Por Andrés García Suárez -23 octubre, 2017, 5 de Septiembre
La genocida política de concentración de las poblaciones campesinas en las ciudades ordenada por el general Valeriano Weyler y Nicolau (izquierda) provocó un estimado de muertos por hambre y epidemias de entre 300 mil y 750 mil en una Cuba cuya población no pasaba entonces de un millón 600 mil habitantes.
Cuando España comprendió que su Ejército no podía superar a los combatientes mambises del Ejército Libertador cubano, buscó otros mecanismos aunque significaran un verdadero genocidio. Fue así cómo, en interés de cortar todas las vías de aprovisionamiento de las huestes libertadoras, aplicaron la política terrorista de la reconcentración de las familias campesinas en los pueblos y ciudades, donde morían por miles de hambre e insalubridad.
Era una política bárbara, pero la barbarie es siempre práctica imperial. No era una idea política válida, era simplemente una práctica extremista, una misión exterminadora, para matar lenta pero inexorablemente a las masas campesinas que ayudaban a los contingentes guerrilleros y patriotas cubanos.
Comenzó a partir de la segunda decena de octubre de 1896 y la aplicó ese carnicero despiadado que era el general español Valeriano Weyler y Nicolau, a quien calificaron de “técnico de la crueldad”. La idea de la reconcentración no fue suya: a él solo le tocó la tarea de aplicarla. En honor a la verdad histórica la iniciativa se debe a otro oficial de igual rango quien había tenido que retirarse cabizbajo,Arsenio Martínez Campos, derrotado por Antonio Maceo en el campo militar y en el político, con su Protesta de Baraguá, contra el Pacto del Zanjón.
Los jóvenes no saben bien qué fue la reconcentración. Demos un ejemplo doloroso que puede ilustrarnos sobre lo que fue aquel genocidio:
Juana Clara era una niña de ocho años de edad cuando los soldados vestidos con uniformes de rayas (por eso les decían “los rayadillos”) la sacaron a empujones de su bohío campesino, cerca del río Caunao, con su padre, su madre y su hermanita de tres años, y le pegaron fuego a la casa. Fueron a parar al Parque de la Aduana de Cienfuegos, donde se reproducían los gritos, llantos y maldiciones que cada uno sufrió en su lugar de origen. Aquel espanto de todos resultan escenas imposibles de olvidar.
Tirada allí, en aquel parque cienfueguero, hacinados en los portales por las noches lluviosas, Juana Clara se preguntaba por qué una niña flaquita como ella no podía seguir viviendo en su finquita a orillas del rumoroso Caunao. Se lo preguntaba a su madre, pero ella solo se echaba a llorar. La niña tenía miedo de enfermar de viruela, porque un día tras otro por allí pasaba, camino al cementerio de Reina, el carretón atestado de los cadáveres de personas que habían muerto infectadas. Ella cerraba fuerte los ojos para no aquel carromato con su carga de cuerpos inertes.
Un amanecer triste Juana Clara conoció a Miguelito. Esa noche no pudo dormir allí en el portal de la Aduana, sobre un pedazo de cartón que su mamá le ponía para que no cogiera la frialdad del piso, porque un niño estuvo tosiendo toda la madrugada. Al levantarse ella fue a ver de quién se trataba. Y lo vio: era más o menos su edad, estaba sucio como todos, y el cartón con que se tapaba rezumaba humedad por el rocío. Era dueño de una sonrisa ausente y una mirada temerosa, pero tenía una carita de ángel que le atrajo. Conversaron y cuando salió el sol fueron juntos a caminar y visitar familias generosas que les daban un pedacito de pan o un buchito de algo caliente parecido a la leche, porque la gente no tenía nada tampoco para compartir entre tantos hambrientos. Pero los dos niños rieron por primera vez por el “banquete” inesperado. Estuvieron haciendo ese recorrido para mendigar durante unos pocos días. Una noche llovió mucho y Miguelito estuvo tosiendo toda la noche. Al amanecer no pudo salir a caminar con ella, solo la miró con unos ojos tristes y quiso sonreír y decirle algo, pero sólo tosió. Dos días después el carretón de los muertos vino y se lo llevó, y Juana Clara lloró todo el día, rodeada de esqueletos vivientes que también lloraban.
La Reconcentración terminó en 1898, pero mientras Juana Clara vivió, las escenas dantescas siguieron con ella. Nunca las pudo apartar de su mente.
Como pretexto para justificar aquel genocidio, que costó 200 mil víctimas anuales a la Isla, y en la municipalidad de Cienfuegos 4 mil 300 muertes sólo en un año, Weyler afirmaba que los ingleses habían hecho algo semejante en el Transvaal, y otro tanto los norteamericanos en Filipinas.
La vida no le alcanzó a Weyler para computar los horrores de Hitler contra los judíos, ni los de los norteamericanos en sus “aldeas estratégicas” de Vietnam, o contra Irak, Afganistán, Siria y otros pueblos después del 11 de septiembre, o contra Cuba con su criminal bloqueo.
Todas no son más que formas de crueldad, de odio y rencor, pero Cuba siempre las ha derrotado.
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