Por Camila Piñeiro Harnecker
En momentos en que en Cuba se está redefiniendo el modelo económico y no se renuncia a la empresa estatal en las actividades fundamentales, la propuesta de Luis Marcelo Yera sobre cómo materializar la propiedad social en grandes empresas cobra gran relevancia. Su obra Repensando la economía socialista: El quinto tipo de propiedad,[1] merece ser estudiada con detenimiento, pues —complementada con otros trabajos que contribuyan a responder algunas preguntas que el autor no se propuso abordar, y que requieren un análisis más allá de la esfera empresarial— constituye una importante contribución a dos de las tareas pendientes más significativas en el actual proceso de cambios: la conceptualización del modelo económico cubano y, en particular, el rediseño de la empresa estatal.
Es en sí un gran aporte el hecho de elucidar una forma de organización de la empresa estatal cubana que permita combinar simultáneamente altos grados de autonomía y control social para lograr una gestión efectiva, después de haber intentado tantas variantes sin incrementos sostenidos de la productividad que satisfagan las necesidades materiales de nuestro pueblo. Yera defiende que no es necesario privatizar para desestatizar y superar los problemas de estas empresas: un nuevo tipo de propiedad, en la forma de corporaciones ramales de conglomerados de cooperativas, es la salida socialista y factible. Sería un quinto tipo de propiedad, además de otros cuatro que han existido en las experiencias históricas de «socialismo»: la privada individual (autoempleo), la privada capitalista (empresas donde se contrata trabajo asalariado permanente), la privada cooperativa (cooperativas tradicionales de autonomía total que operan de forma aislada) y la estatal (empresas administradas por funcionarios estatales).
Su propuesta tiene el mérito adicional de que parte de un análisis serio y objetivo de la teoría marxista así como de la empresarial moderna. Utiliza el rico instrumental metodológico legado por Carlos Marx (la dialéctica materialista y el materialismo histórico), para prever de forma científica —y no solo a partir de frases de pensadores marxistas— el tipo de empresa que debería prevalecer en los países que se propongan construir el socialismo, lo que él llama la «manifestación empresarial de la propiedad social». Y es que instituir un tipo de organización empresarial implica establecer determinadas relaciones de propiedad (es decir, de control) sobre los medios de producción, así como otras de tipo social entre las personas que intervienen en el proceso productivo; y estas relaciones tienen un impacto que va más allá de los espacios directamente relacionados con la producción.
Según el autor, los interesados en construir una sociedad más justa, socialista, cuentan ya con las herramientas teóricas y experiencias concretas que permiten definir con suficiente precisión cómo organizar la empresa socialista: aquella que es efectiva (eficaz y eficiente) en la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de sus trabajadores, consumidores y sociedad en general. Releer los clásicos marxistas a la luz de las nuevas tendencias entre las grandes empresas internacionales, nos ahorraría las improvisaciones, los ejercicios de prueba y error, o, al menos, algunos tropiezos. Implícitamente nos alerta que el actual proceso de cambios en nuestro país no tendrá los resultados esperados, si sus hacedores no tienen clara la teoría sobre la propiedad social, y, por tanto, las relaciones sociales que deberán predominar.
La conceptualización del quinto tipo de propiedad viene de aplicar la metodología dialéctica materialista marxista en la forma de la llamada «ley de la negación de la negación», que deviene una síntesis superior de ambos elementos. Así, la propiedad social sería la negación de la privada capitalista que ya había negado la privada individual precapitalista existente en la forma de trabajadores individuales artesanos y campesinos.
Expandir la propiedad social no es volver a la etapa precapitalista de productores aislados, pero sí retomar los vínculos directos de los productores con los medios de producción. Se trata de restaurar los lazos rotos en las formas empresariales capitalistas, donde los productores pierden la «propiedad» o control de los medios de producción y pasan a ser herramientas de estos mediante la relación de trabajo asalariado. Al institucionalizar en las empresas el control de los procesos productivos por sus trabajadores —la gestión democrática— se elimina la fuente de la enajenación y todas sus negativas consecuencias psicológicas y sociales, al mismo tiempo que se aprovechan fuentes de motivación hacia el trabajo no disponibles de otra manera.
De ahí que el quinto tipo de propiedad sea una «propiedad individual socialista» donde cada trabajador se siente personalmente dueño de la empresa pero de forma colectiva y se disfrutan al máximo los beneficios de la cooperación. Tales ventajas no es posible aprovecharlas totalmente en las formas capitalistas, pues su carácter privado inevitablemente resulta en relaciones de subordinación (a lo interno) y de competencia (a lo interno y externo). Yera apunta, además, que por ser social no es de nadie: los derechos y responsabilidades de cada cual deben estar bien definidos y establecidos claramente en instrumentos legales. En concreto, la visión del autor es un sistema empresarial único que, con objetivos generales socialmente aprobados, estaría representado por un conglomerado autofinanciado conformado por sociedades o empresas cooperativas unidas ramalmente, en vez de por ministerios como en el socialismo burocrático, por corporaciones de actividades homogéneas, donde las funciones operativas de las entidades de base estén descentralizadas con respecto a las funciones estratégicas de los centros correspondientes. (p. 97).
