Por Juan Nicolás Padrón Stalin
Con la declaración de independencia de Estados Unidos el 4 de julio de 1776, y la adopción de su constitución el 17 de septiembre de 1787, se dieron a conocer, por primera vez en la historia, documentos que renunciaban a las bases del sistema feudal de servidumbre y a una corona, en un territorio que no era metrópoli, sino colonia en América; se estructuraba un Estado independiente con el ensayo en la práctica de una república que se regía por el pensamiento empírico y liberal, especialmente el del filósofo inglés John Locke, y por el derecho a la libre determinación de los pueblos al amparo de la ley natural de Dios. Thomas Jefferson, Benjamín Franklin y John Adams, estrenados como políticos, redactaron la declaración de independencia de las trece colonias inglesas que proclamó: “En el nombre y con el poder pleno del buen pueblo de estas colonias damos a conocer solemnemente y declaramos que estas colonias unidas son y por derecho han de ser Estados libres e independientes; que están exentas de todo deber de súbditos para con la Corona británica y que queda completamente rota toda conexión política entre ellas y el Estado de la Gran Bretaña, y que, como Estados libres e independientes, poseen pleno poder para hacer la guerra, concertar la paz, anudar relaciones comerciales y todos los demás actos y cosas que los Estados independientes pueden hacer por derecho. Y para robustecimiento de esta declaración, confiados a la protección de la Providencia divina, empeñamos unos a otros nuestra vida, nuestra fortuna y nuestro sagrado honor”. Quiero llamar la atención que, además de empeñar vida y honor, se enfatizaba en el compromiso de “nuestra fortuna”.
Beria
En la Constitución se enunció un congreso legislativo con dos cámaras, la de Representantes y el Senado; el poder ejecutivo con un presidente elegido por una legislatura ―todavía no existían los partidos políticos― y el poder judicial con facultades todavía sin precisar. Era evidente el influjo del pensador francés Montesquieu, quien mediante este sistema de tres poderes intentaba prevenir la tiranía; el congreso federal, con dos cámaras, podía vetar leyes estatales, porque una de las grandes preocupaciones de los “padres fundadores” fue también evitar la anarquía y el fraccionamiento de la unidad nacional. El 25 de septiembre en 1789 se propuso la Carta de Derechos, con doce enmiendas, y fue proclamada el 15 de diciembre de 1791, con diez: la primera enmienda anunciada garantizaba la libertad de culto religioso, de expresión y de reunión; la segunda, el derecho a poseer armas; la tercera, la necesidad de alojar soldados en casas privadas en tiempos de paz; la cuarta, la interdicción de registros e incautaciones para buscar personas o bienes solo con una orden judicial; la quinta, el debido proceso de autoincriminación; la sexta, los derechos del acusado; la séptima, el derecho de los civiles a un juicio con jurado; la octava, la regulación de fianzas y multas excesivas, castigos crueles e inusuales; la novena, sobre los derechos no numerados de las personas; y la décima, poderes reservados para el Estado o para el pueblo ―la única dirigida a la colectividad o a sus representantes. De las doce las enmiendas iniciales propuestas, una se mantiene sin ratificar: la designación de congresistas; la otra, se convirtió en la vigésimo séptima enmienda aprobada ―la última―, que prohíbe aumentar o disminuir el salario de los miembros del Congreso antes de que se realice una elección de Representantes; esta Enmienda, propuesta desde 1789, fue ratificada en 1992, por lo que su aprobación se demoró más de 200 años. Problemático ha sido el salario de los legisladores…
Las demás Enmiendas aprobadas hasta la vigésimo séptima, siguen en línea general una estrecha relación circunstancial con la historia de Estados Unidos, con temas como la inmunidad ante demandas judiciales extranjeras, la revisión del proceso de elecciones presidenciales y senatoriales, sufragio y sufragio femenino ― los padres fundadores siempre tuvieron mucho temor al sufragio popular directo―, la abolición de la esclavitud, ciudadanía, impuestos, fijación de los períodos del congreso y de la toma de posesión del presidente, etc. Resulta curioso que la única enmienda anulada fue la conocida como Ley Seca, promulgada en 1919 y revocada en 1933, con la posibilidad de que cada estado o localidad la restablezca; llama la atención que solamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Franklin Delano Roosevelt estuvo tres períodos presidenciales, se aprobó la limitación de la elección de un presidente a dos períodos. Ha habido disputas entre la autoridad estadual y la federal por la interpretación de algunas de las Enmiendas, y seis de ellas se encuentran pendientes o han expirado en sus propios términos después de la propuesta; es significativo que la prohibición de discriminación entre hombres y mujeres, un proyecto promulgado desde 1982, todavía espere aprobación. La Primera Enmienda, posiblemente la más promovida, enuncia: “El Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o prohibiendo el libre ejercicio de dichas actividades; o que coarte la libertad de expresión o de la prensa, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente, y para solicitar al gobierno la reparación de agravios”. Una maravilla teórica.
