"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

martes, 21 de octubre de 2014

La Habana, ¿una ecuación imposible?

Por: Carlos García Pleyán
Sociólogo.
En octubre de 2004, Temas publicó el artículo «La Habana 2050», de Carlos Garcia Pleyán. Diez años después, su autor vuelve sobre el tema para analizar cuánto ha cambiado —o no— el problema en una década, y proponer soluciones y estrategias. Con esta entrega, Catalejo abre una línea que pretende festejar los 20 años de Temas, con textos que actualicen asuntos tratados en las páginas de la revista durante este tiempo.

¿Es ya la ciudad de La Habana una ecuación imposible, un problema sin solución, un embrollo sin remedio? Aprovecho el polémico título de uno de los últimos libros publicados por Jordi Borja (La ciudad, una ecuación imposible[1]) para subrayar la dramática situación en que se encuentra la otrora Llave del nuevo mundo. Una respuesta afirmativa a ese interrogante sería moral, política e históricamente inaceptable. No puede haber nada que justifique la desidia ante las crecientes necesidades de sus pobladores, o la ignorancia y el desdén ante la más importante concentración de cultura, productividad y conocimiento del país.

Es ya inaplazable cambiar los términos de la ecuación habanera. En la medida en que se sigan asignando recursos insuficientes para su rehabilitación, en que los gobiernos locales sigan siendo débiles, en que no se impulse y estimule una activa participación ciudadana, no podrá esperarse del otro lado de la ecuación otra cosa nuestra vieja, rota y cansada ciudad.

La ciudad construida y su entramado social son uno de los productos culturales más complejos y valiosos de la historia de cualquier país. El tema de las relaciones entre ciudad y sociedad ha animado el debate central de la sociología urbana desde sus inicios. Es algo comúnmente aceptado que, si bien la ciudad es una construcción social (ya que puede leerse una historia colectiva en su morfología y funcionamiento), también es cierto que ese ámbito construido, denso y diverso, tiene un fuerte impacto en la conducta social (en términos de libertad personal, variedad de opciones, capacidad de innovación…).

De tal modo que las ciudades no son solo productos históricos edificados, sino procesos colectivos en devenir. Muchos sujetos —gobiernos, empresas, familias, grupos sociales— hacen ciudad por acción u omisión, poniendo o quitando piedras, legitimando o censurando conductas y valores. En cierto modo, construir ciudadanía es definir los límites entre lo legítimo y lo ilegitimo, lo legal e ilegal, lo formal e informal. Y se trata de un proceso continuo de formulación y reformulación. Existen tiempos en los que se concretan y estabilizan consensos mayoritarios y épocas de crisis y cambio. En La Habana nos encontramos en una de ellas. No están claras las reglas de juego. El peso de la ciudad informal es grande en la economía, en la  construcción, en el trabajo, en el transporte, en el lenguaje, en los valores. El impacto del Periodo especial ha desarticulado un proyecto y un pacto social, cuya rearticulación se encuentra en proceso. 

¿Cuáles son los rasgos esenciales de la sociedad habanera actual?

Intentaré una breve caracterización y adelantaré algunas ideas sobre los ingredientes que debieran cambiarse en los términos de la ecuación, para superar la actual situación.

Algo esencial que caracteriza hoy a la sociedad capitalina es que aproximadamente la mitad de los habaneros no llegaba a los 10 años en 1990,[2] por lo que la mitad de su población ha vivido su vida consciente en pleno Período especial. Uno de cada dos habaneros no solo no vivió la época capitalista sino que tampoco conoció las radicales mejoras sociales alcanzadas en los primeros treinta años de Revolución. Para muchos de ellos, vivir en Cuba se asocia con dificultades económicas, desintegración del consenso social, desprestigio de valores como el trabajo, la solidaridad, la honestidad. La estructura y el comportamiento de este grupo social es resultado tanto de la crisis como de las medidas adoptadas para salir de ella: el trabajo por cuenta propia, la doble moneda, la introducción de relaciones mercantiles… Todo ello ha ido conformando una nueva estructura social, demográfica, de ingreso, de valores, así como nuevas dinámicas de ascenso y descenso social y nuevos patrones de desigualdad. 

