Por: Carlos García Pleyán
Sociólogo.
En octubre de 2004, Temas publicó el artículo «La Habana 2050», de Carlos Garcia Pleyán. Diez años después, su autor vuelve sobre el tema para analizar cuánto ha cambiado —o no— el problema en una década, y proponer soluciones y estrategias. Con esta entrega, Catalejo abre una línea que pretende festejar los 20 años de Temas, con textos que actualicen asuntos tratados en las páginas de la revista durante este tiempo.
¿Es ya la ciudad de La Habana una ecuación imposible, un problema sin
solución, un embrollo sin remedio? Aprovecho el polémico título de uno
de los últimos libros publicados por Jordi Borja (La ciudad, una ecuación imposible[1])
para subrayar la dramática situación en que se encuentra la otrora
Llave del nuevo mundo. Una respuesta afirmativa a ese interrogante sería
moral, política e históricamente inaceptable. No puede haber nada que
justifique la desidia ante las crecientes necesidades de sus pobladores,
o la ignorancia y el desdén ante la más importante concentración de
cultura, productividad y conocimiento del país.
Es ya inaplazable cambiar los términos de la ecuación habanera. En la
medida en que se sigan asignando recursos insuficientes para su
rehabilitación, en que los gobiernos locales sigan siendo débiles, en
que no se impulse y estimule una activa participación ciudadana, no
podrá esperarse del otro lado de la ecuación otra cosa nuestra vieja,
rota y cansada ciudad.
La ciudad construida y su entramado social son uno de los productos
culturales más complejos y valiosos de la historia de cualquier país. El
tema de las relaciones entre ciudad y sociedad ha animado el debate
central de la sociología urbana desde sus inicios. Es algo comúnmente
aceptado que, si bien la ciudad es una construcción social (ya que puede
leerse una historia colectiva en su morfología y funcionamiento),
también es cierto que ese ámbito construido, denso y diverso, tiene un
fuerte impacto en la conducta social (en términos de libertad personal,
variedad de opciones, capacidad de innovación…).
De tal modo que las ciudades no son solo productos históricos
edificados, sino procesos colectivos en devenir. Muchos sujetos
—gobiernos, empresas, familias, grupos sociales— hacen ciudad por acción
u omisión, poniendo o quitando piedras, legitimando o censurando
conductas y valores. En cierto modo, construir ciudadanía es definir los
límites entre lo legítimo y lo ilegitimo, lo legal e ilegal, lo formal e
informal. Y se trata de un proceso continuo de formulación y
reformulación. Existen tiempos en los que se concretan y estabilizan
consensos mayoritarios y épocas de crisis y cambio. En La Habana nos
encontramos en una de ellas. No están claras las reglas de juego. El
peso de la ciudad informal es grande en la economía, en la
construcción, en el trabajo, en el transporte, en el lenguaje, en los
valores. El impacto del Periodo especial ha desarticulado un proyecto y
un pacto social, cuya rearticulación se encuentra en proceso.
¿Cuáles son los rasgos esenciales de la sociedad habanera actual?
Intentaré una breve caracterización y adelantaré algunas ideas sobre
los ingredientes que debieran cambiarse en los términos de la ecuación,
para superar la actual situación.
Algo esencial que caracteriza hoy a la sociedad capitalina es que
aproximadamente la mitad de los habaneros no llegaba a los 10 años en
1990,[2]
por lo que la mitad de su población ha vivido su vida consciente en
pleno Período especial. Uno de cada dos habaneros no solo no vivió la
época capitalista sino que tampoco conoció las radicales mejoras
sociales alcanzadas en los primeros treinta años de Revolución. Para
muchos de ellos, vivir en Cuba se asocia con dificultades económicas,
desintegración del consenso social, desprestigio de valores como el
trabajo, la solidaridad, la honestidad. La estructura y el
comportamiento de este grupo social es resultado tanto de la crisis como
de las medidas adoptadas para salir de ella: el trabajo por cuenta
propia, la doble moneda, la introducción de relaciones mercantiles… Todo
ello ha ido conformando una nueva estructura social, demográfica, de
ingreso, de valores, así como nuevas dinámicas de ascenso y descenso
social y nuevos patrones de desigualdad.