Sin embargo, en la realidad, después de la Primera Guerra Mundial hubo muchos casos en los tribunales sobre limitación de la libertad de expresión, pues mediante la Espionage Act de 1917 se podía sentenciar a una persona por “insubordinación, deslealtad o la negativa de servicio militar o fuerzas navales de los Estados Unidos”; bajo esta ley se iniciaron más de dos mil juicios. Con el caso de Charles Schnenck, que publicó folletos que desafiaban el sistema del servicio militar obligatorio, el juez Oliver Wendell Holmes, en reclamación a la Corte Suprema, aconsejó que si “las palabras son de alguna índole que causen un peligro claro y presente”, estas libertades se podían restringir. Muchas más restricciones serían aceptadas después por la Corte Suprema; el juez Edward Sandford persuadió para que los estados puedan castigar el uso de las palabras si en su naturaleza “entrañan peligro a la paz pública y a la seguridad del estado”, y los legisladores dejaron en libertad a los magistrados para decidir qué palabras son peligrosas o no. Son múltiples los casos en que se puede sancionar a una persona violando la Primera Enmienda, y actualmente hay muchas formas de no cumplir el espíritu de esa letra. Como se puede comprobar, el modelo capitalista de Estados Unidos propone un sistema legal y jurídico apegado a su historia, circunstancias, cultura, costumbres y moral, al carácter de su pueblo, a las emergencias de sus condiciones y situación táctica o estratégica, y sobre todo, a la seguridad nacional, por lo que no es cierto que se trate de “valores universales” inmutables que deben ser adoptados por todo el mundo, aun si se cumpliera en teoría lo postulado.
Con la Revolución Francesa y la liquidación del régimen feudal en Francia, se proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789; en ella se enfatizaba que los hombres nacían libres e iguales, se protegía la propiedad de los nacientes burgueses, se garantizaba la seguridad personal, se otorgaba el derecho a la resistencia contra la opresión de un poder injusto y se garantizaba la igualdad entre quienes eran considerado ciudadanos. Después de los horrores de la Alemania nazi y concluida la Segunda Guerra Mundial, fue aprobada por mayoría la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, por la recién creada Organización de Naciones Unidas (ONU) ―la entonces Unión Soviética y los países socialistas de Europa del Este se abstuvieron, y se ausentaron de la votación Arabia Saudita y Sudáfrica―; en sus 30 artículos se recogen derechos civiles, políticos, sociales y culturales, con el propósito de mantener el orden establecido desde la perspectiva del derecho capitalista, enfatizando visiblemente en los derechos personales o individuales, sin destacar otros derechos colectivos o sociales. Con el arribo de James Carter a la presidencia de Estados Unidos, se reactivó la política de promover especialmente estos derechos individuales, perspectiva que ha llegado hasta el siglo xxi, muchas veces con la colaboración consciente o inconsciente de organizaciones no gubernamentales, que junto al justo reclamo reciente de derechos ecológicos y sociales más inclusivos, pueden incluir en sus agendas objetivos estratégicos de la política norteamericana, que parten de una selectiva sociedad civil. En este último caso, los enfoques han estado politizados, bajo una grosera o sutil manipulación, desde la concepción o filosofía de los países ricos del Norte, siempre en interés del derecho capitalista.
