Son numerosas las referencias de quienes trataron con frecuencia a Fidel o de quienes compartieron con él, ya fuera a solas o en grupos, acerca de su constante preocupación por atender los más diversos asuntos propios de esas personas o de cualquiera otra relacionada con él o con su trabajo. Tales testimonios rememoran ejemplos y momentos diversos, desde los preparativos para el asalto al cuartel Moncada hasta sus años finales, cuando su vida pública se redujo notablemente.
No deja de admirar cómo un líder político que alcanzó dimensiones de talla universal, y que manifestó sistemáticamente estar muy atento a los grandes problemas de la humanidad contemporánea, no dejara de tener sus sentidos enfocados también hacia una multitud de asuntos de su propio país y de sus conciudadanos, a menudo con sus nombres y apellidos. Es cierto que ya como jefe de estado dispuso de un aparato de apoyo y de colaboradores, casi siempre imbuidos de similares anchas preocupaciones humanistas. Basta recordar a Celia Sánchez Manduley, quien desde los días de la Sierra Maestra y hasta su deceso fue su más sensible y eficaz asistenta, cuya lealtad y perspicaz ojo crítico le mantenían al tanto de lo que pensaban y sentían hasta los cubanos más humildes y sufridos.
Mas no caben dudas de que la personalidad de Fidel justamente exigía semejante contacto, directo y sistemático por sí mismo, y también por parte de quienes le rodeaban o ejercían cualquier función en nombre de la Revolución. Por eso prácticamente no ha quedado rincón de Cuba, centro de trabajo, escuela, hospital, campo deportivo, que él no visitara y hablara con quienes allí residían, estudiaban o laboraban. Por eso no exageran aquellos que atribuyen a su gestión personal, a su atento seguimiento, la obra de la que forman parte o en la que están involucrados de una u otra manera, y que es parte de su trayectoria personal, la de cada uno de ellos. Por eso hizo parte del modo de ser del cubano actual lo mismo defender con las armas la independencia de Angola y contribuir al fin del apartheid, que enseñar a leer y escribir en Nicaragua, que volcar todo tipo de solidaridad activa a Venezuela, que brindar asistencia médica por Latinoamérica, África, Asia, las islas del Océano Pacífico. Por eso asombraba su conocimiento al detalle de tantos asuntos del país y del mundo, su insistente manera de preguntar lo mismo a los más altos responsables que a los más sencillos participantes de una obra cualquiera.
¿Ilimitado afán de saber? Probablemente. Pero, aún más, fue de esos individuos a los que nada humano, incluida cada persona, les es ajeno. Su personalidad, para realizarse a plenitud, requería de esos saberes, de esos contactos y de ese compartir que fundamentaban su acción, sus pretensiones, sus deseos, su impulso para luchar por el mejoramiento de los seres humanos y de las sociedades.
Ese original y maduro concepto de Revolución que nos entregó tras su larga experiencia de liderazgo político, revela en más de uno de los rasgos de su definición la impronta martiana de su pensamiento. Plantearse que el trato entre los seres humanos en medio de la Revolución ha de sustentarse en la propia condición humana fue planteo del Maestro y modo habitual de ejercer su práctica en todos los campos.
Fidel se aleja de los esquemas sociológicos y teóricos para conceptualizar la Revolución, y como Martí, no la expresa solo como un gran movimiento social, sino que la conduce también hacia el individuo. A veces se ha argüido que en la vorágine de los procesos revolucionarios, como grandes momentos transformadores que impulsan y movilizan a grandes masas y requieren de choques y rupturas hondas que se hacen sentir en los más diversos órdenes, no cabe el individuo. Hay quien ha dicho, incluso desde posiciones consideradas marxistas, que el individuo es sustituido por la masa. La frase que comento de Fidel es la de un verdadero humanista: la Revolución —la del socialismo, explicito yo— requiere de un trato entre las personas como seres humanos, de cada uno hacia los demás. Ahí radicaría una de las diferencias esenciales con el capitalismo, que no es solo un sistema económico y social sino toda una cultura, un modo de ver, sentir y vivir principalmente para sí.