Efectos demográficos

En primer lugar, ha habido un radical cambio de tendencia demográfica. La Habana tiene, en 2014, la misma población que en 1990, casi un cuarto de siglo después. No solo el crecimiento natural ha disminuido hasta anularse (cada año nacen y mueren en la ciudad unos veinte mil habitantes), sino que el crecimiento migratorio tiene un saldo negativo (entran anualmente unas doce mil personas provenientes de otras provincias, pero salen al exterior unas dieciocho mil, con lo cual la ciudad pierde anualmente un promedio de seis mil residentes).[3]

En segundo lugar, se ha producido un proceso sostenido y progresivo de “deshabanización” y ruralización de la población habanera. El efecto combinado de la emigración inicial de la alta burguesía y parte de la clases medias, así como la salida posterior de residentes nacidos en la ciudad —hoy los que se van son jóvenes en su mayoría: dos tercios tienen entre 15 y 34 años y más de la mitad ha alcanzado nivel preuniversitario o universitario—, y la entrada de contingentes de población de otras provincias con un importante componente rural y más bajos niveles de instrucción, hacen que la cultura urbana se haya contagiado de hábitos, conductas, gustos y patrones culturales propios de otro hábitat. Según el Censo del 2002, los residentes nacidos en la ciudad eran menos de la mitad del total.[4]

En tercer lugar, es alarmante el envejecimiento demográfico. La tendencia nacional se agudiza en la capital del país donde, en 1960, había siete jóvenes por cada viejo, mientras que dentro de pocos años —en 2020— se calcula que haya dos viejos por joven, con los consiguientes efectos en la demanda de servicios de salud y de apoyo especializado, mayores cargas para la seguridad social, así como una tasa de dependencia cada vez más desfavorable.

En cuarto lugar y como corolario de algunos de los fenómenos ya explicados, se produce una mantenida reducción del tamaño familiar. Entre 1970 y 2002, las parejas con hijos se han reducido de 62% a 45%, las parejas sin hijos y las familias unipersonales se han incrementado de 25% a 37%, mientras que las monoparentales se han triplicado de 4% a 12%. El tamaño promedio del hogar habanero era, en 1970, de 4,5 personas, mientras que, en 2012, se había reducido a 2,8.[5] 

Efectos económicos

Las medidas adoptadas para salir de la crisis han tenido indudables impactos en la vida de la ciudad. La expansión de la economía no estatal ha generado una mayor diversidad de la oferta comercial, gastronómica, habitacional, del transporte, pero también una concomitante degradación urbanística con abundantes y abusivas invasiones del espacio público, así como agresiones a la estética urbana.
Es evidente el incremento de las redes informales en el mercado de trabajo, en las vías de financiamiento (por ejemplo, a través de las remesas) y de comercialización de productos y servicios. Por otra parte, la base económica de la capital ha sufrido, además, una radical transformación por la fuerte descapitalización y obsolescencia tecnológica de una buena parte de la planta industrial, de almacenaje y de transporte. 

Efectos sociales

De una parte, es evidente el congelamiento del gasto social[6] —con una reducción generalizada del presupuesto y una mayor focalización de los subsidios en aspectos como la alimentación o la vivienda—; de otra, la liberalización de las compraventas (de casas, de vehículos) y de los viajes al exterior, así como la mercantilización de numerosos servicios en el sector de la educación (los repasadores), de la salud (los dentistas), el transporte (los “almendrones”), el comercio (los “merolicos”), la cultura (la venta de DVD, los cines 3D, la distribución del “paquete” audiovisual), etc. Todo ello impacta en una creciente heterogeneidad y estratificación social. Alrededor de 5% de la población cubana —más de medio millón de personas— constituye el núcleo de una naciente clase media que va de vacaciones al balneario de Varadero, mientras que cerca de 25% se encuentra en niveles de vulnerabilidad —que en otros países se llamaría de pobreza—, en particular aquellas familias que dependen solamente de un salario estatal o de las pensiones. Ello a menudo coincide con patrones de género (madres solteras), o de color de la piel (se sabe que la proporción de remesas que arriba a estos grupos es ínfima).

Concomitantemente, se va dando un desgaste de las estructuras representativas —los niveles locales del Poder Popular tienen muy pocas atribuciones en una estructura centralizada y verticalista, así como escasos recursos para dar respuestas a las demandas de la población—, una languideciente y poco activa asociatividad en los sindicatos y organizaciones de masas, y todo ello redunda en niveles decrecientes de interés por la participación social. Por otra parte, la polarización del desarrollo económico, en zonas turísticas o especiales como la del Mariel, tiende a incrementar las migraciones hacia los polos urbanizados, lo que genera crecientes demandas de vivienda e infraestructura social. 

Efectos físicos

El aspecto físico de la ciudad es, en la mayoría de sus barrios, deplorable —con la honrosa excepción del centro histórico en rehabilitación y algunas cuidadas zonas de Miramar o Siboney. La degradación de las infraestructuras urbanas ha sobrepasado los límites permisibles. La fragilidad de la ciudad ante riesgos tecnológicos (colapsos energéticos o de comunicaciones) y naturales (inundaciones por drenaje deficiente o inexistente, desplome de las redes aéreas por vientos fuertes) es cada vez más espectacular y agobiante.