Todavía hoy Estados Unidos puede argumentar la vieja ley de 1917 para perseguir y fiscalizar a más personas. En 1948 se formuló la Ley Logan, aún vigente, que puede multar o encarcelar por tres años (o ambos) a quien se considere que mantiene correspondencia o relación con algún gobierno extranjero en detrimento de la seguridad nacional. La Ley de Seguridad Interior de 1950 sanciona a los posibles “agentes de una potencia extranjera”. Otras leyes son muy rigurosas y estrictas, especialmente después de la “cruzada contra el terrorismo” de George W. Bush, que también ha servido como pretexto para enmascarar la represión. Estas leyes, con el desarrollo de la modernidad, y posteriormente con su crisis, han servido de argumento para asegurar el derecho de los monopolios a la protección de su sistema, un razonable pragmatismo que olvida aquellos pulcros y añejos documentos promulgados por los Padres Fundadores. Estados Unidos no solo perfecciona su estatus de potencia ―olvidando que hay muchos países que ni siquiera han concluido su proyecto de nación―, sino que ha ido suavizando la imagen de un imperio que ya nadie menciona por su nombre; sin embargo, en su inflexión hacia una posible caída, es previsible que se hagan visibles más violaciones, sin que se puedan sostener algunos de aquellos viejos y bellos argumentos.
A pesar de la complejidad del sufragio y la diferencia entre votos populares y estaduales, que nunca han garantizado el deseo del pueblo norteamericano, hay evidencias de graves irregularidades del sistema electoral, incluidos fraudes, supresión del voto por anulación del derecho, además de que se ha comprobado que no todos los votos han sido contabilizados. En muchos sectores y zonas de Estados Unidos ha desaparecido el derecho a la sindicalización, y el real capitalismo actual viola constantemente las normas de salud laboral de sus trabajadores en varios puestos de trabajo, usan a menores de edad en algunos sectores agrarios y maquiladoras urbanas, mantienen una humillante pobreza en el país más rico del mundo y violan derechos refrendados en las declaraciones de derechos humanos aceptadas mundialmente, sin que se hagan efectivas o visibles en los medios. La realidad de la democracia norteamericana contabiliza 1 145 civiles muertos por policías en 2015, de ellos, 226 desarmados; un número indeterminado de sospechosos en centros de detención sin cargos ni juicio; aplicación de torturas prohibidas por el derecho internacional y por leyes nacionales, que el gobierno ha rehusado investigar, como las de la base naval de Guantánamo; unos 88 ciudadanos como promedio mueren diariamente por armas de fuego; hay más de 2 370 000 presos ―la población penal más alta del mundo―; lo paradójico es que varios acusados de actos de terrorismo y fugitivos de la justicia internacional, son protegidos en el país, y ejemplo palpable es Luis Posada Carriles, uno de los más reconocidos terroristas del continente. El gobierno de Estados Unidos difunde, a veces de manera indirecta y sutil gracias a sus poderosos medios, un modelo de democracia y de derechos, cuya recepción ha sido “el sueño americano”, pero el capitalismo real norteamericano nada tiene que ver con esa propaganda.