Efectos demográficos
En primer lugar, ha habido un radical cambio de tendencia
demográfica. La Habana tiene, en 2014, la misma población que en 1990,
casi un cuarto de siglo después. No solo el crecimiento natural ha
disminuido hasta anularse (cada año nacen y mueren en la ciudad unos
veinte mil habitantes), sino que el crecimiento migratorio tiene un
saldo negativo (entran anualmente unas doce mil personas provenientes de
otras provincias, pero salen al exterior unas dieciocho mil, con lo
cual la ciudad pierde anualmente un promedio de seis mil residentes).[3]
En segundo lugar, se ha producido un proceso sostenido y progresivo
de “deshabanización” y ruralización de la población habanera. El efecto
combinado de la emigración inicial de la alta burguesía y parte de la
clases medias, así como la salida posterior de residentes nacidos en la
ciudad —hoy los que se van son jóvenes en su mayoría: dos tercios tienen
entre 15 y 34 años y más de la mitad ha alcanzado nivel
preuniversitario o universitario—, y la entrada de contingentes de
población de otras provincias con un importante componente rural y más
bajos niveles de instrucción, hacen que la cultura urbana se haya
contagiado de hábitos, conductas, gustos y patrones culturales propios
de otro hábitat. Según el Censo del 2002, los residentes nacidos en la
ciudad eran menos de la mitad del total.[4]
En tercer lugar, es alarmante el envejecimiento demográfico. La
tendencia nacional se agudiza en la capital del país donde, en 1960,
había siete jóvenes por cada viejo, mientras que dentro de pocos años
—en 2020— se calcula que haya dos viejos por joven, con los
consiguientes efectos en la demanda de servicios de salud y de apoyo
especializado, mayores cargas para la seguridad social, así como una
tasa de dependencia cada vez más desfavorable.
En cuarto lugar y como corolario de algunos de los fenómenos ya
explicados, se produce una mantenida reducción del tamaño familiar.
Entre 1970 y 2002, las parejas con hijos se han reducido de 62% a 45%,
las parejas sin hijos y las familias unipersonales se han incrementado
de 25% a 37%, mientras que las monoparentales se han triplicado de 4% a
12%. El tamaño promedio del hogar habanero era, en 1970, de 4,5
personas, mientras que, en 2012, se había reducido a 2,8.[5]
Efectos económicos
Las medidas adoptadas para salir de la crisis han tenido indudables
impactos en la vida de la ciudad. La expansión de la economía no estatal
ha generado una mayor diversidad de la oferta comercial, gastronómica,
habitacional, del transporte, pero también una concomitante degradación
urbanística con abundantes y abusivas invasiones del espacio público,
así como agresiones a la estética urbana.
Es evidente el incremento de las redes informales en el mercado de
trabajo, en las vías de financiamiento (por ejemplo, a través de las
remesas) y de comercialización de productos y servicios. Por otra parte,
la base económica de la capital ha sufrido, además, una radical
transformación por la fuerte descapitalización y obsolescencia
tecnológica de una buena parte de la planta industrial, de almacenaje y
de transporte.
Efectos sociales
De una parte, es evidente el congelamiento del gasto social[6] —con
una reducción generalizada del presupuesto y una mayor focalización de
los subsidios en aspectos como la alimentación o la vivienda—; de otra,
la liberalización de las compraventas (de casas, de vehículos) y de los
viajes al exterior, así como la mercantilización de numerosos servicios
en el sector de la educación (los repasadores), de la salud (los
dentistas), el transporte (los “almendrones”), el comercio (los
“merolicos”), la cultura (la venta de DVD, los cines 3D, la distribución
del “paquete” audiovisual), etc. Todo ello impacta en una creciente
heterogeneidad y estratificación social. Alrededor de 5% de la población
cubana —más de medio millón de personas— constituye el núcleo de una
naciente clase media que va de vacaciones al balneario de Varadero,
mientras que cerca de 25% se encuentra en niveles de vulnerabilidad —que
en otros países se llamaría de pobreza—, en particular aquellas
familias que dependen solamente de un salario estatal o de las
pensiones. Ello a menudo coincide con patrones de género (madres
solteras), o de color de la piel (se sabe que la proporción de remesas
que arriba a estos grupos es ínfima).