La progresiva “formalización” de la economía informal en microempresas familiares o cooperativas de diversos sectores productivos y sobre todo de los servicios ha producido incrementos en la diversidad de la oferta, pero muy frecuentemente ha incidido en la estética urbana con construcciones y diseños de baja calidad.

La insuficiencia de la reparación, rehabilitación y construcción de vivienda es dramática. Si bien la ciudad alberga 20% de la población del país, el Estado solo le dedica 11% de las nuevas construcciones (unas cuatro mil viviendas para una población de más de dos millones de habitantes).[7] Si bien se liberan unas dos mil viviendas anuales por la emigración, se pierden otras mil por derrumbes.

La liberalización de la compraventa de viviendas ha flexibilizado, en alguna medida, la rigidez de un mercado dominado por las viviendas en propiedad, la inexistencia de alquiler estatal y un único mecanismo legal disponible de adecuación de la oferta a la demanda (la permuta). Sin embargo, se trata de un mercado segmentado por la intrusión de capital exterior (no solo de la comunidad cubana del exterior), que ha generado dos espacios de intercambio: uno con precios altos e inmuebles de calidad y otro, a precios más bajos, para la demanda local.  Uno de los efectos de esa segmentación es el desplazamiento de las familias que ocupaban viviendas de calidad hacia edificios en peor estado, viviendas más pequeñas o barrios periféricos, a cambio de monetarizar la diferencia para mejorar su consumo diario. La edificación estatal dirigida a grupos de interés está generando condominios de médicos, de militares, mientras se incrementa la población albergada con cada tormenta que pasa por la ciudad.[8]
 cristo catalejo

Es imprescindible el debate social y político

El nivel de acumulación de problemas y de interactuación entre ellos en la ciudad demanda de un mayor debate público. Hay temas en los que será difícil hallar proporciones o equilibrios que sean socialmente aceptables sin una discusión pública que articule un consenso social.
Se trata de ejes de tensión que no pueden tratarse como contradicciones:
  • ¿Cuáles son los niveles de desigualdad que la sociedad cubana está dispuesta a tolerar por la introducción de relaciones mercantiles, y cuáles los de gasto que el país se puede permitir en los programas sociales para protección y equidad (y, por tanto, cual es la presión fiscal aceptable)?
  • ¿Cómo articular un balance adecuado de los niveles de centralización en los ministerios con la necesidad de descentralización de atribuciones, capacidades y recursos a los gobiernos territoriales (en particular, la capacidad de decidir y ejecutar inversiones locales)?
  • ¿Qué atribuciones jurídicas y económicas (niveles de ahorro, inversión, gastos en salarios…) se transfieren a la iniciativa autónoma de las empresas y cuáles deben ser funciones estatales de regulación y planificación que se mantienen a nivel central?
  • ¿Qué proporción es la adecuada en cada momento entre los niveles de consumo y mejora de nivel de vida de la población y los niveles de acumulación e inversión para asegurar el desarrollo de la nación?
  • ¿Cuál es la proporción oportuna entre los niveles de inversión en la ciudad de La Habana y los del resto del país, en particular en el tema habitacional?

Son todas cuestiones que comprometen el presente y el futuro no solo de la capital, sino de la nación, y que merecerían el más amplio debate político y ciudadano.

Preguntaba al inicio si la situación de la ciudad de La Habana planteaba ya una ecuación de solución imposible. No lo creo así. Pienso que hay respuestas factibles, pero solo si se renueva el enfoque en múltiples temas y si se toman decisiones audaces e innovadoras. Expondré a continuación cuales son, en mi opinión, esas claves del futuro sin las cuales no podrá salirse del actual atolladero.

Primero: reivindicar los valores de la ciudad

En los primeros años de la Revolución se manifestó un sentimiento anticapitalino en una parte de la población que no residía en La Habana, comprensible por los exagerados desequilibrios de nivel de vida heredados entre esta y el resto del país, en particular la zona rural. Por otra parte, las actividades turísticas y recreativas de la capital, que habían ido derivando hacia acciones mafiosas, de prostitución, corrupción administrativa y política, justificaban ese sentimiento antihabanero. El origen mayoritariamente campesino del Ejército Rebelde no hizo sino incrementar esa aversión por la vida urbana. Medio siglo después, ese enfoque ruralista, que todavía concibe la ciudad como un antro de corrupción que vive parasitariamente de la economía  del resto del país, no tiene ningún sentido. Ya va siendo hora de superar definitivamente ese sentimiento que tanto daño le hace a la ciudad. Todavía en la actualidad pueden leerse, en la prensa oficial, textos de dirigentes que consideran más “razonable” la vida rural que la urbana.[9]