Es decir, Yera sugiere que en cada rama económica exista una corporación de ese tipo. No queda claro cuántas corporaciones considera recomendables, pero parece sugerir que lo ideal sería el menor número posible.
La forma de organización empresarial que propone toma lo más avanzado y útil de las grandes corporaciones capitalistas: la descentralización de las decisiones. Las de tipo operativo, en las que el autor incluye aquellas relacionadas con las ventas, servicios, personal y relaciones públicas, deberían estar descentralizadas y más cercanas a los trabajadores. Mientras las que implican decisiones estratégicas como las finanzas, la investigación y desarrollo, y la planificación a largo plazo, dependerían de los representantes superiores de la corporación; aunque «en estrecha y democrática vinculación con la base productiva».
El quinto tipo de propiedad toma también de una forma empresarial que ha existido en modos de producción anteriores e incluso en el capitalismo y las experiencias socialistas: la cooperativa, que sería en esta nueva propuesta la «célula básica». No se trata solo de descentralizar la gestión, sino de democratizarla y establecer relaciones socialistas de producción. De las cooperativas se toma su modelo de gestión democrática, que permite institucionalizar una amplia participación de los trabajadores mediante estructuras directivas horizontales y procedimientos de rendición de cuentas y toma de decisiones participativos. Estas organizaciones no serían privadas porque estarían socializadas al formar parte de corporaciones también socializadas, como veremos más adelante. Ello no implica que el quinto tipo de propiedad sea una «propiedad de grupos» —criticada por el Che al analizar la autogestión yugoslava—, sino un «cooperativismo armónico», socialista.
La socialización de las corporaciones se logra, en parte, mediante «contratos de arriendo diferenciado» que establecen las bases legales para lograr simultáneamente dos objetivos que parecen contrapuestos: la necesaria autonomía de gestión y el control social imprescindible para asegurar que esa gestión responda a los intereses de la sociedad (la dueña). El contrato de arriendo entre una corporación y una institución que represente los intereses sociales (el ministerio correspondiente en el intertanto) sería un «instrumento jurídico liberado de burocracia» que permitiría velar por la equidad, entre otros objetivos económicos y sociales. Aunque, como apreciaremos, el establecimiento de estos contratos no es suficiente para socializar las empresas. El autor considera inviable «cualquier tipo de intromisión burocrática extraempresarial sobre las decisiones estratégicas y operativas» de las empresas. Comparte el criterio de varios teóricos —demostrado por la práctica de corporaciones modernas y de otras formas de arrendamiento— en cuanto a que la propiedad legal de los medios de producción no es necesaria para una «apropiación efectiva», para controlar la gestión empresarial.
Con el quinto tipo de propiedad, según Yera, se superan —además de los fórceps burocráticos externos— las dos deficiencias internas mayores de la organización de la empresa estatal convencional que limitan la motivación de sus trabajadores: la incapacidad de tomar decisiones sobre la gestión y el hecho de que sus ingresos no se nutran de las utilidades. Estas deficiencias resultan en la ausencia de un sentimiento de dueño, en que no se logre superar la enajenación y, por ende, en la apatía del trabajador. Sin embargo, el autor pone más énfasis en la descentralización de las decisiones empresariales que en la participación de los trabajadores en ellas, cuando lo primero es, sin dudas, una condición necesaria para lo segundo, pero no equivalente. La participación es mencionada directamente en relación con las decisiones sobre ingresos y condiciones laborales, y la elección de sus directivos. Quizás no enfatiza lo suficiente en la gestión democrática por los trabajadores, ni en los efectos positivos que esto tiene sobre su subjetividad (el desarrollo del sentimiento de dueño y de la imprescindible conciencia socialista) porque lo considera obvio para los conocedores del modelo cooperativo de gestión.
Lo anterior puede intuirse del hecho de que Yera subraye que el mecanismo accionario (la posesión por los trabajadores de acciones de sus empresas) no es la vía más efectiva ni deseable para lograr la propiedad social. Advierte que los accionistas no necesariamente se sienten dueños de sus empresas, así como ilustra la dispersión o inexistencia de la propiedad (del sentido real de dueño) que ocurre en las grandes empresas, donde los accionistas no se preocupan por controlar su gestión y se limitan a obtener los dividendos correspondientes a su participación accionaria.
Habría sido importante mencionar que las limitaciones y peligros de utilizar las acciones para crear el sentimiento de propiedad e incentivar a los trabajadores están presentes en las grandes empresas con un elevado número de acciones o cuando estas pueden ser intercambiadas con una alta frecuencia. En las experiencias llevadas a cabo en países socialistas se evidenció que la posesión de acciones por los trabajadores no implicó un mayor compromiso de ellos con el desempeño de la entidad, y que esa fórmula tiende eventualmente a la privatización, pues muchos trabajadores se ven tentados a vender sus acciones y estas terminan concentrándose en pocas manos. Podría también hacerse referencia a estudios que han demostrado que para motivar a los trabajadores se tienen mejores resultados cuando la propiedad legal es colectiva que cuando ella se divide entre ellos mediante la distribución de acciones. De ahí que lo más importante no sea contar con una parte de las utilidades o los retornos que corresponden a las acciones poseídas, sino tener y ejercer el derecho —por ser un trabajador, un ser humano— de participar realmente en la toma de decisiones en un proceso de gestión democrática, donde una de las decisiones es qué hacer con las utilidades obtenidas.