II
En el antiguo imperio de los zares se fueron desarrollando transformaciones que terminaron en presentar otro rostro de la democracia y los derechos. Con la Revolución Rusa de 1905 se inició un proceso para limitar el poder del zar y dar paso a una monarquía constitucional. Después de las derrotas rusas en la Primera Guerra Mundial, surgió la Revolución de Febrero de 1917, que dio lugar a la abdicación del zar Nicolás II y la instauración de un gobierno provisional que cayó en octubre de ese mismo año. Con la Revolución de Octubre de 1917 se sentaron las bases del nacimiento de un nuevo Estado que proclamaba un sistema de obreros y campesinos en el poder unidos para la construcción socialista, con derechos económicos y sociales para todos, nunca antes formulados: un verdadero desafío. El líder indiscutible del Partido Bolchevique que “asaltó el cielo” con estas aspiraciones fue Vladimir Ilich Lenin, quien procedió de inmediato a concertar la paz en duras condiciones, pero sin alternativas, con el imperio alemán, refrendada en el tratado de Brest-Litovsk en 1918, y promovió una mayor equidad para los trabajadores. Con el propósito de crear condiciones para la construcción pacífica del socialismo y atenuar de manera objetiva y pragmática las hambrunas del pueblo ruso arrasado por la guerra, Lenin estableció, no sin reservas y enfatizando su carácter transitorio, la llamada Nueva Política Económica (NEP) en 1921, que algunos han denominado capitalismo de Estado. A pesar de que no todos estuvieron convencidos, la paz tuvo que aceptarse bajo las fuertes condiciones alemanas, y la NEP se admitió combinando la convivencia de empresas y comercio minorista privado con el control estatal del comercio mayorista, la banca y las grandes industrias.
En 1922 se fundó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas con la fusión de Rusia, Transcaucasia, Ucrania y Bielorrusia. El gobierno revolucionario provisional, en medio del asedio de las potencias capitalistas europeas, dirigía por decretos, pero en el seno del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), se promovían discusiones democráticas amplias y francas, con diferentes tipos de argumentos y puntos de vista de sus dirigentes, en las que predominaba el reconocimiento del liderazgo de Lenin por sus extraordinarias habilidades y dotes políticas, que hicieron posible comenzar un camino nuevo de democracia a favor de los trabajadores, aunque no pocas veces en las votaciones de acuerdos, sus propuestas no eran aceptadas por la mayoría. Siguiendo el legado heredado de estos pueblos, ahora unidos bajo la concepción de soviet ―un consejo de trabajadores―, el poder revolucionario se organizó como “dictadura del proletariado”, una concepción del poder político adoptada bajo esas circunstancias de guerra, que no tenía otra alternativa en el contexto de la tradición rusa o asiática, aunque fue criticada, junto con el “centralismo democrático”, por algunos pensadores marxistas europeos, incluso de la época: parecía imposible generalizar esta experiencia como modelo representativo de la democracia socialista para otras zonas del mundo y bajo otros requisitos sociales y culturales; al fin y al cabo se trataba de un ensayo revolucionario singular en esta región, frente a los descomunales privilegios de la burguesía rusa, generalmente con grandes vínculos con la nobleza zarista y bajo el asedio de las potencias europeas.
Desde finales de 1922 Lenin comenzó a preocuparse por las contradicciones entre José Stalin, revolucionario georgiano de origen campesino ―Georgia era un territorio que pertenecía al Imperio Ruso―, quien había tenido una discreta participación en los inicios de la Revolución de Octubre, y León Trotski, revolucionario e intelectual ruso de origen judío, organizador principal del Ejército Rojo y negociador de la paz; la preocupación aumentó cuando Lenin comenzó a pensar en el destino de la URSS sin su presencia, debido a su enfermedad y posible muerte. El 24 de diciembre de 1922, envió una carta al Congreso ―considerada un “testamento político”―, cuyas notas y suplemento solo aparecieron muchos años después, en la edición de 1961 del tomo 3 de las Obras escogidas de Lenin, publicadas por la Editorial Progreso de Moscú, en pleno período de “desestalinización”. En estas notas complementarias se aseguraba: “El camarada Stalin, llegado a Secretario General [el 3 de abril de 1922 fue nombrado Secretario General del Comité Central del Partido Comunista Panruso, un cargo que él posteriormente transformó en el más poderoso del país], ha concentrado en sus manos un poder inmenso, y no estoy seguro que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia. Por otra parte, el camarada Trotski, según demuestra su lucha contra el CC con motivo del problema del Comisariado del Pueblo de Vías de Comunicación [se refiere a un tema que se relacionaba con la seguridad, un asunto que posteriormente le fue designado al Ministerio del Interior], no se distingue únicamente por su gran capacidad. Personalmente, quizá sea el hombre más capaz del actual CC, pero está demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de los asuntos”.