Ya señalaba que la concentración y diversidad de recursos materiales e intelectuales que interactúan en la ciudad hacen que sea un centro de alta productividad. Hay que verla como la principal fuente de empleo, generación de riqueza, desarrollo científico y expresión cultural del país. La ciudad es uno de los más complejos productos culturales, si no el que más. Muchas veces se aduce que estas afirmaciones son peligrosas e inviables en el sentido en que la propia urbe se pone en peligro por su indudable atractivo. Sería contraproducente, según ese enfoque, invertir en ellas puesto que cuanta más inversión, más atractivo, más inmigración y más demanda de inversiones. Ese supuesto círculo vicioso tiene más de fantasma que de realidad. De una parte, alguna solución habrá que encontrarle cuando se manifiesta como una tendencia mundial irreversible. De otra, el supuestamente inquietante despoblamiento del campo de hecho no amenaza en absoluto a la producción agrícola. Los actuales niveles tecnológicos permiten que economías fuertemente agrícolas dediquen contingentes laborales ínfimos a esas actividades. Uruguay, por ejemplo, un país de 3,4 millones de habitantes, con dos de ellos residiendo en la capital, Montevideo, y con una población rural de 7%, es un país con una agricultura tan potente que exporta anualmente seis mil millones de dólares en productos agrícolas —el sector ha crecido desde el año 2000 a razón de 18% anual). En contraste, en Cuba el empleo agrícola representa todavía 20% del total y solo produce el 3% del PIB, haciendo necesarias importaciones de miles de millones de dólares. Por consiguiente, el argumento económico antiurbano es manifiestamente débil. Como dijo un conocido alcalde y urbanista brasileño “¡La ciudad no es el problema, es la solución!”.

Segundo: dotar a la ciudad de un verdadero gobierno territorial, con capacidad de gestionar el plan

Hemos reivindicado el papel del planeamiento en la conducción del presente y el futuro de las actividades de la ciudad, pero hay que reconocer que hoy día el plan y el presupuesto que realmente se ejecutan no van mucho más allá de un conglomerado de decisiones sectoriales, no siempre coherentes, tanto en su secuencia temporal como, en particular, desde el punto de vista territorial. Es imprescindible “territorializar”, en un grado mucho mayor, la administración, los planes y los presupuestos. Lograrlo implica avanzar en dos direcciones.

De una parte, se requiere actualizar los enfoques y los métodos del planeamiento, de modo de articular mejor los planes estratégicos con los operativos. Todavía aquellos son meros compendios de deseos y buenas intenciones poco realizables, y los segundos, un agregado de decisiones sectoriales cortoplacistas. Hay que insistir, en particular, en que los planes no solo deben definir qué hacer, dónde, cómo y cuándo, sino con qué y con quién. No solamente los planes adolecen de una sorprendente ignorancia de los recursos financieros y materiales necesarios para su ejecución y están con frecuencia desligados de los presupuestos sino que, además, no crean los enlaces imprescindibles con las instituciones, empresas, entidades que deberían realizarlo. Como contrapartida, hay que evitar, con la misma decisión, una administración y gestión de recursos desligada del plan. A falta de ello, las respuestas estructurales seguirán divorciadas de los programas de inversiones.

De otra parte, no basta con defender la territorialización del presupuesto y la articulación del plan a la gestión, sino que ello no tiene sentido sin democratizar esa gestión urbana. Es necesario ver el urbanismo no solo como una técnica urbanística, sino, sobre todo, como una política pública, como un servicio público. Hay que repensar la relación entre la administración y los ciudadanos, e introducir la planificación y el presupuesto participativos. Es imprescindible un control ciudadano y democrático de las decisiones relacionadas con la ciudad, actualizando las rendiciones de cuentas. Habrá que reflexionar sobre la organización político-administrativa de una aglomeración urbana del tamaño de La Habana que mantenga una autoridad metropolitana, pero acerque la administración y su control al ciudadano y estudie la introducción de distritos como una variante más articulada con los Consejos Populares. Hay que tomar en cuenta que casi todos los municipios de la ciudad rebasan los cien mil habitantes y tres de ellos los doscientos mil. Del mismo modo, hay que repensar una redistribución de tareas entre los sectores público y privado, así como de las responsabilidades y atribuciones estatales y empresariales. Todo ello conllevará, obligadamente, a una revisión y fortalecimiento de las regulaciones urbanas y del derecho urbanístico. 