¿Cómo socializar el quinto tipo de propiedad más allá de sus propios trabajadores?, ¿cómo estas empresas autónomas y de gestión democrática estarían bajo control social? En este sentido, Yera propone los «objetivos generales socialmente aprobados» que deberían guiar estas corporaciones socialistas: tener en cuenta la demanda perspectiva, maximizar la variedad y calidad, garantizar la compatibilidad producción-ecología, entre otros aspectos (pp. 97-8). Sin embargo, no explicita cómo ellos serían decididos, qué significa «socialmente aprobados».
Menciona que el control social de las empresas del quinto tipo de propiedad —además del interno, que recaería en los propios trabajadores, motivados por el impacto directo de su labor sobre sus ingresos y vidas— sería ejercido por diversas instituciones que representan intereses sociales. El Partido Comunista de Cuba (PCC) velaría por que ellas respondan a «estrategias de desarrollo». A su vez, el parlamento o Asamblea Nacional desempeñaría un importante papel pues las corporaciones le rendirían cuentas sobre su desempeño y podría asegurar que los planes empresariales cumplan con los «objetivos generales productivos». Por su parte, los ministerios globales controlarían, según corresponda, sus finanzas, asuntos laborales, judiciales, y lo relacionado con la seguridad social y asistencia social. Por último, la prensa y las asociaciones de consumidores velarían por que las corporaciones respondan a intereses sociales.
Pero no queda claro si estos representantes de intereses sociales participarían junto con los directivos de las corporaciones en la definición de estrategias, objetivos y planes. Se ignora también la función de los órganos locales de gobierno no solo en el control o supervisión del funcionamiento de las empresas en su territorio, sino también en la guía o dirección de estas de manera que contribuyan más efectivamente a satisfacer las necesidades de sus comunidades. Por tanto, quedan por elucidar las instituciones y procedimientos mediante los cuales se logra que las corporaciones estén «verdaderamente socializadas». Estos procesos de identificación y priorización de intereses u «objetivos sociales» trascienden la esfera empresarial y requieren de una institucionalidad o sistema de gobierno que permita construirlos democráticamente; asunto que el autor no se propone abordar en su obra.
No obstante, esta es una importante tarea pendiente; sin su resolución queda inconcluso el diseño de un sistema de dirección y gestión empresarial, componente esencial de todo modelo económico. Además, las relaciones establecidas en el seno de las corporaciones o empresas en realidad tienen alcance social pues impactan sobre la vida de los ciudadanos. La propuesta de organización empresarial de Yera debe ser complementada con una conceptualización y un diseño organizativo de ese «Estado socialista» –no el que conocemos, sino uno «coordinador y facilitador» que vele por que los «intereses empresariales no estén por encima de los sociales». Ello permitiría definir más claramente las relaciones entre las empresas socialistas y la sociedad, representada esta última a través de un sistema de gobierno. Lo anterior es fundamental para definir cómo la sociedad ejercería su condición de dueña de la propiedad social, y, por tanto, cómo podría dirigir la actividad empresarial de acuerdo con sus intereses.
De hecho, entre las capacidades que Yera atribuye a las corporaciones está identificar la demanda mediante estudios de mercado; definir «precios competitivos socialmente justos, basados en los costos de producción, la calidad, la abundancia relativa de lo producido, el mercado mundial y la necesidad de lograr la rentabilidad debida»; así como «aplicar una eficiente política inversionista». Sin embargo, en mi opinión, cuando las actividades de las corporaciones están relacionadas con necesidades básicas —incluso cuando las personas no tengan capacidad de pago— o intereses estratégicos, tales decisiones tienen un impacto social tan considerable que no parece recomendable confiárselas exclusivamente a la dirección de las corporaciones. Tampoco a las señales del mercado, pues aunque ellas reflejan con gran acierto la demanda efectiva de bienes y servicios privados (consumo individual), no básicos y bajo ciertas condiciones raramente materializables (competencia perfecta, conocimiento completo, etc.), son inservibles para identificar la demanda de bienes y servicios con cierto componente público (consumo de naturaleza colectiva o social).
Para tomar de manera más armónica esas decisiones es necesaria una coordinación o planificación democrática entre las corporaciones y los representantes de intereses sociales generales sin introducir rigideces ni paternalismos o voluntarismos que ignoren los requerimientos de toda gestión empresarial que pretenda alcanzar niveles óptimos de eficiencia. Es preciso, y justo, que los intereses sociales afectados por las actividades de las corporaciones sean tenidos en cuenta por ellas.
