Hacía muchos años que no veía a mi amiga Tania y cuando me la encontré hace unos días en plena calle, tratamos de ponernos al día en apenas unos minutos. Entre otras cosa le pregunté si seguía trabajando en el mismo lugar, pero tardó un poco en contestarme y negó en voz baja. Me di cuenta de que algo no andaba bien, así que no insistí y cambié el tema de conversación. Casi al despedirnos me confesó que le había dado vergüenza hablarme de su actual ocupación: ahora hacía la limpieza en una casa de Nuevo Vedado, cuyos dueños rentaban a turistas. Luego de la sorpresa inicial, le dije que no tenía nada de qué avergonzarse, que este trabajo no sólo era tan digno como cualquier otro, sino que incluso era bastante codiciado porque se pagaba mejor que muchos. Tania me miró con cierta amargura y me contestó algo que me dejó sin palabras: ¿y tú crees que yo estudié para estar limpiando pisos?
La meta más ambiciosa de Tania en su juventud había sido estudiar ingeniería, pero no “alcanzó” esa carrera cuando estudiaba en el preuniversitario. Se consiguió un curso básico sobre cualquier cosa y una vez incorporada a la vida laboral, se inscribió en el Curso Para Trabajadores. Como era bastante frecuente en la década de 1980, Tania fue la primera persona de su familia que hizo estudios superiores y logró graduarse en la Universidad. Para sus padres fue todo un acontecimiento y ella misma se sentía orgullosa de lo que había conseguido, pues incluso pudo acceder a una plaza que, aunque no contaba con las condiciones laborales idóneas, le permitió hacer valer su título universitario. Luego llegó la crisis económica en los años 90, sus padres, ya jubilados, dependían de ella cada vez más…
“No fue fácil para mi tomar la decisión, pero no me arrepiento. Después del divorcio fue la única manera que encontré de ganar dinero suficiente para mantener a mi hija y ayudar a mi familia. Todos los días, cuando me levantaba, me decía que aquello era temporal, que cuando se arreglaran las cosas yo iba a recuperar mi puesto de trabajo, a retomar mi carrera…, y ya me ves…”
En esos años Tania incluso se acercó a la religión cristiana que –asegura-, la ayudó a encontrar la fuerza que necesitaba para afrontar su nueva vida. Después de siete años haciendo ese trabajo, se siente mucho más conforme y ahora lo que más le duele es que su hija se niega a estudiar una carrera, como fue su sueño alguna vez. “Estudiar para qué -le dice su hija-, ¿para terminar como tú?…”. “Y lo peor es que tal vez tiene razón”, reconoce Tania.
Claudia tiene 26 años, un niño pequeño y parece feliz con su trabajo. La conocí un día que entré a tomar un café en un pequeño negocio privado en La Habana Vieja. Allí sirve las mesas en el segundo turno, al tiempo que estudia leyes por el curso dirigido. Sin embargo dice que si logra terminar sus estudios no aspira a ejercer su carrera. Ha descubierto que le gusta lo que hace, que conoce gente y siempre aprende algo nuevo, aun cuando termina todas las noches con los pies inflamados y muerta de cansancio.
“Es que ya muchos jóvenes piensan diferente. Antes se suponía que todo el mundo debía estudiar en la Universidad, pero ahora, aunque estudies, ya sabes que no necesariamente vas a trabajar en algo relacionado con tu carrera”. ¿Para qué estudias entonces? –pregunté intentando comprender la lógica de su punto de vista. “En realidad no sé muy bien”, me confesó Claudia. “Supongo que no quiero defraudar totalmente a mis padres, o porque es más bonito decir que soy abogada, aunque trabaje de camarera. Aunque en la vida real, a nadie le importa lo que estudiaste, sino lo que ganas. Mis compañeros de trabajo son todos graduados universitarios y yo me miro todos los días en ese espejo”.
