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Cuando se tiene tanto dinero, lo que
realmente se desea es adulación
El número de indigentes en las calles
de Nueva York ha crecido durante la crisis. / JOHN MOORE (AFP)
Robert Benmosche, el consejero delegado de American International Group,
dijo una estupidez el otro día. Y deberíamos alegrarnos, porque sus comentarios
contribuyen a poner de relieve un coste importante pero rara vez mencionado de
la desigualdad extrema de las rentas: el ascenso de un grupo pequeño pero
poderoso de individuos a los que solo se puede describir como sociópatas.
Para quienes no lo recuerden, AIG es una empresa aseguradora gigante que
desempeñó una función crucial en la gestación de la crisis económica, al
aprovechar las lagunas legales de las normas financieras para vender cantidades
ingentes de garantías de deudas por las que le era imposible responder. Hace
cinco años, las autoridades de EE UU, temiendo que el hundimiento de AIG
pudiera desestabilizar todo el sistema financiero, intervinieron con un enorme
rescate. Pero hasta los responsables políticos se sentían manipulados; por
ejemplo, Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, declaró más tarde
que ningún otro episodio de la crisis le había molestado tanto como aquel.
Y las cosas fueron a peor. Durante un tiempo, AIG fue en esencia una
empresa tutelada por el Gobierno federal, que poseía la mayoría de sus activos,
pero seguía pagando unas primas astronómicas a sus ejecutivos. Muchos
ciudadanos, como es lógico, estaban escandalizados.
Pues esto es lo que Benmosche ha hecho en una entrevista con The
Wall Street Journal: ha comparado la indignación por las primas con
los linchamientos del Sur profundo de Estados Unidos —los de verdad, en los que
hay asesinatos— y ha declarado que la reacción al pago de las primas fue “igual
de terrible e igual de errónea”.
Tal vez les parezca imposible que alguien pueda, siquiera por un
instante, considerar apropiada esta comparación. Pero el hecho es que ha habido
una serie de historias similares. En 2010, por ejemplo, Stephen Schwarzman, el
presidente de Blackstone Group, una de las empresas de capital riesgo más
grandes del mundo, tuvo un arrebato parecido. Al hablar sobre las propuestas
para eliminar la laguna legal de las participaciones en beneficios, que permite
que los ejecutivos de empresas como Blackstone paguen solo unos impuestos del
15% por gran parte de sus ingresos, Schwarzman declaró: “Es una guerra; es como
cuando Hitler invadió Polonia en 1939”.
Y ya saben que esas declaraciones públicas no surgen porque sí. Cosas
como estas son seguramente las que los Amos del Universo se
dicen los unos a los otros continuamente, mientras asienten con la cabeza en
señal de acuerdo y aprobación. Lo único que pasa es que a veces olvidan que se
supone que no deben decir esas cosas en sitios donde la plebe pueda oírlas.
Fíjense también en lo que ambos hombres defendían: en resumen, sus
privilegios. Schwarzman estaba indignado ante la idea de que pudieran exigirle
que pagase los mismos impuestos que el resto de la gente; Benmosche afirmaba,
en la práctica, que AIG tenía derecho a ser rescatada con dinero público y que
no había que esperar que sus ejecutivos hiciesen ningún sacrificio a cambio.
Esto es importante. A veces, los ricos hablan como si fueran personajes
de La rebelión de Atlas, y lo único que le exigen a la sociedad es
que los gorrones les dejen en paz. Pero estos hombres hablaban a favor, no en
contra, de la redistribución; la redistribución de la riqueza del 99% entre
personas como ellos. Esto no es libertarismo; es exigir un tratamiento
especial. No es Ayn Rand; es el antiguo régimen.
A veces, de hecho, los miembros del 0,01 % hablan abiertamente de ese
sentimiento de merecer un trato especial. Fue en cierto modo reconfortante que
Charles Munger, el multimillonario vicepresidente de Berkshire Hathaway,
declarase que debíamos “dar las gracias a Dios” por el rescate de Wall Street,
pero que lo que debían hacer los estadounidenses de a pie con dificultades
económicas era “aguantarse y afrontarlo”. Por cierto, en otra entrevista
—realizada en su mansión junto al mar en Dubrovnik, Croacia— Benmosche declaró
que la edad de jubilación debería aumentar hasta los 70 o incluso los 80 años.
El problema es que, en general, los ricos se han salido con la suya. Se
rescató a Wall Street, pero no a los obreros ni a quienes tenían casas. Nuestra
supuesta recuperación no ha hecho mucho por los trabajadores corrientes, pero
los ingresos de los que más ganan se han disparado, ya que casi todos los
beneficios de 2009-2012 han ido a parar al 1% con los ingresos más altos y casi
un tercio al 0,01 % que más ganan (es decir, la gente con rentas de más de 10
millones de dólares).
Entonces, ¿a qué viene ese enfado? ¿Por qué lloriquean? Y tengan en
cuenta que las afirmaciones de que se está persiguiendo a los ricos no solo
provienen de unos cuantos bocazas. Han estado apareciendo en todas las páginas
de opinión y, de hecho, fueron un tema central de la campaña de Romney el año
pasado.
Bueno, yo tengo una teoría. Cuando se tiene tanto dinero, ¿qué es lo que
se intenta comprar ganando todavía más? Uno ya tiene varias mansiones, criados
y el avión privado. Lo que realmente se desea a esas alturas es adulación; uno
quiere que el mundo se incline ante su éxito. Y por eso la idea de que la gente
de los medios de comunicación, del Congreso e incluso de la Casa Blanca esté
criticándole le saca de quicio.
Naturalmente, es de lo más mezquino. Pero el dinero da poder y, gracias
al aumento de la desigualdad, estas personas tan mezquinas tienen mucho dinero.
Así que sus lloriqueos, su enfado por no ser tratados con deferencia por el
mundo entero, pueden tener consecuencias políticas reales. ¡Sientan la cólera
del 0,01 %!
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© New York Times Service 2013
Traducción de News
Clips.
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