Por tanto, para Fidel, la Revolución tiene que cambiar las relaciones sociales hasta en el plano interpersonal. Y quien lea y estudie el pensamiento de Martí comprende de inmediato que él también partía de semejante punto para fundamentar su idea de la república nueva cubana, antillana, que sería distinta a las repúblicas oligárquicas del continente en las que se mantuvieron las antiguas estructuras económicas y sociales de la colonia, así como su cultura, su modo de ser y de pensar excluyente de las grandes mayorías. La república martiana, con base en las grandes mayorías, habría de alcanzar toda la justicia y no solo una parte de ella, como le escribió el Maestro a Antonio Maceo. Y por eso proclamó Martí que la ley primera de esa república sería el culto a la dignidad plena del hombre.
Aunque implícito, es evidente el sentido ético en la idea de Fidel, pues se pide el respeto recíproco a la condición humana en el trato dentro de la Revolución. Y sabemos que esa condición no era para Martí un concepto hueco, como tampoco lo fue para Fidel. Ser tratado como ser humano significa tener acceso al trabajo, a la educación, a la salud, a la cultura artística, etc. En dos palabras desarrollar y potenciar las capacidades, los sentimientos, la vida espiritual y los requerimientos materiales básicos como vivienda y alimentación entre otros. Si el trato respeta esa condición humana, respeta la integridad de las personas, y se contribuye así a su desenvolvimiento y mejoría, se logran entonces la justicia y la dignidad.
Por consiguiente, Fidel se integra al procedimiento del pensar martiano que no estableció una oposición entre individuo, sociedad y naturaleza, sino que fueron vistos todos por el Maestro como una unidad posible de alcanzar o, mejor, de recuperar. Fidel evade la dicotomía individuo-sociedad: la Revolución necesita comprender que la sociedad no es una simple suma de individuos, pero que sin estos no se puede hablar de aquella. Y ello es revolucionario porque es una manera diferente de plantearse el asunto y, a la vez, requisito imprescindible para llegar a una sociedad más justa, más digna. Hacer revolución significa, pues, cambiar la sociedad y dentro de ello a las personas. Y ese cambio ha de encaminarse hacia la justicia, hacia la dignidad.
Estoy convencido de que más que cualquier doctrina filosófica y que cualquier ideología este sentido ético en Ia idea expresada por Fidel, como en todas las de ese tipo, es consecuencia de su aprehensión del pensamiento martiano. Es sabido que desde joven, a tenor con lo que ocurría entre las ideas más avanzadas en la Cuba de entonces, Fidel estudió los textos de Martí, costumbre que a todas luces mantuvo a lo largo de su existencia, como se desprende de sus constantes referencias a ideas y frases de esos escritos ante los más disímiles temas y situaciones.
En verdad, el componente ético es característica singular del pensamiento fidelista. Por lo general sus planteos se sostienen en criterios morales, ya sea en sus señalamientos negativos hacia el capitalismo como en sus fundamentaciones de la necesidad de la Revolución y en la defensa de la obra de esta. Varias veces insistió en señalar que los seres humanos no se podían concebir como entes que seguían tras una zanahoria, al igual que uno de los caballos de batalla de su pensar fue la consideración del peso de la conciencia en la actuación humana y en el desarrollo de la Revolución. Por eso llamaba a crear conciencia, a que la Revolución no preparase robots o máquinas que obedeciesen a mandos, sino a personas capaces de entender y explicarse sus actos, y de decidir por sí su adscripción a las tareas de la Revolución. Conciencia y principios fueron temas del ideario fidelista y puntales, sin duda alguna, para su concepto de Revolución y de los seres humanos que esta debía ir formando.
Lo interesante de tales pronunciamientos es que, además de afincarse en palabras denotativas de valores (honra, decoro, dignidad, el bien), suelen referirse en términos afirmativos a actitudes, a conductas —bien sociales, bien individuales—, que convierte en ejemplos por seguir. Tal es el caso de la presente idea a que me refiero, cuyo sentido ético se expresa como el enunciado de un deber ser dentro de la Revolución a partir del empleo de verbos en infinitivo: ser tratado y tratar a los demás como seres humanos. Esa es tanto una aspiración como un imperativo para el quehacer de la Revolución. Apartarse de ambos sería para Fidel una manera de alejarse de la Revolución.