Concomitantemente, se va dando un desgaste de las estructuras
representativas —los niveles locales del Poder Popular tienen muy pocas
atribuciones en una estructura centralizada y verticalista, así como
escasos recursos para dar respuestas a las demandas de la población—,
una languideciente y poco activa asociatividad en los sindicatos y
organizaciones de masas, y todo ello redunda en niveles decrecientes de
interés por la participación social. Por otra parte, la polarización del
desarrollo económico, en zonas turísticas o especiales como la del
Mariel, tiende a incrementar las migraciones hacia los polos
urbanizados, lo que genera crecientes demandas de vivienda e
infraestructura social.
Efectos físicos
El aspecto físico de la ciudad es, en la mayoría de sus barrios,
deplorable —con la honrosa excepción del centro histórico en
rehabilitación y algunas cuidadas zonas de Miramar o Siboney. La
degradación de las infraestructuras urbanas ha sobrepasado los límites
permisibles. La fragilidad de la ciudad ante riesgos tecnológicos
(colapsos energéticos o de comunicaciones) y naturales (inundaciones por
drenaje deficiente o inexistente, desplome de las redes aéreas por
vientos fuertes) es cada vez más espectacular y agobiante.
La progresiva “formalización” de la economía informal en
microempresas familiares o cooperativas de diversos sectores productivos
y sobre todo de los servicios ha producido incrementos en la diversidad
de la oferta, pero muy frecuentemente ha incidido en la estética urbana
con construcciones y diseños de baja calidad.
La insuficiencia de la reparación, rehabilitación y construcción de
vivienda es dramática. Si bien la ciudad alberga 20% de la población del
país, el Estado solo le dedica 11% de las nuevas construcciones (unas
cuatro mil viviendas para una población de más de dos millones de
habitantes).[7] Si bien se liberan unas dos mil viviendas anuales por la emigración, se pierden otras mil por derrumbes.
La liberalización de la compraventa de viviendas ha flexibilizado, en
alguna medida, la rigidez de un mercado dominado por las viviendas en
propiedad, la inexistencia de alquiler estatal y un único mecanismo
legal disponible de adecuación de la oferta a la demanda (la permuta).
Sin embargo, se trata de un mercado segmentado por la intrusión de
capital exterior (no solo de la comunidad cubana del exterior), que ha
generado dos espacios de intercambio: uno con precios altos e inmuebles
de calidad y otro, a precios más bajos, para la demanda local. Uno de
los efectos de esa segmentación es el desplazamiento de las familias que
ocupaban viviendas de calidad hacia edificios en peor estado, viviendas
más pequeñas o barrios periféricos, a cambio de monetarizar la
diferencia para mejorar su consumo diario. La edificación estatal
dirigida a grupos de interés está generando condominios de médicos, de
militares, mientras se incrementa la población albergada con cada
tormenta que pasa por la ciudad.[8]
Es imprescindible el debate social y político
El nivel de acumulación de problemas y de interactuación entre ellos
en la ciudad demanda de un mayor debate público. Hay temas en los que
será difícil hallar proporciones o equilibrios que sean socialmente
aceptables sin una discusión pública que articule un consenso social.
Se trata de ejes de tensión que no pueden tratarse como contradicciones:
- ¿Cuáles son los niveles de desigualdad que la sociedad cubana está dispuesta a tolerar por la introducción de relaciones mercantiles, y cuáles los de gasto que el país se puede permitir en los programas sociales para protección y equidad (y, por tanto, cual es la presión fiscal aceptable)?
- ¿Cómo articular un balance adecuado de los niveles de centralización en los ministerios con la necesidad de descentralización de atribuciones, capacidades y recursos a los gobiernos territoriales (en particular, la capacidad de decidir y ejecutar inversiones locales)?