En el suplemento a esta carta, se afirmaba: “Stalin es demasiado brusco, y este defecto, plenamente tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el cargo de Secretario General. Por eso propongo a los camaradas que piensen la forma de pasar a Stalin a otro puesto y de nombrar para este cargo a otro hombre que se diferencie del camarada Stalin en todos los demás aspectos sólo por una ventaja, a saber: que sea más tolerante, más leal, más correcto y más atento con los camaradas, menos caprichoso, etc. Esta circunstancia puede parecer una fútil pequeñez. Pero yo creo que, desde el punto de vista de prevenir la escisión y desde el punto de vista de lo que he escrito antes acerca de las relaciones entre Stalin y Trotski, no es una pequeñez, o se trata de una pequeñez que puede adquirir importancia decisiva”. Lenin tenía razón con esta preocupación, que, definitivamente, torció el rumbo hacia un camino democrático del socialismo que él mismo estaba fomentando y cuidando, un socialismo inclusivo, dialéctico, participativo, y creativo, marcado por su impronta; en definitiva, Stalin construyó un “socialismo” sectario, dogmático, tiránico y burocrático; luego de los ensayos del socialismo democrático de Lenin, se estableció un socialismo salvaje debido a la mediocre habilidad de Stalin.
Antes del cargo de Secretario General, Stalin era conocido como “el camarada archivista” ―por eso pudo ocultar la información que no le convenía, dar a conocer la que necesitaba para promoverse y posteriormente mandar a “trucar” fotos para mantener su imagen impoluta― y comenzó a trabajar intensamente para acumular poder después de la muerte de Lenin en 1924; se ocupó personalmente de sus funerales y desde la Oficina Organizativa del Comité Central del Partido pudo influir para instalar a sus aliados en puestos claves del Partido. Hacia la segunda mitad de la década del 20, Stalin, Kámenev y Zinóviev se habían situado en un punto de equilibrio entre los extremos contendientes de Bujarin y Trotski. Uno de los puntos esenciales en que Stalin difería con Trotski tenía que ver con el método de lucha revolucionaria: mientras que el pensador judío mantenía la teoría de construir “la revolución permanente”, el campesino georgiano insistía en la política de la construcción del “socialismo en un solo país”. En 1928 Stalin había acumulado el poder suficiente como para lanzarse a promover su propia imagen y propuso abandonar definitivamente el camino leninista de la NEP para reemplazarlo por los planes quinquenales y una economía centralizada bajo su mando, que exigía la colectivización forzosa en el campo como medio de aceleración para obtener prontos logros en la industria, especialmente la pesada y la electrificación.
Durante el xv Congreso del PCUS en 1929 fueron expulsados del Partido Trotski y Zinóviev; Kámenev perdió su puesto en el Comité Central y posteriormente Stalin se volvió contra Bujarin y Rýkov. Entre 1934 y 1938 se produjo la Gran Purga, nombre otorgado a una serie de represiones y persecuciones políticas a cientos de miles de militantes del PCUS en todas las instancias de gobierno, instituciones políticas y militares ―entre 1937 y 1938 fueron expulsados más de 25 000 oficiales y comisarios del ejército, muchos de ellos con capacidad de liderazgo, y más de 7 000 condenados por contrarrevolución―, bajo una bien estructurada vigilancia ordenada por Stalin y ejecutada por Nikolái Yezhov; con esta primera gran “limpieza”, millones de personas cumplieron penas en campos de trabajo forzado, los famosos gulag, acusadas de disidentes. En medio de una expropiación masiva de tierras que incluyó hasta a los medianos propietarios agrícolas, y que derivó en una hambruna más, se sucedían las ejecuciones, las muertes en los gulag y los asesinatos dentro y fuera de la cárcel.
