Los progresistas hablan de circunstancias; los conservadores, de carácter.
Esta línea divisoria intelectual es más evidente cuando el tema es la persistencia de la pobreza en un país rico. Los progresistas aluden a los salarios reales y a la desaparición de puestos de trabajo que ofrecen remuneraciones de clase media, así como a la constante inseguridad que produce el no disponer de trabajo o activos fijos. Para los conservadores, sin embargo, todo se reduce a la falta de ahínco. El portavoz de la Cámara de Representantes, John Boehmer, afirma que la gente está convencida de que “realmente no tiene que trabajar”. Mitt Romney acusa a los estadounidenses con rentas bajas de no estar dispuestos a “asumir su responsabilidad personal”. E incluso después de declarar que en realidad los pobres no le interesan, el represenrante republicano Paul Ryan atribuye la persistencia de la pobreza a una falta de “hábitos productivos”.
Pero seamos justos: algunos conservadores también están dispuestos a censurar a los ricos. En buena parte de lo escrito recientemente por conservadores sale a relucir el tema de que la élite estadounidense también se ha descuidado últimamente, ha perdido la seriedad y el comedimiento del pasado. Peggy Noonan escribe acerca de nuestras “élites decadentes”, que hacen chistes sobre lo que ganan a costa de los pobres. Charles Murray, cuyo libro Coming Apart trata principalmente sobre la supuesta decadencia de valores entre los trabajadores blancos, también denuncia la “falta de decoro” de los muy ricos, con sus estilos de vida extravagantes y sus casas gigantescas.
¿Pero realmente se ha producido una explosión de ostentación en la élite? ¿Y, si es así, refleja esto una decadencia moral, o un cambio en las circunstancias?
Acabo de releer un interesantísimo artículo titulado How top executives live [Cómo viven los altos ejecutivos], publicado en Fortune en 1955 y reeditado hace dos años. Es un retrato de la élite empresarial estadounidense de hace dos generaciones, y resulta que las vidas de una generación anterior eran, en efecto, mucho más discretas, más decorosas si se quiere, que las de los amos del universo actuales.
“La casa del ejecutivo de hoy”, nos cuenta el artículo, “muy probablemente sea discreta y relativamente pequeña, quizá siete habitaciones, dos baños y un aseo”. El alto ejecutivo tiene dos coches y “se las apaña con uno o dos empleados domésticos”. La vida también es comedida en otros aspectos: “Las relaciones extramatrimoniales del alto mundo empresarial estadounidense no son suficientemente importantes como para hablar de ellas”. De hecho, estoy seguro de que tendrían sus devaneos, pero no se jactaban de ello. Al menos la élite de 1955 pretendía dar un buen ejemplo de comportamiento responsable.
Pero antes de que el lector se lamente de la pérdida de los valores, hay algo que debería saber: al rendir homenaje a la modesta y sobria élite empresarial de Estados Unidos, Fortune describía esta sobriedad y modestia como algo nuevo. Comparaba las modestas casas y lanchas motoras de 1955 con las mansiones y los yates de una generación anterior. ¿Y por qué había abandonado la élite la ostentación del pasado? Porque ya no podía permitirse vivir de aquella forma. El gran yate, nos dice Fortune, “se ha hundido en el mar de los impuestos progresivos”.
Pero desde entonces ese mar ha retrocedido. Los yates gigantescos y las casas enormes han vuelto. De hecho, en lugares como Greenwich, Connecticut, algunas de las “mansiones desproporcionadamente grandes” que Fortune describía como reliquias del pasado han sido sustituidas por mansiones aún más grandes.
Y lo que ha ocurrido con aquellos buenos tiempos de comedimiento de la élite no es ningún misterio. Solo hay que seguir al dinero. La extremada desigualdad de rentas y los bajos impuestos para los más ricos han vuelto. Por ejemplo, en 1955, los 400 estadounidenses con ingresos más elevados pagaban más de la mitad de su renta en impuestos, pero hoy en día esa cifra se ha reducido a menos de la quinta parte. E inevitablemente, la vuelta de los bajos impuestos para las grandes fortunas ha traído consigo la vuelta de una ostentación similar a la de la Edad Dorada.
¿Hay alguna posibilidad de que las exhortaciones morales, los llamamientos a que den mejor ejemplo, logren inducir a los ricos a dejar de presumir tanto? No.
No es solo que quienes pueden permitirse vivir a lo grande tiendan a hacerlo. Como nos dijo hace mucho Thorstein Veblen, en una sociedad muy desigual los ricos se sienten obligados a efectuar un “consumo conspicuo”, gastando de maneras muy visibles para demostrar su riqueza. Y las ciencias sociales modernas confirman esta percepción. Por ejemplo, investigadores de la Reserva Federal han demostrado que quienes residen en vecindarios muy desiguales tienen más propensión a comprar coches lujosos que quienes viven en lugares más homogéneos. De manera muy clara, una desigualdad elevada trae consigo la necesidad percibida de gastar dinero en formas que denoten la condición de uno.