- ¿Qué atribuciones jurídicas y económicas (niveles de ahorro, inversión, gastos en salarios…) se transfieren a la iniciativa autónoma de las empresas y cuáles deben ser funciones estatales de regulación y planificación que se mantienen a nivel central?
- ¿Qué proporción es la adecuada en cada momento entre los niveles de consumo y mejora de nivel de vida de la población y los niveles de acumulación e inversión para asegurar el desarrollo de la nación?
- ¿Cuál es la proporción oportuna entre los niveles de inversión en la ciudad de La Habana y los del resto del país, en particular en el tema habitacional?
Son todas cuestiones que comprometen el presente y el futuro no solo
de la capital, sino de la nación, y que merecerían el más amplio debate
político y ciudadano.
Preguntaba al inicio si la situación de la ciudad de La Habana
planteaba ya una ecuación de solución imposible. No lo creo así. Pienso
que hay respuestas factibles, pero solo si se renueva el enfoque en
múltiples temas y si se toman decisiones audaces e innovadoras. Expondré
a continuación cuales son, en mi opinión, esas claves del futuro sin
las cuales no podrá salirse del actual atolladero.
Primero: reivindicar los valores de la ciudad
En los primeros años de la Revolución se manifestó un sentimiento
anticapitalino en una parte de la población que no residía en La Habana,
comprensible por los exagerados desequilibrios de nivel de vida
heredados entre esta y el resto del país, en particular la zona rural.
Por otra parte, las actividades turísticas y recreativas de la capital,
que habían ido derivando hacia acciones mafiosas, de prostitución,
corrupción administrativa y política, justificaban ese sentimiento
antihabanero. El origen mayoritariamente campesino del Ejército Rebelde
no hizo sino incrementar esa aversión por la vida urbana. Medio siglo
después, ese enfoque ruralista, que todavía concibe la ciudad como un
antro de corrupción que vive parasitariamente de la economía del resto
del país, no tiene ningún sentido. Ya va siendo hora de superar
definitivamente ese sentimiento que tanto daño le hace a la ciudad.
Todavía en la actualidad pueden leerse, en la prensa oficial, textos de
dirigentes que consideran más “razonable” la vida rural que la urbana.[9]
Ya señalaba que la concentración y diversidad de recursos materiales e
intelectuales que interactúan en la ciudad hacen que sea un centro de
alta productividad. Hay que verla como la principal fuente de empleo,
generación de riqueza, desarrollo científico y expresión cultural del
país. La ciudad es uno de los más complejos productos culturales, si no
el que más. Muchas veces se aduce que estas afirmaciones son peligrosas e
inviables en el sentido en que la propia urbe se pone en peligro por su
indudable atractivo. Sería contraproducente, según ese enfoque,
invertir en ellas puesto que cuanta más inversión, más atractivo, más
inmigración y más demanda de inversiones. Ese supuesto círculo vicioso
tiene más de fantasma que de realidad. De una parte, alguna solución
habrá que encontrarle cuando se manifiesta como una tendencia mundial
irreversible. De otra, el supuestamente inquietante despoblamiento del
campo de hecho no amenaza en absoluto a la producción agrícola. Los
actuales niveles tecnológicos permiten que economías fuertemente
agrícolas dediquen contingentes laborales ínfimos a esas actividades.
Uruguay, por ejemplo, un país de 3,4 millones de habitantes, con dos de
ellos residiendo en la capital, Montevideo, y con una población rural de
7%, es un país con una agricultura tan potente que exporta anualmente
seis mil millones de dólares en productos agrícolas —el sector ha
crecido desde el año 2000 a razón de 18% anual). En contraste, en Cuba
el empleo agrícola representa todavía 20% del total y solo produce el 3%
del PIB, haciendo necesarias importaciones de miles de millones de
dólares. Por consiguiente, el argumento económico antiurbano es
manifiestamente débil. Como dijo un conocido alcalde y urbanista
brasileño “¡La ciudad no es el problema, es la solución!”.