Esta postura del autor refleja debatibles conceptualizaciones de mercado y planificación, imposibles de abordar en esta reseña. Las relaciones de intercambio horizontales, descentralizadas, que se pueden establecer entre actores económicos no tienen que ser «de mercado», es decir, atomistas y guiadas por intereses individuales estrechos. La planificación no debe limitarse a lo interno de la empresa; resulta imprescindible como un proceso de coordinación de la actividad económica de manera que esté guiada o controlada por el bien común o interés social. Es decir, hay que socializar las relaciones horizontales de manera que actores autónomos asimilen las necesidades y aspiraciones sociales en sus intercambios; y la planificación democrática —no solo un marco regulatorio— es fundamental en ese empeño.
La propuesta de Yera está un poco permeada por el criterio absolutista de que las organizaciones empresariales de gran tamaño son siempre más eficientes que las pequeñas y medianas. Sin dudas, estas últimas tienen en el mundo tasas de fracaso mucho más altas que las de mayor tamaño. Debemos ser cuidadosos en su promoción si la intención es que realmente sean fuente de empleo estable y no precario. Pero, lo que causa el éxito relativo de las grandes empresas no es necesariamente una mayor eficiencia, sino, además, que cuentan con mayores recursos —materiales y los que emanan de la cooperación— para afrontar las dificultades en mejores condiciones.
Aunque para algunas producciones las escalas mayores aún resultan más eficientes, el desarrollo de la tecnología ha propiciado que, para un número considerable de producciones, las pequeñas y medianas escalas satisfagan una demanda cada vez más heterogénea, de manera más eficiente, eficaz y flexible, y suelan reaccionar más ágilmente ante variaciones en las preferencias de los consumidores. Por ello, y por la importancia cultural que tienen las empresas para una localidad, no creo que debamos apostar solo a grandes empresas que agrupen cooperativas.
Proponer un único tipo de corporación resulta también un poco rígido. Si el objetivo de concentrar la producción es facilitar el control social —además de alcanzar niveles óptimos de eficiencia y productividad—, existen otras maneras de hacerlo, no solo mediante la integración de todas las empresas a la corporación correspondiente a su actividad productiva. En dependencia del tipo de bien o servicio que produzca la entidad así como de la institucionalidad social que le rodee, ellas podrían coordinar sus estrategias y planes de producción con representantes de los grupos sociales sobre los que inciden. En cualquier caso, las empresas no solo deberían responder a órganos del Estado central, sino también a los gobiernos de las comunidades donde están ubicadas.
Parece recomendable también que haya espacio para diversos tipos de empresas pequeñas y medianas que surjan por iniciativas de personas, familias, grupos o gobiernos territoriales para satisfacer necesidades locales. Estas podrían establecer mecanismos de cooperación más flexibles y focalizados (solo para algunas funciones u operaciones) sin la necesidad de integrarse a una corporación, tales como cooperativas de segundo grado, asociaciones o alianzas. Además, en lugar de internalizar los intereses sociales, como plantea el autor, a través de las corporaciones ramales a las que pertenezcan, las empresas podrían hacerlo directamente con los gobiernos locales mediante asociaciones territoriales donde participen también otras en el territorio.
Por otro lado, en aquellas actividades relacionadas con necesidades básicas o estratégicas, no es aconsejable darle a la corporación tanta autonomía como propone Yera, sobre todo en lo relativo a niveles de producción, precios e inversiones, porque solo mediante los contratos de arriendo no se logra asegurar que respondan a intereses sociales. Además, hay que evitar la creación de grandes estructuras empresariales de partida sin que la base productiva esté consolidada. Las experiencias exitosas de articulación empresarial, tanto en corporaciones capitalistas como en cooperativas de grado segundo y superiores, demuestran que ello debe suceder en la medida que las empresas bases se fortalezcan y perciban las ventajas de la cooperación.
El libro de Luis Marcelo Yera, una compilación de trabajos suyos actualizados, comienza y termina con el abordaje crítico de una ley que pensadores marxistas deducen de lo planteado por Marx: la llamada «ley del cambio gradual de las formaciones económico-sociales». Más allá de las distintas interpretaciones que se pueden hacer de lo expuesto por Marx sobre las condiciones necesarias para poder iniciar un proceso de construcción socialista («alto desarrollo relativo de las fuerzas productivas» o, en países de «bajo desarrollo», la existencia de un modelo ya probado en alguna nación desarrollada y la unión de los trabajadores del campo con los de la industria), el mensaje de Yera es que esta ley no plantea que el socialismo solo puede ser construido en países de alto desarrollo relativo. Aunque queda por precisar: ¿qué tipo de desarrollo?, ¿relativo a qué?, ¿buscamos —sin ignorar la necesidad ineludible de insertarnos en el mercado mundial— competir en eficiencia o en efectividad en la satisfacción de necesidades materiales y espirituales?
Lo importante es que la construcción del socialismo en cualquier caso debe ser un proceso gradual donde las nuevas formas organizativas que reflejan las relaciones sociales socialistas superen, no por decreto sino por su demostrada superioridad, las del pasado, basadas en relaciones de subordinación y explotación. Así, el autor llama no a postergar la construcción del socialismo en nuestro país, sino a edificarlo científica y conscientemente.
Nota
[1] Luis Marcelo Yera, Repensando la economía socialista: El quinto tipo de propiedad, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2010.