Tercero: incrementar las fuentes de recursos

Es imposible enfrentar los numerosos problemas de la ciudad con el nivel de recursos hoy dedicados a ella. Lo primero sería poder calcular correctamente y conocer cuáles serían los costos de la reconstrucción. El idealismo económico que caracterizó, desde un principio, el manejo de los recursos financieros, junto con la complejidad actual de cualquier cálculo contable debido a la existencia de dos monedas y diversas tasas de cambio, hace extremadamente difícil cualquier estimación. De todas formas, para que se tenga alguna magnitud del asunto, los más recientes cálculos de la necesidad de inversiones para la ciudad sobrepasan los 16 000 millones (más de la cuarta parte del PIB nacional) a quince años vista (unos mil millones anuales). Y no solo es difícil calcular el costo de la reforma necesaria, sino que incluso es casi imposible evaluar los costos de construcción de una vivienda, debido a la deformación de la base de cálculo de sus precios.

Ante una situación de este cariz, es imprescindible abrir todas las vías posibles de financiamiento, desde el local hasta el internacional. Hay que activar los pequeños pero numerosos recursos locales, comunitarios y familiares, ya provengan del ahorro como de las transferencias externas. Recursos no solo materiales y financieros sino también humanos e intelectuales. Existen hoy en los barrios numerosas instalaciones estatales desactivadas, desocupadas, inutilizadas, que pueden aprovecharse. Debieran revertir hacia las municipalidades de modo que estas pudieran reactivarlas con fondos públicos o privados y arrendarlas para su explotación no estatal. Lo mismo pudiera hacerse con parte del suelo no construido. Por último, está casi íntegramente por explotar el variado y amplio recurso de los impuestos y contribuciones territoriales.

En segundo lugar, sería de interés económico incrementar las transferencias del presupuesto nacional hacia el territorio más productivo de la nación o, por lo menos, tratar de equilibrar la deuda acumulada durante medio siglo con la capital. Hay que formar un presupuesto provincial que pueda ser administrado por el gobierno de la ciudad. En estos momentos, la ciudad ingresa más de 3 400 millones de pesos al presupuesto nacional, pero solo gasta 2 300. Al presupuesto de la provincia se le asigna un centenar de millones anualmente para las inversiones con un enfoque territorial, mientras que los ministerios están invirtiendo en ella unos 2 000 millones con criterios sectoriales no siempre coordinados ni articulados.

Finalmente, hay que acabar de superar la aparente incompatibilidad entre inversión extranjera y soberanía nacional. En primer lugar, no tiene por qué ser aceptable cuando se trata de potenciar recursos nacionales como el níquel, el petróleo, el turismo, el tabaco, el ron o el azúcar, e inaceptable cuando se trata de potenciar los recursos urbanos en beneficio del país y de la ciudad. La rehabilitación de La Habana Vieja es una prueba palpable de ello, aunque hay que admitir que el país está insuficientemente preparado para ello. La mayoría de nuestros urbanistas saben planificar, proyectar y regular, pero muy pocos están preparados para negociar, ni existen las condiciones para poder hacerlo. No hay métodos claros para la valoración del suelo; los registros y el catastro son deficientes; los instrumentos fiscales para la recuperación de las plusvalías urbanas, prácticamente inexistentes. No hay que poner el grito en el cielo ante el negocio inmobiliario, sino aprender a utilizarlo con inteligencia, como se está haciendo en otros sectores (el ejemplo más reciente es la zona especial del Mariel).

La magnitud de los problemas de la ciudad y los cuantiosos recursos necesarios para su solución no permiten obviar ninguna de las fuentes de financiamiento, ni la local, ni la nacional ni la internacional.

Cuarto: renovar la base económica

El fortalecimiento de la base económica de la ciudad no tiene por qué repetir los esquemas que fueron validos en otros momentos. Es necesario potenciar una nueva economía, pasando de la ciudad industrial a la ciudad posindustrial, a la ciudad del conocimiento. El nivel de instrucción y de creatividad alcanzado por la población hace posible potenciar las economías creativas basadas en la innovación en sectores productivos y de servicios como la biología y los productos farmacéuticos, la informática y la programación de aplicaciones, el diseño en todas sus escalas y especialidades, las actividades culturales en todas sus manifestaciones artísticas y productos derivados. Se trata de actividades para las que la población está preparada y que tienen una localización urbana manifiesta, ofreciendo empleo con demandas menores de transporte, energía y suelo que la industria tradicional, y con menos contaminación. .

Naturalmente, para lograrlo será necesario modernizar la infraestructura, pero ya no se trata solo de modernizar redes de electricidad, gas o ferrocarril como en la revolución industrial, sino de potenciar esencialmente la movilidad, tanto física como virtual. Uno de los factores que hoy más elevan los costos de producción y de funcionamiento de la ciudad es el descomunal e inútil gasto de tiempo. Se trata de una de las mayores reservas de eficiencia que debe tener hoy La Habana. Las carencias —en particular, del transporte público y, en menor grado, de la red telefónica—, los engorrosos, lentos y absurdos trámites administrativos, así como la práctica inexistencia de conexión a Internet, generan pérdidas de tiempo dramáticas, difíciles de cuantificar. Sería necesaria una gran voluntad política, decidida y manifiesta para revertir la situación. Y no se trata solo del derecho ciudadano a la información y el conocimiento, sino de que la conectividad es la base de la economía moderna. Desde las grandes empresas estatales, hasta los medianos y pequeños emprendimientos privados y cooperativos, necesitan esa conectividad como oxígeno para poder  acceder y colocarse en un mercado extremadamente competitivo. Cada día que pasa es más difícil concebir una sociedad en desarrollo sin un desarrollo de la conectividad.