Segundo: dotar a la ciudad de un verdadero gobierno territorial, con capacidad de gestionar el plan
Hemos reivindicado el papel del planeamiento en la conducción del
presente y el futuro de las actividades de la ciudad, pero hay que
reconocer que hoy día el plan y el presupuesto que realmente se ejecutan
no van mucho más allá de un conglomerado de decisiones sectoriales, no
siempre coherentes, tanto en su secuencia temporal como, en particular,
desde el punto de vista territorial. Es imprescindible
“territorializar”, en un grado mucho mayor, la administración, los
planes y los presupuestos. Lograrlo implica avanzar en dos direcciones.
De una parte, se requiere actualizar los enfoques y los métodos del planeamiento,
de modo de articular mejor los planes estratégicos con los operativos.
Todavía aquellos son meros compendios de deseos y buenas intenciones
poco realizables, y los segundos, un agregado de decisiones sectoriales
cortoplacistas. Hay que insistir, en particular, en que los planes no
solo deben definir qué hacer, dónde, cómo y cuándo, sino con qué y con quién.
No solamente los planes adolecen de una sorprendente ignorancia de los
recursos financieros y materiales necesarios para su ejecución y están
con frecuencia desligados de los presupuestos sino que, además, no crean
los enlaces imprescindibles con las instituciones, empresas, entidades
que deberían realizarlo. Como contrapartida, hay que evitar, con la
misma decisión, una administración y gestión de recursos desligada del
plan. A falta de ello, las respuestas estructurales seguirán divorciadas
de los programas de inversiones.
De otra parte, no basta con defender la territorialización del
presupuesto y la articulación del plan a la gestión, sino que ello no
tiene sentido sin democratizar esa gestión urbana. Es necesario
ver el urbanismo no solo como una técnica urbanística, sino, sobre
todo, como una política pública, como un servicio público. Hay que
repensar la relación entre la administración y los ciudadanos, e
introducir la planificación y el presupuesto participativos. Es
imprescindible un control ciudadano y democrático de las decisiones
relacionadas con la ciudad, actualizando las rendiciones de cuentas.
Habrá que reflexionar sobre la organización político-administrativa de
una aglomeración urbana del tamaño de La Habana que mantenga una
autoridad metropolitana, pero acerque la administración y su control al
ciudadano y estudie la introducción de distritos como una variante más
articulada con los Consejos Populares. Hay que tomar en cuenta que casi
todos los municipios de la ciudad rebasan los cien mil habitantes y tres
de ellos los doscientos mil. Del mismo modo, hay que repensar una
redistribución de tareas entre los sectores público y privado, así como
de las responsabilidades y atribuciones estatales y empresariales. Todo
ello conllevará, obligadamente, a una revisión y fortalecimiento de las
regulaciones urbanas y del derecho urbanístico.
Tercero: incrementar las fuentes de recursos
Es imposible enfrentar los numerosos problemas de la ciudad con el
nivel de recursos hoy dedicados a ella. Lo primero sería poder calcular
correctamente y conocer cuáles serían los costos de la reconstrucción.
El idealismo económico que caracterizó, desde un principio, el manejo de
los recursos financieros, junto con la complejidad actual de cualquier
cálculo contable debido a la existencia de dos monedas y diversas tasas
de cambio, hace extremadamente difícil cualquier estimación. De todas
formas, para que se tenga alguna magnitud del asunto, los más recientes
cálculos de la necesidad de inversiones para la ciudad sobrepasan los 16
000 millones (más de la cuarta parte del PIB nacional) a quince años
vista (unos mil millones anuales). Y no solo es difícil calcular el
costo de la reforma necesaria, sino que incluso es casi imposible
evaluar los costos de construcción de una vivienda, debido a la
deformación de la base de cálculo de sus precios.
Ante una situación de este cariz, es imprescindible abrir todas las
vías posibles de financiamiento, desde el local hasta el internacional.
Hay que activar los pequeños pero numerosos recursos locales,
comunitarios y familiares, ya provengan del ahorro como de las
transferencias externas. Recursos no solo materiales y financieros sino
también humanos e intelectuales. Existen hoy en los barrios numerosas
instalaciones estatales desactivadas, desocupadas, inutilizadas, que
pueden aprovecharse. Debieran revertir hacia las municipalidades de modo
que estas pudieran reactivarlas con fondos públicos o privados y
arrendarlas para su explotación no estatal. Lo mismo pudiera hacerse con
parte del suelo no construido. Por último, está casi íntegramente por
explotar el variado y amplio recurso de los impuestos y contribuciones
territoriales.