Después de tan instructivas lecciones de vida, supe que este mes iba a escribir sobre un tema que no sólo pone en evidencia lógicas diferencias generacionales y expectativas diversas entre los jóvenes de hoy con respecto a la generación de sus padres, sino que ayuda a revelar algunos de los cambios cada vez más profundos –y no siempre positivos-, que está experimentando nuestra sociedad.
Para la generación de mi amiga Tania, que es también la mía, el tránsito hacia estudios superiores era casi natural y una gran mayoría aspiraba a graduarse en la universidad. Era lo que se esperaba de nosotros. Hoy esa percepción parece haber cambiado bastante, quizá porque -como ya me aclaró Claudia-, ahora también se piensa en el futuro en términos mucho más prácticos. En lo particular no tengo nada en contra de esos criterios, especialmente cuando a partir de la crisis de los 90 se hizo evidente la gran brecha que existe entre los sueños y la realidad pura y dura.
A riesgo de parecer anclada en el pasado, no puedo dejar de recordar cómo en aquellos duros años, posiblemente teníamos la mayor cantidad de ingenieros agrónomos por habitantes en América Latina, pero hacíamos malabares para sentarnos todos los días en nuestras mesas, debido a la escasez de alimentos producidos en nuestro país. De hecho tengo dos amigos graduados de esta especialidad que utilizaron sus conocimientos para montar un negocio de jardinería que todavía sostienen con notable éxito.
Lo cierto es que el éxodo de profesionales hacia trabajos para los que se encuentran sobre calificados pero son más rentables económicamente es uno de los signos de estos tiempos difíciles. Entre los puestos más codiciados se encuentran los relacionados con el turismo, las firmas mixtas y extranjeras, y más recientemente los negocios por cuenta propia. Por eso no resulta extraño encontrar como chofer de taxi a un antiguo graduado en cualquiera de las especialidades del Pedagógico Superior, o a una economista que intenta probar suerte como peluquera.
A ello habría que sumar la cifra desconocida e incalculada de los que decidieron emigrar en busca de mejoras económicas. Conozco físicos y matemáticos que tuvieron la suerte de acceder a un puesto en universidades latinoamericanas, y otros menos afortunados que de arquitectos en Cuba pasaron a pintar casas en Madrid, mientras algún que otro filólogo trabaja de cajero en un supermercado de Miami. Se trata de un problema que no es posible ignorar por más tiempo, aunque la solución no pasa –al parecer ya lo hemos comprendido-, por negarles a unos y a otros la posibilidad de buscar por su propia cuenta y riesgo una alternativa de vida mejor, o por establecer ciertas reglas que impidan su desarrollo personal y el derecho a decidir su futuro.
Se trata más bien de ir a las raíces y de reconocer las razones por las cuales tantas personas han abandonado (y seguirán haciéndolo), sus carreras profesionales, ya sea dentro de Cuba o porque han emigrado del país. Por contradictorio que parezca, tenemos aún la admirable y necesaria capacidad de formar profesionales de alto nivel, pero algo hacemos mal que somos incapaces de conservarlos y de aprovechar sus potencialidades, lo que permitiría rentabilizar los recursos invertidos en su preparación. Ya hemos perdido ya demasiado talento y perderemos mucho más si no se logra invertir esa ecuación, si no se encuentra una variante en la que Tania pueda recuperar su antiguo trabajo, sabiendo que su salario le va a permitir vivir dignamente, al tiempo que su hija la reconozca como un posible modelo a seguir. O que incluso los que decidieron emigrar, se sientan tentados de volver a su país y recuperar sus antiguas plazas de profesores, de médicos o de ingenieros.
¿De qué nos vale, en fin, dedicar recursos y esfuerzos en la formación de cientos de miles de profesionales en diferentes carreras y especialidades técnicas, si apenas terminados sus estudios o ya con años de experiencia a cuestas, muchos de ellos se ven ante la necesidad de colgar sus títulos y agenciarse un trabajo que, aún sin estar relacionado con su carrera, sí les garantice el sustento y colme sus necesidades? (2015).
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