Por Lucia Lopez Coll
Sin dudas, la educación ha sido uno de los derechos fundamentales conquistados por los cubanos en las últimas décadas, pero nada está exento de problemas que se necesitarán corregir si realmente se desea un futuro mejor para el país.Crédito: Jorge Luis Baños/IPS
Cuando Finlandia acaparó por sus excelentes resultados los primeros puestos en ciencia, lectura y matemáticas, según el informe presentado en el año 2000 por el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), incluso las grandes potencias mundiales miraron entre sorprendidas e interesadas hacia el pequeño y gélido país europeo. Tres años después un nuevo informe arrojó resultados similares para confirmar que allí no había casualidad. Desde entonces los especialistas y los medios de comunicación siguen indagando en busca de una explicación que justifique logros tan excepcionales. Y aún cuando no se han puesto de acuerdo en sus opiniones, de una forma u otra todos coinciden en un punto: al parecer Finlandia ha logrado establecer y consolidar uno de los mejores sistemas educativos del mundo.
Algunos especialistas consideran que tales resultados se deben a un conjunto de factores que, a primera vista, parecen contradecir la experiencia docente al uso. Diarios de todo el mundo que se han referido al tema resaltan el hecho de que los niños finlandeses no son los que más horas lectivas reciben en el contexto europeo, ni los que más deberes hacen en sus casas, ni los que más temprano comienzan en la escuela (lo hacen a los 7 años), ni los que realizan más evaluaciones a lo largo de sus estudios. La jornada escolar comienza a las 8.30 de la mañana y apenas se extiende hasta las 3 de la tarde, con un receso de media hora para el almuerzo. Por lo general el mismo maestro se encarga de impartir casi todas las asignaturas durante los primeros seis años de primaria y han conseguido mantener como promedio entre 23 y 25 alumnos por cada aula.
Finlandia tampoco se encuentra entre los países que más invierten en educación (menos del 7% del PIB), que es prácticamente pública (apenas existen escuelas privadas), y totalmente gratuita desde el grado preescolar hasta la universidad. También los estudiantes reciben sin costo alguno la comida y los materiales de estudio, aunque en caso de pérdida la familia pagará por ellos.
Hasta aquí algunas de las principales características del sistema educativo finlandés, aunque muchos consideran que ninguna de ellas por separado ha sido decisiva para lograr el salto de calidad que revelan los informes presentados por PISA. La clave -se inclinan a pensar los especialistas-, se encuentra en el nivel de preparación que se le exige a los profesores y el reconocimiento social que obtienen por su trabajo, por lo que el magisterio se encuentra entre las profesiones mejor valoradas.
Según testimonios reflejados por la prensa, ser maestro constituye un honor muy especial en el país nórdico y esa circunstancia es tanto o más atractiva que la remuneración que reciben (entre US$29.000 y US$39.000 anuales), aunque, al parecer, esta resulta suficiente para sostener un nivel de vida promedio, sin grandes lujos pero sin estrecheces.
En cuanto a la formación profesional las universidades realizan una rigurosa selección de los candidatos antes de comenzar sus estudios para garantizar la máxima calidad. Además de presentar notas excelentes, los aspirantes se someten a varias pruebas, incluyendo sensibilidad artística y dominio de algún instrumento musical. Sólo el 10% de los ellos logra aprobar y son aceptados para cursar la carrera, y una vez concluida deben hacer una maestría antes de empezar a ejercer la docencia.
Si me he permitido realizar tan larga introducción enumerando las bondades del sistema educativo finlandés, es porque al leer esta noticia no pude evitar la comparación con nuestro propio sistema educacional, que hace apenas unos años también logró alcanzar un notable nivel que lo hizo destacarse en el ámbito internacional, especialmente en el contexto caribeño y latinoamericano. No es ocioso recordar que tras el triunfo revolucionario y gracias a un esfuerzo descomunal, Cuba logró en muy corto tiempo erradicar el analfabetismo. Desaparecieron las escuelas privadas y toda la educación se declaró gratuita, incluyendo el sistema de becas que, como su mayor saldo positivo, permitió a muchos jóvenes de familias humildes y de bajos ingresos acceder a niveles superiores de educación. Paralelamente se fijaron ambiciosas metas, como aquellas “batallas” por el sexto grado y la enseñanza obligatoria hasta el nivel medio, la formación de profesionales en múltiples ramas del saber, y todo ello en medio de numerosas dificultades y restricciones económicas.
Sin embargo, ese enorme esfuerzo, que requirió por supuesto una gran inversión en infraestructura, la formación de profesionales, la adquisición de materiales de estudio, etc., no ha estado exento de decisiones y políticas erróneas que hoy se impone corregir, si no queremos malograr los avances alcanzados.
Un buen paso en ese sentido fue, sin dudas, la desactivación de las escuelas en el campo, una medida anunciada por el presidente Raúl Castro en el 2009 en correspondencia con la política de ahorro propuesta por el gobierno y con la cual se ponía fin a un sistema de becas que combinaba el estudio y el trabajo en el campo durante el curso escolar, y cuyo saldo final representó escasos beneficios para la agricultura y los propios educandos, y el empleo de varias horas de transporte diario para los profesores, tiempo perdido en su superación o descanso. Además, el sistema supuso una sensible y poco aconsejable disminución del papel de las familias en la formación de sus hijos, teniendo en cuenta que es precisamente en ese núcleo donde se enseñan y aprenden (o no), los valores fundamentales que luego nos definirán como individuos. Afianzar los lazos entre escuela y familia como un binomio que se complementa en la formación integral del alumnado, es una necesidad que muchas veces solo se cumple de manera formal, sin entender que una no debe sustituir a la otra, pero tampoco una puede realizar su labor de manera eficiente cuando no es apoyada por la otra.