Después de que en oscuras circunstancias fuera asesinado Serguéi Kirov, el candidato a Secretario General más votado en el Congreso de 1934, Grirori Zinóviev fue condenado a prisión y ejecutado en 1936 junto a Lev Kámenev. Alekséi Rýkov, arrestado y acusado de traición, fue fusilado en 1938 junto a Nikoláiv Bujarin en el llamado “Juicio de los 21”; entre los miles de revolucionarios cercanos ejecutados, estuvo incluso Génrij Yagoda, jefe de la policía secreta hasta 1938. Como se conoce, León Trotski fue desterrado de la Unión Soviética y después de peregrinar por Europa se escondió en México, y hasta allí llegó la mano estalinista: fue asesinado en 1940, por encargo a María Eustaquia Caridad del Río Hernández, combatiente de la Guerra Civil Española, y a su hijo, Ramón Mercader, quien ejecutó el repugnante crimen. Stalin, quien corrompió el socialismo hasta el salvajismo, liquidaba a todo el que se le oponía o pensaba diferente, en un intento de explicar siempre mediante una conspiración sucesos reales o imaginarios desfavorables o incómodos a su trazado político, de culpar a los opositores, de traición a la causa del socialismo, y a los que no estaban de acuerdo con sus opiniones, de “enemigos del pueblo”.
Como jefe de las fuerzas armadas de la URSS, Stalin cometió también graves errores, como firmar el pacto de no agresión con la Alemania nazi en 1939; el pacto facilitaba recuperar territorios en Polonia, Finlandia y los países bálticos, un cebo alemán para prepararse y poder invadir a la URSS en 1941, equivocación que costó numerosas pérdidas humanas. Si bien las claves del éxito del Ejército Rojo contra las fuerzas hitlerianas fueron el heroísmo de sus combatientes y la conducción de brillantes jefes militares como el mariscal Gueorgui Zhúkov, quien protagonizó excepcionales hazañas militares como la proeza logística en la controfensiva soviética que hizo retroceder a las tropas alemanas, la defensa de Stalingrado, la exitosa batalla de Kursk, el cruce exitoso del Dniéper y el asalto final a Alemania, la propaganda del sistema estalinista le hizo creer al mundo que las victorias se debieron a Stalin. Zhúkov había tenido muchas discusiones con Stalin y había sido removido en varias ocasiones; se mantuvo bajo sospecha por su popularidad alcanzada después de finalizada la guerra, y fue acusado por Stalin de usar sus logros militares para su provecho; fue apartado a Odessa y a los Urales, alejado de Moscú.
El legado estalinista sobrevivió a la muerte de Stalin, el 5 de marzo de 1953, a pesar del proceso de desestalinización desarrollado a partir del XX Congreso del PCUS en 1956, bajo la conducción de Nikita Jrushchov, quien, por cierto, también había participado en las purgas de los años 30. La tradición despótica zarista de Rusia se acomodó a la tiránica personalidad de Stalin, quien ni siquiera confiaba en Vladimir Vinográdov, su médico de cabecera, y junto con el pavoroso saldo de millones de víctimas ―los estudiosos del tema, basados en parámetros diferentes, las calculan entre 3 y 60 millones―, creó un autoritarismo de nuevo tipo con ropaje socialista que todavía puede ser identificado. A pesar de la labor de Jrushchov para desarraigar tan nefasta herencia, tuvo sus resistencias en Lavrenti Beria, jefe de la policía y el servicio secreto ―juzgado y ejecutado en junio de 1953―; Viacheslav Mólotov, durante mucho tiempo, enemigo de Jrushchov ―antes de su muerte en 1986, a la edad de 96 años, se arrepintió por su papel en el gobierno de Stalin―; Gueorgui Malenkov, mandatario soviético después de la muerte de Stalin entre 1953 y 1955 ―expulsado del PCUS en 1961, exiliado en Kazajistán y convertido allí en gerente de una planta hidroeléctrica hasta su muerte en 1988, a los 86 años―; Lázar Kaganóvich, estalinista hasta su muerte a la edad de 97 años en 1991, poco antes de la caída de la URSS, entre otros. Muchos de ellos integraron una facción del PCUS llamado Grupo Antipartido, que intentó infructuosamente destituir en 1957 a Jrushchov, quien fue depuesto en 1964 ―en octubre de ese año la remoción fue anunciada, como “retiro voluntario”― y sustituido como Secretario del PCUS por Leonid Brézhnev, que había trabajado desde marzo de ese año para esa destitución.
