By Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University
MILÁN – Desde la crisis financiera global de 2008, se repite un fenómeno notable: gobiernos, bancos centrales e instituciones financieras internacionales han debido recortar una y otra vez sus pronósticos de crecimiento. Con muy pocas excepciones, ocurrió tanto con las proyecciones mundiales como con las nacionales.
Este fenómeno ha causado daños reales, porque las previsiones excesivamente optimistas demoran las medidas necesarias para impulsar el crecimiento y, de tal modo, impiden la plena recuperación económica. Es necesario que los pronosticadores comprendan cuál fue el error. Por suerte, al prolongarse la experiencia post-crisis algunas de las piezas faltantes del rompecabezas se han vuelto más visibles. Yo he identificado cinco.
La primera: no se utilizó a pleno la capacidad de intervención fiscal (al menos, en las economías desarrolladas). Como señala el ex subsecretario del Tesoro de los Estados Unidos, Frank Newman, en un libro reciente titulado Freedom from National Debt [Liberarse de la deuda nacional], para determinar la capacidad de intervención fiscal de un país es mejor examinar su estado de balance general que usar el método tradicional de comparar su deuda (un pasivo) con su PIB (un flujo).
Basarse en el método tradicional llevó al desaprovechamiento de oportunidades, habida cuenta de que la inversión productiva del sector público es más que redituable. Invertir en infraestructura, educación y tecnología ayuda a impulsar el crecimiento a largo plazo, aumenta la competitividad, facilita la innovación y mejora la rentabilidad del sector privado, de modo que genera crecimiento y empleo. No hace falta mucho crecimiento para compensar incluso inversiones sustanciales (sobre todo en vista del bajo costo de financiación actual).
Una investigación del Fondo Monetario Internacional indica que estos multiplicadores fiscales (el segundo factor desatendido por los pronosticadores) varían según las condiciones económicas subyacentes. En economías con exceso de capacidad (de capital humano incluido) y alto grado de flexibilidad estructural, los multiplicadores son mayores de lo que se pensaba.
Por ejemplo, en Estados Unidos, la flexibilidad estructural contribuyó a la recuperación económica y ayudó al país a adaptarse a cambios tecnológicos duraderos y a las fuerzas de mercado globales. En Europa, por el contrario, hay resistencia al cambio estructural. Aunque los programas de estímulo fiscal europeos todavía se justifiquen, la rigidez estructural reducirá su impacto en el crecimiento a largo plazo. Las intervenciones fiscales en Europa serían más fáciles de justificar si se las complementara con reformas microeconómicas para aumentar la flexibilidad.
La tercera pieza del rompecabezas predictivo es la divergencia de comportamiento entre los mercados financieros y la economía real. A juzgar por los precios de los activos, habría que concluir que estamos ante un boom de crecimiento, pero obviamente, no es así.
Un importante factor que explica esta divergencia es la exagerada laxitud de la política monetaria, que al inundar con liquidez los mercados financieros, supuestamente debía impulsar el crecimiento. Pero todavía no está claro si los altos precios de los activos están sosteniendo la demanda agregada o, más que nada, modificando la distribución de la riqueza. Tampoco está claro lo que sucederá con esos precios cuando se retire la asistencia monetaria.
Un cuarto factor es la calidad de gobierno. No faltaron estos últimos años ejemplos de gobiernos que abusaran de sus poderes para favorecer a las élites gobernantes, a sus partidarios y a una variedad de grupos de intereses, con efectos perjudiciales sobre el entorno normativo, la inversión pública, la provisión de servicios y el crecimiento. La gestión adecuada de los servicios, inversiones y políticas del sector público es fundamental. Los países que atraen y motivan administradores hábiles de la cosa pública obtienen mejores resultados.
El último (y más importante) de los factores es que la magnitud y la duración de la caída de la demanda agregada superaron lo previsto, en parte porque el empleo y los ingresos medios vienen a la zaga del crecimiento. Este fenómeno data de antes de la crisis, y después de ella, los altos niveles de endeudamiento familiar agravaron su impacto. El estancamiento de los ingresos en el 75% inferior de la distribución es un problema muy importante, porque deprime el consumo, daña la cohesión social (y con ella, la estabilidad y eficacia política) y disminuye la movilidad intergeneracional, especialmente donde la educación pública es deficiente.
Hay momentos en que el ritmo al que se producen los cambios supera la capacidad de respuesta de personas y sistemas, y este parece ser uno de ellos. El impacto de las nuevas tecnologías y de las transformaciones en las cadenas de suministro internacionales desequilibró los mercados de mano de obra, al producir cambios en la demanda más veloces que la capacidad de adaptación de la oferta.
Esto no durará para siempre, pero la transición será larga y compleja. Las mismas fuerzas que están aumentando enormemente el potencial productivo de la economía mundial son, en gran medida, responsables de las tendencias negativas en la distribución de ingresos. La digitalización de la tecnología y el capital eliminó empleos del nivel de ingresos medios o provocó su traslado a otros países, con lo que se generó un exceso de oferta de mano de obra que contribuyó al estancamiento de los ingresos, precisamente en dicho nivel.
Una respuesta más decidida demandará comprender la naturaleza del problema y estar dispuestos a hacerle frente con una fuerte inversión en áreas clave, especialmente educación, salud e infraestructura. Hay que entender que es un momento difícil, y los países deben movilizar sus recursos para ayudar a su gente a hacer la transición.
Esto implica redistribuir ingresos y garantizar el acceso a servicios básicos esenciales. Aunque para contrarrestar la desigualdad y promover la movilidad intergeneracional se introduzcan algunas ineficiencias marginales y se les reste poder a algunos incentivos, es un precio que bien vale la pena pagar. La provisión pública de servicios básicos fundamentales, como la educación o la salud, no será tan eficiente como las alternativas privadas, pero no está mal cuando la eficiencia implica exclusión y desigualdad de oportunidades.
Esperemos que una creciente comprensión de la importancia de estos y otros factores influya positivamente en las agendas políticas del año entrante.
Traducción: Esteban Flamini
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