En momentos en que en Cuba se está redefiniendo el modelo económico y no se renuncia a la empresa estatal en las actividades fundamentales, la propuesta de Luis Marcelo Yera sobre cómo materializar la propiedad social en grandes empresas cobra gran relevancia. Su obra Repensando la economía socialista: El quinto tipo de propiedad,[1] merece ser estudiada con detenimiento, pues —complementada con otros trabajos que contribuyan a responder algunas preguntas que el autor no se propuso abordar, y que requieren un análisis más allá de la esfera empresarial— constituye una importante contribución a dos de las tareas pendientes más significativas en el actual proceso de cambios: la conceptualización del modelo económico cubano y, en particular, el rediseño de la empresa estatal.
Es en sí un gran aporte el hecho de elucidar una forma de organización de la empresa estatal cubana que permita combinar simultáneamente altos grados de autonomía y control social para lograr una gestión efectiva, después de haber intentado tantas variantes sin incrementos sostenidos de la productividad que satisfagan las necesidades materiales de nuestro pueblo. Yera defiende que no es necesario privatizar para desestatizar y superar los problemas de estas empresas: un nuevo tipo de propiedad, en la forma de corporaciones ramales de conglomerados de cooperativas, es la salida socialista y factible. Sería un quinto tipo de propiedad, además de otros cuatro que han existido en las experiencias históricas de «socialismo»: la privada individual (autoempleo), la privada capitalista (empresas donde se contrata trabajo asalariado permanente), la privada cooperativa (cooperativas tradicionales de autonomía total que operan de forma aislada) y la estatal (empresas administradas por funcionarios estatales).
Su propuesta tiene el mérito adicional de que parte de un análisis serio y objetivo de la teoría marxista así como de la empresarial moderna. Utiliza el rico instrumental metodológico legado por Carlos Marx (la dialéctica materialista y el materialismo histórico), para prever de forma científica —y no solo a partir de frases de pensadores marxistas— el tipo de empresa que debería prevalecer en los países que se propongan construir el socialismo, lo que él llama la «manifestación empresarial de la propiedad social». Y es que instituir un tipo de organización empresarial implica establecer determinadas relaciones de propiedad (es decir, de control) sobre los medios de producción, así como otras de tipo social entre las personas que intervienen en el proceso productivo; y estas relaciones tienen un impacto que va más allá de los espacios directamente relacionados con la producción.
Según el autor, los interesados en construir una sociedad más justa, socialista, cuentan ya con las herramientas teóricas y experiencias concretas que permiten definir con suficiente precisión cómo organizar la empresa socialista: aquella que es efectiva (eficaz y eficiente) en la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de sus trabajadores, consumidores y sociedad en general. Releer los clásicos marxistas a la luz de las nuevas tendencias entre las grandes empresas internacionales, nos ahorraría las improvisaciones, los ejercicios de prueba y error, o, al menos, algunos tropiezos. Implícitamente nos alerta que el actual proceso de cambios en nuestro país no tendrá los resultados esperados, si sus hacedores no tienen clara la teoría sobre la propiedad social, y, por tanto, las relaciones sociales que deberán predominar.
La conceptualización del quinto tipo de propiedad viene de aplicar la metodología dialéctica materialista marxista en la forma de la llamada «ley de la negación de la negación», que deviene una síntesis superior de ambos elementos. Así, la propiedad social sería la negación de la privada capitalista que ya había negado la privada individual precapitalista existente en la forma de trabajadores individuales artesanos y campesinos.
Expandir la propiedad social no es volver a la etapa precapitalista de productores aislados, pero sí retomar los vínculos directos de los productores con los medios de producción. Se trata de restaurar los lazos rotos en las formas empresariales capitalistas, donde los productores pierden la «propiedad» o control de los medios de producción y pasan a ser herramientas de estos mediante la relación de trabajo asalariado. Al institucionalizar en las empresas el control de los procesos productivos por sus trabajadores —la gestión democrática— se elimina la fuente de la enajenación y todas sus negativas consecuencias psicológicas y sociales, al mismo tiempo que se aprovechan fuentes de motivación hacia el trabajo no disponibles de otra manera.
De ahí que el quinto tipo de propiedad sea una «propiedad individual socialista» donde cada trabajador se siente personalmente dueño de la empresa pero de forma colectiva y se disfrutan al máximo los beneficios de la cooperación. Tales ventajas no es posible aprovecharlas totalmente en las formas capitalistas, pues su carácter privado inevitablemente resulta en relaciones de subordinación (a lo interno) y de competencia (a lo interno y externo). Yera apunta, además, que por ser social no es de nadie: los derechos y responsabilidades de cada cual deben estar bien definidos y establecidos claramente en instrumentos legales. En concreto, la visión del autor es un sistema empresarial único que, con objetivos generales socialmente aprobados, estaría representado por un conglomerado autofinanciado conformado por sociedades o empresas cooperativas unidas ramalmente, en vez de por ministerios como en el socialismo burocrático, por corporaciones de actividades homogéneas, donde las funciones operativas de las entidades de base estén descentralizadas con respecto a las funciones estratégicas de los centros correspondientes. (p. 97).