Por otra parte, los gastos actuales de tiempo para el transporte de personas, mercancías, información y valores financieros en el marco de la ciudad son insostenibles, puesto que se asemejan a los de grandes metrópolis de decenas de millones de habitantes y miles de kilómetros cuadrados, cuando La Habana es una ciudad pequeña y relativamente densa. O se logran financiamientos para crear un sistema de transporte colectivo eficiente, o habrá que comenzar una muy costosa cirugía urbana —no solo desde el punto de vista financiero, sino, sobre todo, patrimonial, recurso esencial de la ciudad— que abra autopistas, túneles, nudos viales, edificios de parqueo que, al final, no resuelven los problemas de tránsito, sino que los elevan a un nivel superior, ya que facilitan el tránsito privado y ello estimula una mayor privatización del transporte urbano. 

Quinto: apoyar la construcción de un intenso tejido social

Lograr una activación del principal recurso de la ciudad —los propios habaneros— supone estimular y facilitar la asociatividad ciudadana desde abajo, ya sea por razones de vecindad barrial y comunitaria o por intereses profesionales, culturales, edades u otras pertenencias sociales. Hay que tomar en cuenta que la ciudad tiene hoy un nuevo perfil demográfico en cuanto a su estructura de edades, nivel de instrucción, tipo de familias, mientras que los valores y las normas sociales, así como las asociaciones e instituciones sociales no han evolucionado al mismo ritmo. Cada día es más urgente revitalizar o sustituir las verticalizadas y burocratizadas organizaciones de masas. Hasta el creciente y sostenido drenaje migratorio de jóvenes calificados está relacionado con las actuales dificultades de participación de las nuevas generaciones en la vida económica, social y política. La complejidad y la creatividad del tejido social urbano es lo que realmente puede activar las enormes reservas latentes de iniciativa e innovación. 

Sexto: mirar adentro, identificar zonas de oportunidad

La ciudad de La Habana cuenta con enormes potenciales internos. La pérdida de función de grandes instalaciones urbanas como algunas terminales ferroviarias, zonas portuarias, aeropuertos, grandes almacenes, zonas o grandes infraestructuras industriales obsoletas, antiguas zonas militares, etc., abren la posibilidad de concebir e impulsar grandes proyectos urbanos que no solamente podrían atraer inversiones, sino que potenciarían cambios estructurales en la ciudad. Baste, como ejemplo, pensar en las formidables perspectivas que abre la desactivación del puerto habanero y las posibilidades paisajísticas, recreativas, ambientales, culturales, turísticas e inmobiliarias que contienen los 18 kilómetros de borde costero de la bahía y sus 1 700 hectáreas de superficie. Ello no solo permitiría devolver la imagen y el uso de la bahía a los habitantes de la ciudad, sino que haría posible el financiamiento de un gran número de obras infraestructurales que La Habana requiere con urgencia.

Existen, además, cerca de la ciudad, potenciales no menos importantes. La costa norte, en un frente de un centenar de kilómetros al este y al oeste, cuenta con numerosas y excelentes bahías (por ejemplo, la de Mariel) o extensas playas que constituyen un inmenso potencial económico (en el turismo, el transporte, la industria, etc.,) y que es absurdo desaprovechar.

Hay que mirar también hacia adentro, con la intencionalidad expresa de “hacer ciudad sobre la ciudad”.  Esta ya más que demostrado que una ciudad dispersa es más cara en gasto energético, de transporte, de agua, de suelo, de redes infraestructurales, que una compacta. Hay que desarrollarla y modernizarla minimizando gastos de ocupación de suelo nuevo. Por otra parte, se debe y se puede optimizar el uso de suelo, construido y no construido, a través de gravar impositivamente el mal uso o el no uso del suelo y de las edificaciones. Demasiadas instalaciones están hoy cerradas y desocupadas, o tienen ocupaciones ínfimas —en particular, las de la administración estatal a todos los niveles (ministerios, direcciones provinciales y municipales)—, demasiados inmuebles tienen usos inadecuados (servicios convertidos en viviendas y viviendas en servicios). Si ya se ha activado este año un impuesto por la no explotación de la tierra agrícola, más sentido tendría haber introducido uno para el no uso de las edificaciones y el suelo urbano.