La cuestión es que si bien reprender a los ricos por su vulgaridad puede no ser tan ofensivo como reñir a los pobres por sus defectos morales, es exactamente igual de fútil. Como la naturaleza humana es como es, no tiene sentido esperar humildad de una élite muy privilegiada. Por lo tanto, si piensan que nuestra sociedad necesita más humildad, deberían apoyar políticas que reduzcan los privilegios de la élite.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
2014 New York Times Service.
Esta línea divisoria intelectual es más evidente cuando el tema es la persistencia de la pobreza en un país rico. Los progresistas aluden a los salarios reales y a la desaparición de puestos de trabajo que ofrecen remuneraciones de clase media, así como a la constante inseguridad que produce el no disponer de trabajo o activos fijos. Para los conservadores, sin embargo, todo se reduce a la falta de ahínco. El portavoz de la Cámara de Representantes, John Boehmer, afirma que la gente está convencida de que “realmente no tiene que trabajar”. Mitt Romney acusa a los estadounidenses con rentas bajas de no estar dispuestos a “asumir su responsabilidad personal”. E incluso después de declarar que en realidad los pobres no le interesan, el represenrante republicano Paul Ryan atribuye la persistencia de la pobreza a una falta de “hábitos productivos”.
Pero seamos justos: algunos conservadores también están dispuestos a censurar a los ricos. En buena parte de lo escrito recientemente por conservadores sale a relucir el tema de que la élite estadounidense también se ha descuidado últimamente, ha perdido la seriedad y el comedimiento del pasado. Peggy Noonan escribe acerca de nuestras “élites decadentes”, que hacen chistes sobre lo que ganan a costa de los pobres. Charles Murray, cuyo libro Coming Apart trata principalmente sobre la supuesta decadencia de valores entre los trabajadores blancos, también denuncia la “falta de decoro” de los muy ricos, con sus estilos de vida extravagantes y sus casas gigantescas.
¿Pero realmente se ha producido una explosión de ostentación en la élite? ¿Y, si es así, refleja esto una decadencia moral, o un cambio en las circunstancias?
Acabo de releer un interesantísimo artículo titulado How top executives live [Cómo viven los altos ejecutivos], publicado en Fortune en 1955 y reeditado hace dos años. Es un retrato de la élite empresarial estadounidense de hace dos generaciones, y resulta que las vidas de una generación anterior eran, en efecto, mucho más discretas, más decorosas si se quiere, que las de los amos del universo actuales.
“La casa del ejecutivo de hoy”, nos cuenta el artículo, “muy probablemente sea discreta y relativamente pequeña, quizá siete habitaciones, dos baños y un aseo”. El alto ejecutivo tiene dos coches y “se las apaña con uno o dos empleados domésticos”. La vida también es comedida en otros aspectos: “Las relaciones extramatrimoniales del alto mundo empresarial estadounidense no son suficientemente importantes como para hablar de ellas”. De hecho, estoy seguro de que tendrían sus devaneos, pero no se jactaban de ello. Al menos la élite de 1955 pretendía dar un buen ejemplo de comportamiento responsable.
Pero antes de que el lector se lamente de la pérdida de los valores, hay algo que debería saber: al rendir homenaje a la modesta y sobria élite empresarial de Estados Unidos, Fortune describía esta sobriedad y modestia como algo nuevo. Comparaba las modestas casas y lanchas motoras de 1955 con las mansiones y los yates de una generación anterior. ¿Y por qué había abandonado la élite la ostentación del pasado? Porque ya no podía permitirse vivir de aquella forma. El gran yate, nos dice Fortune, “se ha hundido en el mar de los impuestos progresivos”.
Pero desde entonces ese mar ha retrocedido. Los yates gigantescos y las casas enormes han vuelto. De hecho, en lugares como Greenwich, Connecticut, algunas de las “mansiones desproporcionadamente grandes” que Fortune describía como reliquias del pasado han sido sustituidas por mansiones aún más grandes.
Y lo que ha ocurrido con aquellos buenos tiempos de comedimiento de la élite no es ningún misterio. Solo hay que seguir al dinero. La extremada desigualdad de rentas y los bajos impuestos para los más ricos han vuelto. Por ejemplo, en 1955, los 400 estadounidenses con ingresos más elevados pagaban más de la mitad de su renta en impuestos, pero hoy en día esa cifra se ha reducido a menos de la quinta parte. E inevitablemente, la vuelta de los bajos impuestos para las grandes fortunas ha traído consigo la vuelta de una ostentación similar a la de la Edad Dorada.
¿Hay alguna posibilidad de que las exhortaciones morales, los llamamientos a que den mejor ejemplo, logren inducir a los ricos a dejar de presumir tanto? No.
No es solo que quienes pueden permitirse vivir a lo grande tiendan a hacerlo. Como nos dijo hace mucho Thorstein Veblen, en una sociedad muy desigual los ricos se sienten obligados a efectuar un “consumo conspicuo”, gastando de maneras muy visibles para demostrar su riqueza. Y las ciencias sociales modernas confirman esta percepción. Por ejemplo, investigadores de la Reserva Federal han demostrado que quienes residen en vecindarios muy desiguales tienen más propensión a comprar coches lujosos que quienes viven en lugares más homogéneos. De manera muy clara, una desigualdad elevada trae consigo la necesidad percibida de gastar dinero en formas que denoten la condición de uno.
La cuestión es que si bien reprender a los ricos por su vulgaridad puede no ser tan ofensivo como reñir a los pobres por sus defectos morales, es exactamente igual de fútil. Como la naturaleza humana es como es, no tiene sentido esperar humildad de una élite muy privilegiada. Por lo tanto, si piensan que nuestra sociedad necesita más humildad, deberían apoyar políticas que reduzcan los privilegios de la élite.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
2014 New York Times Service.
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