¿Y qué ocurre cuando es la propia familia, de algún modo estimulada por la escuela, la que contribuye a agravar los problemas docentes? En más de una ocasión he llegado a determinada oficina para realizar un trámite y he visto a una esforzada madre copiando de internet o de Encarta y redactando ella misma el trabajo que debe entregar su hijo en la escuela. Sin duda asegura con ello la mejor calificación del niño, pero a costa de cometer un fraude y sin que llegue a cumplirse el objetivo docente de la tarea asignada a un estudiante que no tiene computadora en su casa y mucho menos acceso a internet. No se trata en este caso de un padre desinteresado por la educación o la preparación profesional de sus hijos, sino todo lo contrario. El problema es que se ha tomado el peor camino para encausar esa preocupación, sin percatarse de que lejos de estimular el interés del escolar por el aprendizaje y la obtención de resultados con su propio esfuerzo, se está contribuyendo a su deformación como estudiante e individuo.
Claro que existe la otra cara de la moneda. Aquella donde se pone de manifiesto la deficiente preparación del personal educativo, que a veces se combina con una fuerte carga docente, pero mal orientada, o cuando se recarga al alumnado con deberes excesivos y metas casi imposibles de cumplir, como la consulta de contenidos en internet. La experiencia más generalizada de mi generación fue que debíamos estudiar y realizar los deberes por nuestra propia cuenta, porque nuestros padres apenas habían accedido a la enseñanza primaria. Muchos de nosotros tuvimos la posibilidad de graduarnos en la universidad y entonces nuestros hijos sí requirieron nuestra ayuda, no sólo como apoyo al proceso docente, sino porque las tareas eran demasiado difíciles o porque no entendían a la maestra, o porque habían cambiado de profesor cinco veces a lo largo del curso escolar. Hoy se ha pasado a una etapa “superior”, y las familias que disponen de mayores recursos contratan repasadores para rellenar las lagunas que advierten en la preparación de sus hijos. ¿Acaso no es reveladora (y preocupante) esta secuencia, en apenas tres generaciones?
Pero aún habrá que corregir otros problemas en el sistema que han surgido o agravado en los últimos años y sobre los cuales no se ha realizado el debate público necesario, habida cuenta su extrema trascendencia, quizá porque la educación ha sido uno de los derechos fundamentales conquistados por los cubanos en las últimas décadas, y siempre que se habla de ella es necesario recurrir a los guantes de seda.
Pero si traje a colación el tema de Finlandia es precisamente porque somos más débiles allí donde los finlandeses han logrado hacerse fuertes y ese elemento quizá marca una diferencia fundamental: la estabilidad del personal docente y la solidez de su preparación. Mientras los fineses realizan pruebas rigurosas para escoger a los mejores alumnos como futuros profesores y se dan el lujo de seleccionar a los más capaces, nosotros debemos conformarnos muchas veces con estudiantes que llegan a la Licenciatura en Pedagogía porque no han alcanzado la carrera de su preferencia debido a su bajo rendimiento académico. Siempre andamos cortos de personal y ante el déficit de profesores incluso se ha recurrido a los llamados “emergentes”, jóvenes apenas mayores que sus futuros alumnos, sin la preparación necesaria para asumir esa compleja tarea.
Nuestros docentes no sólo están mal remunerados y tienen dificultades con el transporte y la vivienda, al igual que otros muchos profesionales en el país, sino también se ven afectados por otros problemas como la falta de reconocimiento social, no de palabra, sino de hecho. Ellos también son recargados con largas jornadas laborales, con escaso tiempo para su preparación profesional y sufren las deficiencias de algunos métodos pedagógicos, entre otras cuestiones que afectan la calidad de su trabajo y desestimulan que los jóvenes decidan optar por la carrera de magisterio.
Por otra parte, la imagen que hoy proyectan muchos profesores no siempre resulta la más adecuada, por su comportamiento dentro y fuera del aula, plagado de chabacanería y malas formas, por su incapacidad para hacerse respetar por sus alumnos y estimular su interés por los conocimientos que deben impartir, cualidades que poseían muchos de aquellos profesores formados en la vieja escuela, cuando nuestro sistema educacional aún no tenía el alcance y la capacidad que exhibe hoy.
No nos engañemos, no somos ni nunca seremos como los finlandeses. No tenemos su tradición luterana, ni nuestras familias pasan las tardes de domingo en las bien surtidas bibliotecas públicas. Tampoco tenemos esos largos inviernos que casi los obligan a permanecer en sus hogares, bien arropados y disfrutando de la lectura de un buen libro. Pero así como somos, gregarios y extrovertidos hijos del trópico, es necesario y casi urgente encontrar el camino para recuperar lo mejor de nuestra tradición docente, que no por gusto se remonta al siglo XIX con las famosas cátedras de Félix Varela en el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, el magisterio de José de la Luz y Caballero, fundador del prestigioso Colegio de San Salvador, o incluso la generosidad de Rafael María de Mendive, quien llegó a patrocinar el ingreso de su alumno más brillante en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, el joven José Martí.
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