa e inmediatamente salgo a caminarla, para comprobar que todo está en su lugar y que la ciudad sigue teniendo la misma magia de siempre.
Vivo saltando charcos, esquivando baches, conteniendo la respiración al pasar por los desbordados tanques de basura, evito los edificios apuntalados, sufro la música de mis vecinos y padezco la tortuga de internet pero aun así la sigo amando.
Uno no puede elegir donde nace pero a veces puede decidir dónde vive y yo elegí. Hace 25 años detuve aquí mi vida nómada, construí una familia, vi crecer a mis hijos, encontré buenos amigos y hoy sigo pensando que no me equivoqué.
Algunos de mis amigos se burlan porque La Habana fue elegida una de las 7 ciudades maravilla. Escriben sobre montañas de basura en las calles, la estática milagrosa de los edificios en ruinas, las cataratas de salideros de agua y los baches-trincheras en las calles.
Lo que dicen es cierto, es la pura verdad y a pesar de todo sigo creyendo que La Habana es una ciudad mágica. Luce el encanto de una bella mujer madura, a la que las arrugas y sus redondeces no le restan ni un ápice de sensualidad y atractivo.
Tiene una loca arquitectura que ha soportado el tiempo, los ciclones y las ampliaciones clandestinas. Medio siglo sin mantenimiento inmobiliario ni nuevas construcciones provocó cientos de derrumbes pero también preservó lo que se mantuvo en pie.
En La Habana nadie derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran originalmente. La ciudad muestra una variedad de épocas y estilos que a veces conviven en una misma cuadra sin que a nadie le sorprenda ese mosaico.
Semejante paisaje se ve condimentado por automóviles que marcan la historia cubana del siglo XX. Miles de carros estadounidenses de los años 40 y 50 circulan por las calles haciéndonos pensar que los mecánicos han descubierto la fuente de la eterna juventud.
En La Habana nadie derrumba edificios, se caen solos o se restauran tal y como eran originalmente.
Los Ladas, Moscovich y “Polaquitos” nos recuerdan que hubo una era en la que La Habana se nutrió de “la ayuda desinteresada de la Unión Soviética” con duras máquinas, capaces de sobrevivir por décadas, hasta que los rusos decidieron regresar.
Hoy se suman vehículos alemanes, franceses, españoles, japoneses y coreanos pero a pesar de esta mezcolanza aún se puede circular por la capital sin atascos. Y todo indica que esto no cambiará, en Cuba un automóvil cuesta 10 veces más que en Europa.
Pero lo más importante de una ciudad no es la arquitectura ni el tráfico sino su gente y ahí sí que La Habana le saca ventaja a muchas otras ciudades del mundo. El habanero y la habanera son pícaros, apasionados, pacíficos, bromistas, simpáticos y de fácil trato.
Los piropos de los hombres no tienen la carga de grosería de otros lares y para entender las señales de las mujeres no hace falta ser muy perspicaz. La gente en esta ciudad es transparente aunque les guste repetir que “los habaneros se le escaparon al diablo”.
En La Habana se puede percibir la pobreza pero no se ve la miseria de otras capitales del mundo, no hay niños de la calle ni desnutridos. Cuando llegas a una casa siempre te brindarán café y mucha conversación porque los habaneros nunca se quedan callados.
Hay que andar con cuidado cuando se les pregunta por una dirección, la frase “yo no sé” desapareció de su vocabulario. Nunca vacilan, siempre dan alguna coordenada aunque no tengan la menor idea de donde está la calle que buscas y se quedan satisfechos de haberte ayudado.
Medio siglo sin mantenimiento inmobiliario ni nuevas construcciones provocó cientos de derrumbes.
La Habana es una ciudad donde todos andan revueltos. Ricos, pobres y clase media comparten barrios, parques y escuelas. Uno de mis hijos fue al mismo preuniversitario que el primogénito del vicepresidente de la República y se sentaba junto a la hija de un albañil.
Los niveles de violencia son ínfimos, se vive sin miedo, con la puerta de la casa abierta. Los niños juegan solos en los parques, puedes subirte a un taxi sin temor a que te secuestren y duermes tranquilo cuando tu hijo o hija adolecente sale por la noche.
La Habana se mueve sin prisa, se camina despacio, como si nadie tuviera apuro en llegar. El calor tropical, las largas colas que han tenido que hacer durante años y los enredados trámites de la burocracia quizás contribuyen a que la vida transcurra “al suave”.
Es una cadencia que extraño cuando paso fuera algún tiempo. Al regreso siento que llegué a casa e inmediatamente salgo a caminarla, para comprobar que todo está en su lugar y que la ciudad sigue teniendo la misma magia de siempre.
Vivo saltando charcos, esquivando baches, conteniendo la respiración al pasar por los desbordados tanques de basura, evito los edificios apuntalados, sufro la música de mis vecinos y padezco la tortuga de internet pero aun así la sigo amando.
Uno no puede elegir donde nace pero a veces puede decidir dónde vive y yo elegí. Hace 25 años detuve aquí mi vida nómada, construí una familia, vi crecer a mis hijos, encontré buenos amigos y hoy sigo pensando que no me equivoqué.
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