El sentido tan ampliamente inclusivo de esta idea complementa, a mi juicio, la teoría y la práctica de la lucha de clases. Claro que hay sectores sociales, las clases sociales, que explican en diferentes formaciones sociales las diferencias entre los seres humanos como oprimidos y opresores, ya sean amos y esclavos, siervos y señores, burgueses y proletarios, al decir de Carlos Marx. Y, obviamente, una revolución ha de quebrar las bases de esas dominaciones, de la hegemonía que se ejerce mediante el control sobre los medios de producción.
Mas hace tiempo sabemos que las hegemonías no se sustentan solamente en el empleo de la coerción económica y la fuerza represiva. Al dominado se le educa para aceptar esa dominación como algo natural, y en muchos casos en la creencia de que él puede ascender a las filas de los dominadores. El capitalismo contemporáneo ha refinado el sentido de la hegemonía al punto de que hasta los sueños, las esperanzas tienden a conformarse como parte de la aceptación del funcionamiento de ese sistema. De hecho se está robando la condición humana de los individuos y se manipula su inconsciente. Así, aunque no lo parezca se deteriora la condición humana.
La idea de Fidel que comentamos, inseparable para su verdadera comprensión del conjunto conceptual de Revolución expresado por él, se asienta justamente en la necesidad del reconocimiento por esta de la importancia de cada individuo y de la exigencia del respeto hacia él y de él para los demás. Ello, desde luego presupone una sociedad en que no prevalezcan las hegemonías y que permanezca alerta para que estas no resurjan por alguna vía, pues ello abriría brechas en ese camino del trato entre seres humanos.
El concepto de Revolución de Fidel ha de entenderse como un deber ser, como una aspiración permanente. La historia nos ha enseñado que no hay procesos sociales irreversibles como el mismo Fidel advirtió, y que no solo los enemigos pueden cambiar los rumbos de los procesos revolucionarios, sino que dentro de estos se pueden formar las fuerzas que los conduzcan a su fin. Che Guevara nos lo dijo hace muchos años al advertir que el socialismo no se podía construir con las armas melladas del capitalismo. Fidel nos agrega que tampoco se puede avanzar por un camino diferente al del capitalismo fuera de su concepto de Revolución.
Martí enseñó a los cubanos de su época, y nos dejó sus palabras y su ejemplo, en la idea de que la república nueva se iba formando desde la lucha por la independencia: el espíritu patriótico la impulsaba, pero para trabajar unidos se necesitaba el Partido Revolucionario Cubano, dentro del cual, en acuerdo con sus propósitos y estructura fijados en las Bases, se iban creando los rasgos y el espíritu de esa república que sería una profunda revolución contra la dominación política hispánica y contra la hegemonía de una mentalidad, de una cultura de vida moldeada por cuatro siglos de colonialismo y esclavitud. Por eso, frente a la colonia con pocos y para el bien de unos pocos, habló Martí de una república con todos y para el bien de todos. Y por eso también cuidó que desde su gestación la república evitara los males derivados de aquella sociedad tradicional y que la guerra liberadora se hiciese con espíritu y métodos republicanos.
La diferente sociedad que deseamos hoy será consecuencia de un proceso histórico cuyo desenvolvimiento no puede ser espontáneo ni dejado a la buena voluntad de los que así lo queremos. Si pretendemos que la nuestra continúe siendo revolucionaria, es decir, fuera de los patrones del capitalismo hoy dominante en el mundo y que de su seno no nazcan y crezcan sus enterradores, atendamos al concepto fidelista de revolución. La corrupción y el oportunismo se aprovechan de todo resquicio que se les deje. La mentalidad del capitalismo es ínsita a la sociedad mundial contemporánea. La fuerza de la Revolución no está solo en su capacidad de romper el bloqueo económico y en la necesaria elevación de los niveles de vida del cubano. Es decisivo que este continúe sintiéndose revolucionario y actuando como tal, y que continúe asumiendo la ética humanista y de servicio de Martí. Y para ello es imprescindible aplicar el principio incluido por Fidel en su concepto de Revolución: ser tratado y tratar a los demás como seres humanos.
Pedro Pablo Rodríguez
23 de noviembre de 2017
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