Brézhnev murió en el poder en 1982 y por los años 70 su gobierno ya había sido calificado por no pocos estudiosos como una era de estancamiento; este nuevo grupo gobernante, que en sentido general había admitido la lucha contra el estalinismo, consideró que las reformas de Jrushchov habían debilitado a la URSS; lo cierto es que no pudieron desprenderse del pensamiento estalinista, y aunque no se manifestara de la misma manera, seguían vigentes el sectarismo, la intolerancia, el autoritarismo, la represión, los prejuicios, el dogmatismo, el abuso de poder, y, sobre todo, un arrasador burocratismo corrupto que minó las bases de ese “socialismo”. El pensamiento estalinista soviético marcó reglas: la instauración de aparatos burocráticos del PCUS, una “nomenklatura” de ancianos inamovibles, anquilosados e inflexibles que interfirieron en los asuntos ejecutivos y jurídicos del Estado; la castración de la democracia partidista leninista, ubicando incondicionales manipulables en puestos claves del Partido y del gobierno; la concentración de poder en una persona, que, por esa naturaleza estructural sin contrapartidas, regresaba a la autocracia ―a pesar de las críticas al “culto a la personalidad”― y a la ausencia del debate, nunca estructurado como garante del equilibrio y estabilidad del sistema, y siempre visto como sombra de desunión, desconfianza o conspiración; el paulatino distanciamiento del sentir del pueblo, por no contar con métodos auténticamente democráticos, no solo para elegir a los dirigentes o para propiciar la participación real de los ciudadanos en la gestión gubernamental, sino para responder a sus demandas y rendir cuentas ante ellos. Al final, Boris Yeltsin disolvió el Partido, sin que sus “aguerridos” militantes, tal vez víctimas del nocivo hábito del verticalismo, hicieran algo para impedirlo.
El estalinismo ha sido una perversión ideológica del socialismo, reproducida por ese Estado burocrático controlado por una casta dirigente que no era propietaria de los medios de producción, pero que acumulaba beneficios y privilegios, como clase política, a costa de la clase trabajadora. Estas deformaciones burocráticas corruptas arrasaron con el socialismo soviético, imitado en la antigua Europa del Este, y constituye la verdadera causa de la caída, como fichas del dominó, del llamado campo socialista europeo. La Revolución Cubana se mantuvo firme porque tiene su propia historia en la lucha contra el colonialismo español y el neocolonialismo norteamericano: se inspiró en la construcción patriótica del pensamiento y acción de José Martí, Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba, y en los ideales de soberanía y dignidad, y también en el ejemplo personal de Fidel Castro, su comunicación con el pueblo y su incansable labor de persuasión. Cuba conoció el capitalismo real dependiente, y también los intentos de socialismo salvaje asomados de vez en cuando en varios sectores. Ahora somos más independientes y soberanos que nunca en un contexto mucho más complejo; el pueblo cubano merece un modelo económico, social y cultural, que se caracterice por ser independiente, soberano, socialista y próspero, y que garantice los sueños de democracia, derechos humanos y libertad de todos sus ciudadanos. Ahora, como nunca antes: ni capitalismo real ni socialismo salvaje.
CubaArte 23 de abril 2016
Poeta, ensayista y profesor. Licenciado en Filología Hispánica. Es investigador de Casa de las Américas, La Habana, Cuba.
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