Es decir, Yera sugiere que en cada rama económica exista una corporación de ese tipo. No queda claro cuántas corporaciones considera recomendables, pero parece sugerir que lo ideal sería el menor número posible.
La forma de organización empresarial que propone toma lo más avanzado y útil de las grandes corporaciones capitalistas: la descentralización de las decisiones. Las de tipo operativo, en las que el autor incluye aquellas relacionadas con las ventas, servicios, personal y relaciones públicas, deberían estar descentralizadas y más cercanas a los trabajadores. Mientras las que implican decisiones estratégicas como las finanzas, la investigación y desarrollo, y la planificación a largo plazo, dependerían de los representantes superiores de la corporación; aunque «en estrecha y democrática vinculación con la base productiva».
El quinto tipo de propiedad toma también de una forma empresarial que ha existido en modos de producción anteriores e incluso en el capitalismo y las experiencias socialistas: la cooperativa, que sería en esta nueva propuesta la «célula básica». No se trata solo de descentralizar la gestión, sino de democratizarla y establecer relaciones socialistas de producción. De las cooperativas se toma su modelo de gestión democrática, que permite institucionalizar una amplia participación de los trabajadores mediante estructuras directivas horizontales y procedimientos de rendición de cuentas y toma de decisiones participativos. Estas organizaciones no serían privadas porque estarían socializadas al formar parte de corporaciones también socializadas, como veremos más adelante. Ello no implica que el quinto tipo de propiedad sea una «propiedad de grupos» —criticada por el Che al analizar la autogestión yugoslava—, sino un «cooperativismo armónico», socialista.
La socialización de las corporaciones se logra, en parte, mediante «contratos de arriendo diferenciado» que establecen las bases legales para lograr simultáneamente dos objetivos que parecen contrapuestos: la necesaria autonomía de gestión y el control social imprescindible para asegurar que esa gestión responda a los intereses de la sociedad (la dueña). El contrato de arriendo entre una corporación y una institución que represente los intereses sociales (el ministerio correspondiente en el intertanto) sería un «instrumento jurídico liberado de burocracia» que permitiría velar por la equidad, entre otros objetivos económicos y sociales. Aunque, como apreciaremos, el establecimiento de estos contratos no es suficiente para socializar las empresas. El autor considera inviable «cualquier tipo de intromisión burocrática extraempresarial sobre las decisiones estratégicas y operativas» de las empresas. Comparte el criterio de varios teóricos —demostrado por la práctica de corporaciones modernas y de otras formas de arrendamiento— en cuanto a que la propiedad legal de los medios de producción no es necesaria para una «apropiación efectiva», para controlar la gestión empresarial.
Con el quinto tipo de propiedad, según Yera, se superan —además de los fórceps burocráticos externos— las dos deficiencias internas mayores de la organización de la empresa estatal convencional que limitan la motivación de sus trabajadores: la incapacidad de tomar decisiones sobre la gestión y el hecho de que sus ingresos no se nutran de las utilidades. Estas deficiencias resultan en la ausencia de un sentimiento de dueño, en que no se logre superar la enajenación y, por ende, en la apatía del trabajador. Sin embargo, el autor pone más énfasis en la descentralización de las decisiones empresariales que en la participación de los trabajadores en ellas, cuando lo primero es, sin dudas, una condición necesaria para lo segundo, pero no equivalente. La participación es mencionada directamente en relación con las decisiones sobre ingresos y condiciones laborales, y la elección de sus directivos. Quizás no enfatiza lo suficiente en la gestión democrática por los trabajadores, ni en los efectos positivos que esto tiene sobre su subjetividad (el desarrollo del sentimiento de dueño y de la imprescindible conciencia socialista) porque lo considera obvio para los conocedores del modelo cooperativo de gestión.
Lo anterior puede intuirse del hecho de que Yera subraye que el mecanismo accionario (la posesión por los trabajadores de acciones de sus empresas) no es la vía más efectiva ni deseable para lograr la propiedad social. Advierte que los accionistas no necesariamente se sienten dueños de sus empresas, así como ilustra la dispersión o inexistencia de la propiedad (del sentido real de dueño) que ocurre en las grandes empresas, donde los accionistas no se preocupan por controlar su gestión y se limitan a obtener los dividendos correspondientes a su participación accionaria.
Habría sido importante mencionar que las limitaciones y peligros de utilizar las acciones para crear el sentimiento de propiedad e incentivar a los trabajadores están presentes en las grandes empresas con un elevado número de acciones o cuando estas pueden ser intercambiadas con una alta frecuencia. En las experiencias llevadas a cabo en países socialistas se evidenció que la posesión de acciones por los trabajadores no implicó un mayor compromiso de ellos con el desempeño de la entidad, y que esa fórmula tiende eventualmente a la privatización, pues muchos trabajadores se ven tentados a vender sus acciones y estas terminan concentrándose en pocas manos. Podría también hacerse referencia a estudios que han demostrado que para motivar a los trabajadores se tienen mejores resultados cuando la propiedad legal es colectiva que cuando ella se divide entre ellos mediante la distribución de acciones. De ahí que lo más importante no sea contar con una parte de las utilidades o los retornos que corresponden a las acciones poseídas, sino tener y ejercer el derecho —por ser un trabajador, un ser humano— de participar realmente en la toma de decisiones en un proceso de gestión democrática, donde una de las decisiones es qué hacer con las utilidades obtenidas.