Dentro de la ciudad, habría que dirigir la mirada en particular hacia aquellas zonas más desamparadas y olvidadas. Una vez que se ha liberalizado no solo la construcción, sino el mercado de compraventa de viviendas, habría que refocalizar el esfuerzo y los recursos públicos en zonas con graves carencias. Por ejemplo, centrarse en la urbanización de las zonas al sur de la ciudad, o en la reconstrucción de barrios como el de Centro Habana, tareas que, de ningún modo, puede acometer la iniciativa personal o familiar, puesto que demandan proyectos, recursos, tecnologías y equipos que no están a su alcance tecnológico o financiero. 

Séptimo: mirar afuera, resituar la ciudad en la región

Hay que abrir también los ojos al mundo y, en específico, a nuestra región. A inicios del siglo XX, La Habana era una ciudad de trescientos mil habitantes, mientras que Miami era una aldea que no alcanzaba los dos mil residentes. Al triunfo de la Revolución cubana, las dos ciudades igualaban su población en un millón y medio de habitantes. El siglo XXI encuentra una Habana de dos millones y un Miami de más de cinco. Durante casi cuatro siglos, la primera fue la “llave del nuevo mundo”. Ahora Miami es, sin duda, la ciudad dominante en la región. Y una de las bazas que debe jugar La Habana en los próximos años es, justamente, la de tratar de recuperar el rol de centro regional de comunicaciones que le arrebataron Miami y Ciudad Panamá. El nuevo puerto del Mariel puede ser un buen inicio.

Para lograrlo, habrá que repensar la relación entre las ciudades de La Habana y Miami y, en particular, los vínculos con la comunidad cubana residente en el Estado de la Florida. Hoy son unos setecientos mil los habaneros que residen en la ciudad de Miami —más de la mitad de ellos arribaron después del 90—; 1,2 millones los que viven en la Florida y 1,8 los residentes en los Estados Unidos. Es cierto que se trata de una operación donde aparecen riesgos y oportunidades, pero no lo es menos que la experiencia precedente —véanse los ejemplos de las comunidades en el exterior china, coreana, vietnamita…— indica que las ventajas de poder disponer de los capitales financieros y de conocimiento de esas comunidades ha vencido los riesgos inherentes. No hay razones de peso para que el caso de Cuba sea distinto.

En los últimos años, un espacio transfronterizo con flujos de diverso tipo se ha venido constituyendo. Los intercambios personales entre la comunidad cubana asentada en los Estados Unidos y los residentes en Cuba se están incrementando considerablemente. En los últimos tiempos, está ingresando más de medio millón de cubanoamericanos y más de cien mil norteamericanos al año. En 2013, casi cien mil cubanos visitaron los Estados Unidos —son más de trescientos los vuelos cada mes— y esos flujos se incrementarán dramáticamente el día que se levanten las restricciones sobre el turismo norteamericano. Cuba ha estado proveyendo mano de obra joven y calificada y Miami ha comenzado a devolver jubilados que regresan a terminar su vida en el terruño. Hay que añadir los intercambios de mercancías, que no se limitan a los cientos de millones de dólares de las importaciones gubernamentales de alimentos, sino que ha tomado fuerza un tráfico informal de productos que nutren los nuevos negocios privados y los hogares familiares, que ya supera los mil millones de dólares. No menos significativos son los flujos financieros provenientes de los Estados Unidos. Las remesas rebasan ya los dos mil millones de dólares y no solo van dirigidas al consumo familiar, sino que comienzan a convertirse en financiamiento para iniciar pequeños negocios, se colocan en el recién abierto mercado inmobiliario a través de familiares o testaferros, o constituyen fondos para la construcción o reparación de las viviendas. No hay que olvidar tampoco el movimiento de información, ya sea en términos de productos culturales enlatados —cine, TV, video, series, novelas, música, etc.— o, incluso, en el campo del imaginario, tomando en cuenta la tensión acumulada en decenios de distanciamiento, conflicto, añoranza y fantasías… Y hay que estar también atentos a aquellos flujos ocultos o furtivos cuyos efectos pueden ser devastadores entre dos realidades tan asimétricas (riesgo de enfermedades y epidemias, tránsito de drogas, contrabando, tráfico de inmigrantes ilegales…).

Si bien La Habana ofrece ventajas comparativas indiscutibles para un intercambio creciente (seguridad ciudadana, niveles de salud adecuados, rica cultura y patrimonio, belleza natural, hospitalidad, etc.), no es menos cierto que también presenta un buen número de debilidades. Estas van desde sus puertas de entrada —insuficiencia e ineficiencia en los aeropuertos, aduanas, marinas, trámites migratorios, transporte y comunicaciones internas y con el exterior—, a las debilidades normativas, administrativas y tecnológicas que limitarían o entorpecerían los intercambios —por ejemplo, los movimientos financieros automatizados, el registro inmobiliario, etc.—, agravado todo ello por las absurdas leyes del bloqueo.