En segundo lugar, sería de interés económico incrementar las
transferencias del presupuesto nacional hacia el territorio más
productivo de la nación o, por lo menos, tratar de equilibrar la deuda
acumulada durante medio siglo con la capital. Hay que formar un
presupuesto provincial que pueda ser administrado por el gobierno de la
ciudad. En estos momentos, la ciudad ingresa más de 3 400 millones de
pesos al presupuesto nacional, pero solo gasta 2 300. Al presupuesto de
la provincia se le asigna un centenar de millones anualmente para las
inversiones con un enfoque territorial, mientras que los ministerios
están invirtiendo en ella unos 2 000 millones con criterios sectoriales
no siempre coordinados ni articulados.
Finalmente, hay que acabar de superar la aparente incompatibilidad
entre inversión extranjera y soberanía nacional. En primer lugar, no
tiene por qué ser aceptable cuando se trata de potenciar recursos
nacionales como el níquel, el petróleo, el turismo, el tabaco, el ron o
el azúcar, e inaceptable cuando se trata de potenciar los recursos
urbanos en beneficio del país y de la ciudad. La rehabilitación de La
Habana Vieja es una prueba palpable de ello, aunque hay que admitir que
el país está insuficientemente preparado para ello. La mayoría de
nuestros urbanistas saben planificar, proyectar y regular, pero muy
pocos están preparados para negociar, ni existen las condiciones para
poder hacerlo. No hay métodos claros para la valoración del suelo; los
registros y el catastro son deficientes; los instrumentos fiscales para
la recuperación de las plusvalías urbanas, prácticamente inexistentes.
No hay que poner el grito en el cielo ante el negocio inmobiliario, sino
aprender a utilizarlo con inteligencia, como se está haciendo en otros
sectores (el ejemplo más reciente es la zona especial del Mariel).
La magnitud de los problemas de la ciudad y los cuantiosos recursos
necesarios para su solución no permiten obviar ninguna de las fuentes de
financiamiento, ni la local, ni la nacional ni la internacional.
Cuarto: renovar la base económica
El fortalecimiento de la base económica de la ciudad no tiene por qué
repetir los esquemas que fueron validos en otros momentos. Es necesario
potenciar una nueva economía, pasando de la ciudad industrial a la
ciudad posindustrial, a la ciudad del conocimiento. El nivel de
instrucción y de creatividad alcanzado por la población hace posible
potenciar las economías creativas basadas en la innovación en sectores
productivos y de servicios como la biología y los productos
farmacéuticos, la informática y la programación de aplicaciones, el
diseño en todas sus escalas y especialidades, las actividades culturales
en todas sus manifestaciones artísticas y productos derivados. Se trata
de actividades para las que la población está preparada y que tienen
una localización urbana manifiesta, ofreciendo empleo con demandas
menores de transporte, energía y suelo que la industria tradicional, y
con menos contaminación. .
Naturalmente, para lograrlo será necesario modernizar la
infraestructura, pero ya no se trata solo de modernizar redes de
electricidad, gas o ferrocarril como en la revolución industrial, sino
de potenciar esencialmente la movilidad, tanto física como virtual. Uno
de los factores que hoy más elevan los costos de producción y de
funcionamiento de la ciudad es el descomunal e inútil gasto de tiempo.
Se trata de una de las mayores reservas de eficiencia que debe tener hoy
La Habana. Las carencias —en particular, del transporte público y, en
menor grado, de la red telefónica—, los engorrosos, lentos y absurdos
trámites administrativos, así como la práctica inexistencia de conexión a
Internet, generan pérdidas de tiempo dramáticas, difíciles de
cuantificar. Sería necesaria una gran voluntad política, decidida y
manifiesta para revertir la situación. Y no se trata solo del derecho
ciudadano a la información y el conocimiento, sino de que la
conectividad es la base de la economía moderna. Desde las grandes
empresas estatales, hasta los medianos y pequeños emprendimientos
privados y cooperativos, necesitan esa conectividad como oxígeno para
poder acceder y colocarse en un mercado extremadamente competitivo.
