Por Laidi Fernández de Juan, Segunda Cita
En la década de los años cincuenta del siglo pasado, la gran pintora cubana Amelia Peláez hizo que el arquitecto Gastón diseñara su casa de playa, en Jibacoa. Siguiendo las sugerencias de la pintora, el famoso arquitecto elaboró los planos de lo que más tarde sería un sitio encantador. Varios artistas plásticos (Martínez Pedro, Leonel López Nussa) adquirieron terrenos en la misma localidad, y otras casas fueron erigidas en esa zona playera, cuyo entorno natural mantiene el fuerte atractivo de un paisaje donde coexisten en maravillosa (y por suerte, salvaje) armonía el mar, las montañas, la arena y la exuberante vegetación. La lengüeta de playa que se ubica justo frente a las casas de Amelia y de López Nussa es conocida por los pobladores de Santa Cruz, de Jaruco, de Campo Florido y por los propios jibacoenses como “la playita de los artistas”.
A la muerte de Amelia, la casa, por voluntad de su dueña, pasa a pertenecer a Cultura, con el propósito de que destacados artistas, Premios Nacionales de diversas manifestaciones, reconocidos intelectuales, plásticos, actores, actrices, editores, cineastas, poetas, etc. vacacionaran allí. Se habilitaron permisos para que fuera posible el acceso al restorán de la zona turística “Villa Loma”, sin interferir con el funcionamiento de dicho centro turístico.
Fue así que, a partir de la década de los ochenta (1984, aproximadamente, según recordamos los más antiguos), numerosas familias pasamos breves y reiteradas temporadas en la ya consagrada “Casa de Amelia, en Jibacoa”. Citaré de memoria solo algunos nombres, con el único objetivo de dar a conocer someramente quiénes visitábamos tan peculiar y entrañable morada, aunque el listado es mucho más extenso: Ambrosio Fornet, Mario Balmaseda, María Elena Molinet, Corina Mestre, Jaime Sarusky, Lisandro Otero, Roberto Fernández Retamar, Alfredo Sosabravo, Manolito Pérez, Nelson Domínguez, Augusto Blanca, Reynaldo González, Sigfredo Ariel, Sara González, Diana Balboa, Loipa Araújo, Rita Longa.
Paulatinamente fueron incorporándose objetos de arte en los muros y en el exterior del jardín, como muestra de respeto y de gratitud a la gran Amelia Peláez. Ejemplo de ello son los cortinajes de Telarte, que reproducían los diseños de Amelia, un pequeño mural de cerámica que Sosabravo hiciera para la puerta de entrada, y la escultura en metal de Rita Longa, titulada precisamente “Homenaje a Amelia”, y que se ubica en el jardín inferior.
Como podrá apreciarse en las imágenes que acompañan estas líneas, dichas obras de arte (y la casa en su conjunto) han sufrido el descalabro de la desidia, el abrumador peso de la ignorancia, con la correspondiente falta de sensibilidad elemental. También es justo mencionar que muchos artistas colaboraban donando objetos personales (duchas, cortinas de baño, ollas, pilas, utensilios para comer, platos, etc.) en aras de garantizar la logística que toda casa exige.
Poco a poco, luego del esplendor de los ochenta, los visitantes habituales fuimos adaptándonos a las circunstancias que imponían mayor austeridad, en la medida que la crisis económica fue imponiendo reglas: nos retiraron el permiso para hacer uso de las instalaciones de “Villa Loma”, concretamente del restorán. El abastecimiento del agua potable era irregular (problemática crónica en Jibacoa, por otra parte), y mermó el suministro de equipos de ventilación para la casa, además de que fue eliminada la posibilidad de adquirir alimentos básicos en una bodega cercana. Todos estos cambios resultaron nimiedades, que asumimos con naturalidad, a cambio de continuar una tradición de más de treinta años, consistente en una semana en “la casa de Amelia, en Jibacoa”.