De todas formas y a pesar de las dificultades mencionadas, es fácil pronosticar la futura articulación de una franja costera norte —que iría incluiría bahías, puertos, marinas y playas desde Bahía Honda, Cabañas, Mariel y Baracoa, hasta La Habana, Santa María del Mar, Jaruco, Matanzas y Varadero. Ello constituiría el marco regional adecuado de la revitalización urbana. Se trata de una franja de casi doscientos kilómetros, equivalente a la que va desde Homestead y Kendall hasta Boca Ratón y North Palm Beach, en la Florida. Constituirse en columna vertebral de esta región es una oportunidad que La Habana no puede perder.
 edificio alaska

El debate que nos espera

Definir y conducir el futuro de la ciudad no será tarea fácil, pero presenta retos apasionantes. Son muchas las cuestiones que habrá que dilucidar y que merecen y demandan de un amplio debate ciudadano. A continuación, algunas de ellas:
  • ¿Cómo balancear las inversiones estatales entre la oportunidad que ofrecen los atractivos potenciales que acabamos de mencionar de la costa norte y la necesidad de saldar la importante deuda urbanística adquirida con las zonas centrales o en la periferia sur de la ciudad?
  • ¿Cómo lograr preservar y rehabilitar el enorme patrimonio urbanístico de la ciudad y hacerlo compatible con el inevitable crecimiento del transporte urbano, público y privado?
  • ¿Cómo superar las debilidades existentes en términos de legislación, catastro, registro, fiscalidad, etc. para poder atraer inversiones inmobiliarias que aporten al remozamiento de las infraestructuras urbanas y al patrimonio edificado?
  • ¿Cómo  lograr preservar la calidad y diversidad de la cultura nacional en todas sus manifestaciones —artísticas, patrimoniales, urbanísticas, de valores…—, frente a su posible banalización en una cada vez mayor apertura al turismo, al comercio, al intercambio y a la cultura globalizada?
  • ¿Cómo armar un espacio común —estatal y civil—, transfronterizo e interdependiente, con nuestros vecinos del norte, sin que sea deformado por asimetrías y desequilibrios excesivos?

Tales son solo algunos de los desafíos que tendrán que afrontar las nuevas generaciones de habaneros. Quisiera que estas ideas constituyeran un estímulo a su intervención en el debate y sumarme, con ello, a la reciente exhortación del arquitecto Mario Coyula en una de sus últimas entrevistas, cuando le preguntaron ¿qué debemos hacer por La Habana?: “Llorarla, gritarla, pelearla, aunque no haya esperanzas de triunfar. Exigir los cambios profundos de las causas que han motivado el deterioro físico, social y moral”.[10]



[1]. Jordi Borja, La ciudad, una ecuación imposible, Ed. Icaria,  Barcelona, 2013.
[2]. Censo de Población y Vivienda, 2002. Véase tabla II.2.
[3]. Cifras de los anuarios demográficos y estadísticos de la ONE. 2013. Muy probablemente, esta tendencia se haya agudizado desde 2013 debido al cambio de la legislación migratoria.
[4]. Censo de Población y Vivienda, 2002. Ver tabla II.14.
[5]. Ello no supone un mejoramiento de los estándares de vivienda, puesto que se desconoce la superficie habitable de esas “viviendas”.
[6]. Entre 2008 y 2012, el presupuesto asignado a educación, salud, vivienda y asistencia social disminuyó en 10%, mientras que el de seguridad social tuvo que incrementarse en 23% por el envejecimiento poblacional —¡y el de la defensa y orden interior en 59%! Véase Anuario Estadístico Nacional 2013, ONE, 2014.
[7]. En 2013 se redujeron a dos mil.
[8]. En 2013 había veinte mil habitantes albergados y ciento veinte mil con anuencia de albergue.
[9]. “La tendencia dominante es la de instalarse en las ciudades, donde la creación de empleos, transporte y condiciones elementales de vida, demandan enormes inversiones en detrimento de la producción alimentaria y otras formas de vida más razonables”. Véase Fidel Castro Ruz, “Mandela ha muerto: ¿Por qué ocultar la verdad sobre el apartheid?”, Granma, La Habana, 19 de diciembre de 2013.
[10]. Véase Félix Contreras, “El habanero Mayito”, Remembering Mario Coyula (blog), La Habana, 8 de septiembre de 2014, http://mariocoyula2014.wordpress.com/2014/09/08/el-habanero-mayito-por-felix-contreras/

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