¿Cómo socializar el quinto tipo de propiedad más allá de sus propios trabajadores?, ¿cómo estas empresas autónomas y de gestión democrática estarían bajo control social? En este sentido, Yera propone los «objetivos generales socialmente aprobados» que deberían guiar estas corporaciones socialistas: tener en cuenta la demanda perspectiva, maximizar la variedad y calidad, garantizar la compatibilidad producción-ecología, entre otros aspectos (pp. 97-8). Sin embargo, no explicita cómo ellos serían decididos, qué significa «socialmente aprobados».
Menciona que el control social de las empresas del quinto tipo de propiedad —además del interno, que recaería en los propios trabajadores, motivados por el impacto directo de su labor sobre sus ingresos y vidas— sería ejercido por diversas instituciones que representan intereses sociales. El Partido Comunista de Cuba (PCC) velaría por que ellas respondan a «estrategias de desarrollo». A su vez, el parlamento o Asamblea Nacional desempeñaría un importante papel pues las corporaciones le rendirían cuentas sobre su desempeño y podría asegurar que los planes empresariales cumplan con los «objetivos generales productivos». Por su parte, los ministerios globales controlarían, según corresponda, sus finanzas, asuntos laborales, judiciales, y lo relacionado con la seguridad social y asistencia social. Por último, la prensa y las asociaciones de consumidores velarían por que las corporaciones respondan a intereses sociales.
Pero no queda claro si estos representantes de intereses sociales participarían junto con los directivos de las corporaciones en la definición de estrategias, objetivos y planes. Se ignora también la función de los órganos locales de gobierno no solo en el control o supervisión del funcionamiento de las empresas en su territorio, sino también en la guía o dirección de estas de manera que contribuyan más efectivamente a satisfacer las necesidades de sus comunidades. Por tanto, quedan por elucidar las instituciones y procedimientos mediante los cuales se logra que las corporaciones estén «verdaderamente socializadas». Estos procesos de identificación y priorización de intereses u «objetivos sociales» trascienden la esfera empresarial y requieren de una institucionalidad o sistema de gobierno que permita construirlos democráticamente; asunto que el autor no se propone abordar en su obra.
No obstante, esta es una importante tarea pendiente; sin su resolución queda inconcluso el diseño de un sistema de dirección y gestión empresarial, componente esencial de todo modelo económico. Además, las relaciones establecidas en el seno de las corporaciones o empresas en realidad tienen alcance social pues impactan sobre la vida de los ciudadanos. La propuesta de organización empresarial de Yera debe ser complementada con una conceptualización y un diseño organizativo de ese «Estado socialista» –no el que conocemos, sino uno «coordinador y facilitador» que vele por que los «intereses empresariales no estén por encima de los sociales». Ello permitiría definir más claramente las relaciones entre las empresas socialistas y la sociedad, representada esta última a través de un sistema de gobierno. Lo anterior es fundamental para definir cómo la sociedad ejercería su condición de dueña de la propiedad social, y, por tanto, cómo podría dirigir la actividad empresarial de acuerdo con sus intereses.
De hecho, entre las capacidades que Yera atribuye a las corporaciones está identificar la demanda mediante estudios de mercado; definir «precios competitivos socialmente justos, basados en los costos de producción, la calidad, la abundancia relativa de lo producido, el mercado mundial y la necesidad de lograr la rentabilidad debida»; así como «aplicar una eficiente política inversionista». Sin embargo, en mi opinión, cuando las actividades de las corporaciones están relacionadas con necesidades básicas —incluso cuando las personas no tengan capacidad de pago— o intereses estratégicos, tales decisiones tienen un impacto social tan considerable que no parece recomendable confiárselas exclusivamente a la dirección de las corporaciones. Tampoco a las señales del mercado, pues aunque ellas reflejan con gran acierto la demanda efectiva de bienes y servicios privados (consumo individual), no básicos y bajo ciertas condiciones raramente materializables (competencia perfecta, conocimiento completo, etc.), son inservibles para identificar la demanda de bienes y servicios con cierto componente público (consumo de naturaleza colectiva o social).
Para tomar de manera más armónica esas decisiones es necesaria una coordinación o planificación democrática entre las corporaciones y los representantes de intereses sociales generales sin introducir rigideces ni paternalismos o voluntarismos que ignoren los requerimientos de toda gestión empresarial que pretenda alcanzar niveles óptimos de eficiencia. Es preciso, y justo, que los intereses sociales afectados por las actividades de las corporaciones sean tenidos en cuenta por ellas.