Cada día que pasa es más difícil concebir una sociedad en desarrollo sin
un desarrollo de la conectividad.
Por otra parte, los gastos actuales de tiempo para el transporte de
personas, mercancías, información y valores financieros en el marco de
la ciudad son insostenibles, puesto que se asemejan a los de grandes
metrópolis de decenas de millones de habitantes y miles de kilómetros
cuadrados, cuando La Habana es una ciudad pequeña y relativamente densa.
O se logran financiamientos para crear un sistema de transporte
colectivo eficiente, o habrá que comenzar una muy costosa cirugía urbana
—no solo desde el punto de vista financiero, sino, sobre todo,
patrimonial, recurso esencial de la ciudad— que abra autopistas,
túneles, nudos viales, edificios de parqueo que, al final, no resuelven
los problemas de tránsito, sino que los elevan a un nivel superior, ya
que facilitan el tránsito privado y ello estimula una mayor
privatización del transporte urbano.
Quinto: apoyar la construcción de un intenso tejido social
Lograr una activación del principal recurso de la ciudad —los propios
habaneros— supone estimular y facilitar la asociatividad ciudadana
desde abajo, ya sea por razones de vecindad barrial y comunitaria o por
intereses profesionales, culturales, edades u otras pertenencias
sociales. Hay que tomar en cuenta que la ciudad tiene hoy un nuevo
perfil demográfico en cuanto a su estructura de edades, nivel de
instrucción, tipo de familias, mientras que los valores y las normas
sociales, así como las asociaciones e instituciones sociales no han
evolucionado al mismo ritmo. Cada día es más urgente revitalizar o
sustituir las verticalizadas y burocratizadas organizaciones de masas.
Hasta el creciente y sostenido drenaje migratorio de jóvenes calificados
está relacionado con las actuales dificultades de participación de las
nuevas generaciones en la vida económica, social y política. La
complejidad y la creatividad del tejido social urbano es lo que
realmente puede activar las enormes reservas latentes de iniciativa e
innovación.
Sexto: mirar adentro, identificar zonas de oportunidad
La ciudad de La Habana cuenta con enormes potenciales internos. La
pérdida de función de grandes instalaciones urbanas como algunas
terminales ferroviarias, zonas portuarias, aeropuertos, grandes
almacenes, zonas o grandes infraestructuras industriales obsoletas,
antiguas zonas militares, etc., abren la posibilidad de concebir e
impulsar grandes proyectos urbanos que no solamente podrían atraer
inversiones, sino que potenciarían cambios estructurales en la ciudad.
Baste, como ejemplo, pensar en las formidables perspectivas que abre la
desactivación del puerto habanero y las posibilidades paisajísticas,
recreativas, ambientales, culturales, turísticas e inmobiliarias que
contienen los 18 kilómetros de borde costero de la bahía y sus 1 700
hectáreas de superficie. Ello no solo permitiría devolver la imagen y el
uso de la bahía a los habitantes de la ciudad, sino que haría posible
el financiamiento de un gran número de obras infraestructurales que La
Habana requiere con urgencia.
Existen, además, cerca de la ciudad, potenciales no menos
importantes. La costa norte, en un frente de un centenar de kilómetros
al este y al oeste, cuenta con numerosas y excelentes bahías (por
ejemplo, la de Mariel) o extensas playas que constituyen un inmenso
potencial económico (en el turismo, el transporte, la industria, etc.,) y
que es absurdo desaprovechar.