Como se comprenderá, los hijos, los nietos, los amigos, visitantes y la familia en general de cada artista, anhelábamos la llegada del verano, para darnos cita en la mágica herencia que había dejado una de las más grandes pintoras y ceramistas de nuestro país. No importaba si cada vez era necesario cargar con más ventiladores, más cazuelas, más cubos y por supuesto, más comida, en el traslado desde nuestros domicilios hacia Jibacoa. Incluso hubo períodos en que acarreábamos sacos de carbón y luz brillante para cocinar, asi como linternas y velas para las noches de agónicos apagones. Ningún obstáculo fue capaz de empañar la felicidad que nos esperaba. Debe añadirse que aunque la casa no dispone de grandes espacios (de hecho, hablo de dos dormitorios, un comedor, dos baños, una pequeña cocina y una terraza), contiene alto valor arquitectónico, dado el curioso emplazamiento que aprovecha las irregularidades del terreno, rocoso e inhóspito en apariencia. La ferviente imaginación de Amelia y la maestría de Gastón dejaron sus improntas allí, aprovechando al máximo la disparidad de la geografía. Tres décadas es tiempo suficiente para cobrarle afecto a un lugar, qué digo afecto, amor.
Hace aproximadamente cuatro años, nos fue arrebatada la ilusión de ir a lo que todos consideran “su” casa de Jibacoa. Con las medidas de ahorro impuestas en bien de la economía del país, se suspendió el concepto de “casa de visita” a todos los organismos estatales. Y en dicha redada, cayó en desgracia nuestra tan amada casa de Amelia. Muy a nuestro pesar, y sin tener claro el destino de dicha instalación, fuimos informados de que nunca más podríamos acudir ni en verano ni en otoño ni en invierno al lugar donde, repito, pasábamos siete días durante treinta años.
Según nos dijeron, la casa pasaba a formar parte del Ministerio de Turismo, con la consiguiente explotación turística. Más que entender la decisión, nos resignamos. Después de todo, si las arcas del país iban a recibir los beneficios monetarios derivados de la renta de la casa de Amelia, en Jibacoa, no existía argumento válido para rehusar lo que, por otra parte, no nos había sido consultado.
El resultado es que al cabo de ese tiempo, nadie se adjudica la responsabilidad de hacer uso de la casa. Ni de explotarla, ni de cuidarla, ni de mantenerla, ni de absolutamente nada. Hoy por hoy es una ruina total, vergonzosa. Las cercas de los jardines, la entrada, la preciosa terraza de madera, los muros limitantes, todo agoniza con la lentitud de una ballena encallada entre las rocas de la burocracia. A pesar de que ya no gozamos del placer de habitarla, año tras año hemos ido a mirarla por fuera, aunque solo sea como constancia de que no olvidamos el embrujo del lugar que significa tanto para una gran comunidad de artistas de Cuba. Cada visita (insisto, para observar como ocurre una muerte dolorosamente inútil) resulta más deprimente que la anterior: el “canibaleo” se acrecienta, el deterioro avanza, ya no existen ni la ducha exterior, ni la baranda de la azotea, ni las cercas metálicas. El acceso a la casa es totalmente libre, cualquiera puede penetrarla, violentarla, saquearla a su antojo. Solo la vegetación permanece firme, y la memoria de sus antiguos habitantes.
Ojalá que un alma piadosa remueva ciertas conciencias, y Cultura recupere lo que nunca debió perder. En honor al deseo de Amelia Peláez, y como gratificación a muchos trabajadores de la cultura cubana, debe ser devuelta.
La casa en el año 2010, dos años antes del descalabro
La casa, en el año 2016
2016. Reja de seguridad destruida. Se demuestra el libre acceso a través del jardín externo.
Ruinas de la escultura que Rita Longa dedicara a Amelia Peláez, y que se encuentra en el jardín trasero. Año 2016
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