Esta postura del autor refleja debatibles conceptualizaciones de mercado y planificación, imposibles de abordar en esta reseña. Las relaciones de intercambio horizontales, descentralizadas, que se pueden establecer entre actores económicos no tienen que ser «de mercado», es decir, atomistas y guiadas por intereses individuales estrechos. La planificación no debe limitarse a lo interno de la empresa; resulta imprescindible como un proceso de coordinación de la actividad económica de manera que esté guiada o controlada por el bien común o interés social. Es decir, hay que socializar las relaciones horizontales de manera que actores autónomos asimilen las necesidades y aspiraciones sociales en sus intercambios; y la planificación democrática —no solo un marco regulatorio— es fundamental en ese empeño.
La propuesta de Yera está un poco permeada por el criterio absolutista de que las organizaciones empresariales de gran tamaño son siempre más eficientes que las pequeñas y medianas. Sin dudas, estas últimas tienen en el mundo tasas de fracaso mucho más altas que las de mayor tamaño. Debemos ser cuidadosos en su promoción si la intención es que realmente sean fuente de empleo estable y no precario. Pero, lo que causa el éxito relativo de las grandes empresas no es necesariamente una mayor eficiencia, sino, además, que cuentan con mayores recursos —materiales y los que emanan de la cooperación— para afrontar las dificultades en mejores condiciones.
Aunque para algunas producciones las escalas mayores aún resultan más eficientes, el desarrollo de la tecnología ha propiciado que, para un número considerable de producciones, las pequeñas y medianas escalas satisfagan una demanda cada vez más heterogénea, de manera más eficiente, eficaz y flexible, y suelan reaccionar más ágilmente ante variaciones en las preferencias de los consumidores. Por ello, y por la importancia cultural que tienen las empresas para una localidad, no creo que debamos apostar solo a grandes empresas que agrupen cooperativas.
Proponer un único tipo de corporación resulta también un poco rígido. Si el objetivo de concentrar la producción es facilitar el control social —además de alcanzar niveles óptimos de eficiencia y productividad—, existen otras maneras de hacerlo, no solo mediante la integración de todas las empresas a la corporación correspondiente a su actividad productiva. En dependencia del tipo de bien o servicio que produzca la entidad así como de la institucionalidad social que le rodee, ellas podrían coordinar sus estrategias y planes de producción con representantes de los grupos sociales sobre los que inciden. En cualquier caso, las empresas no solo deberían responder a órganos del Estado central, sino también a los gobiernos de las comunidades donde están ubicadas.
Parece recomendable también que haya espacio para diversos tipos de empresas pequeñas y medianas que surjan por iniciativas de personas, familias, grupos o gobiernos territoriales para satisfacer necesidades locales. Estas podrían establecer mecanismos de cooperación más flexibles y focalizados (solo para algunas funciones u operaciones) sin la necesidad de integrarse a una corporación, tales como cooperativas de segundo grado, asociaciones o alianzas. Además, en lugar de internalizar los intereses sociales, como plantea el autor, a través de las corporaciones ramales a las que pertenezcan, las empresas podrían hacerlo directamente con los gobiernos locales mediante asociaciones territoriales donde participen también otras en el territorio.
Por otro lado, en aquellas actividades relacionadas con necesidades básicas o estratégicas, no es aconsejable darle a la corporación tanta autonomía como propone Yera, sobre todo en lo relativo a niveles de producción, precios e inversiones, porque solo mediante los contratos de arriendo no se logra asegurar que respondan a intereses sociales. Además, hay que evitar la creación de grandes estructuras empresariales de partida sin que la base productiva esté consolidada. Las experiencias exitosas de articulación empresarial, tanto en corporaciones capitalistas como en cooperativas de grado segundo y superiores, demuestran que ello debe suceder en la medida que las empresas bases se fortalezcan y perciban las ventajas de la cooperación.
El libro de Luis Marcelo Yera, una compilación de trabajos suyos actualizados, comienza y termina con el abordaje crítico de una ley que pensadores marxistas deducen de lo planteado por Marx: la llamada «ley del cambio gradual de las formaciones económico-sociales». Más allá de las distintas interpretaciones que se pueden hacer de lo expuesto por Marx sobre las condiciones necesarias para poder iniciar un proceso de construcción socialista («alto desarrollo relativo de las fuerzas productivas» o, en países de «bajo desarrollo», la existencia de un modelo ya probado en alguna nación desarrollada y la unión de los trabajadores del campo con los de la industria), el mensaje de Yera es que esta ley no plantea que el socialismo solo puede ser construido en países de alto desarrollo relativo. Aunque queda por precisar: ¿qué tipo de desarrollo?, ¿relativo a qué?, ¿buscamos —sin ignorar la necesidad ineludible de insertarnos en el mercado mundial— competir en eficiencia o en efectividad en la satisfacción de necesidades materiales y espirituales?
Lo importante es que la construcción del socialismo en cualquier caso debe ser un proceso gradual donde las nuevas formas organizativas que reflejan las relaciones sociales socialistas superen, no por decreto sino por su demostrada superioridad, las del pasado, basadas en relaciones de subordinación y explotación. Así, el autor llama no a postergar la construcción del socialismo en nuestro país, sino a edificarlo científica y conscientemente.
Nota
[1] Luis Marcelo Yera, Repensando la economía socialista: El quinto tipo de propiedad, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2010.
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