Hay que mirar también hacia adentro, con la intencionalidad expresa
de “hacer ciudad sobre la ciudad”. Esta ya más que demostrado que una
ciudad dispersa es más cara en gasto energético, de transporte, de agua,
de suelo, de redes infraestructurales, que una compacta. Hay que
desarrollarla y modernizarla minimizando gastos de ocupación de suelo
nuevo. Por otra parte, se debe y se puede optimizar el uso de suelo,
construido y no construido, a través de gravar impositivamente el mal
uso o el no uso del suelo y de las edificaciones. Demasiadas
instalaciones están hoy cerradas y desocupadas, o tienen ocupaciones
ínfimas —en particular, las de la administración estatal a todos los
niveles (ministerios, direcciones provinciales y municipales)—,
demasiados inmuebles tienen usos inadecuados (servicios convertidos en
viviendas y viviendas en servicios). Si ya se ha activado este año un
impuesto por la no explotación de la tierra agrícola, más sentido
tendría haber introducido uno para el no uso de las edificaciones y el
suelo urbano.
Dentro de la ciudad, habría que dirigir la mirada en particular hacia
aquellas zonas más desamparadas y olvidadas. Una vez que se ha
liberalizado no solo la construcción, sino el mercado de compraventa de
viviendas, habría que refocalizar el esfuerzo y los recursos públicos en
zonas con graves carencias. Por ejemplo, centrarse en la urbanización
de las zonas al sur de la ciudad, o en la reconstrucción de barrios como
el de Centro Habana, tareas que, de ningún modo, puede acometer la
iniciativa personal o familiar, puesto que demandan proyectos, recursos,
tecnologías y equipos que no están a su alcance tecnológico o
financiero.
Séptimo: mirar afuera, resituar la ciudad en la región
Hay que abrir también los ojos al mundo y, en específico, a nuestra
región. A inicios del siglo XX, La Habana era una ciudad de trescientos
mil habitantes, mientras que Miami era una aldea que no alcanzaba los
dos mil residentes. Al triunfo de la Revolución cubana, las dos ciudades
igualaban su población en un millón y medio de habitantes. El siglo XXI
encuentra una Habana de dos millones y un Miami de más de cinco.
Durante casi cuatro siglos, la primera fue la “llave del nuevo mundo”.
Ahora Miami es, sin duda, la ciudad dominante en la región. Y una de las
bazas que debe jugar La Habana en los próximos años es, justamente, la
de tratar de recuperar el rol de centro regional de comunicaciones que
le arrebataron Miami y Ciudad Panamá. El nuevo puerto del Mariel puede
ser un buen inicio.
Para lograrlo, habrá que repensar la relación entre las ciudades de
La Habana y Miami y, en particular, los vínculos con la comunidad cubana
residente en el Estado de la Florida. Hoy son unos setecientos mil los
habaneros que residen en la ciudad de Miami —más de la mitad de ellos
arribaron después del 90—; 1,2 millones los que viven en la Florida y
1,8 los residentes en los Estados Unidos. Es cierto que se trata de una
operación donde aparecen riesgos y oportunidades, pero no lo es menos
que la experiencia precedente —véanse los ejemplos de las comunidades en
el exterior china, coreana, vietnamita…— indica que las ventajas de
poder disponer de los capitales financieros y de conocimiento de esas
comunidades ha vencido los riesgos inherentes. No hay razones de peso
para que el caso de Cuba sea distinto.
En los últimos años, un espacio transfronterizo con flujos de diverso
tipo se ha venido constituyendo. Los intercambios personales entre la
comunidad cubana asentada en los Estados Unidos y los residentes en Cuba
se están incrementando considerablemente. En los últimos tiempos, está
ingresando más de medio millón de cubanoamericanos y más de cien mil
norteamericanos al año. En 2013, casi cien mil cubanos visitaron los
Estados Unidos —son más de trescientos los vuelos cada mes— y esos
flujos se incrementarán dramáticamente el día que se levanten las
restricciones sobre el turismo norteamericano. Cuba ha estado proveyendo
mano de obra joven y calificada y Miami ha comenzado a devolver
jubilados que regresan a terminar su vida en el terruño. Hay que añadir
los intercambios de mercancías, que no se limitan a los cientos de
millones de dólares de las importaciones gubernamentales de alimentos,
sino que ha tomado fuerza un tráfico informal de productos que nutren
los nuevos negocios privados y los hogares familiares, que ya supera los
mil millones de dólares. No menos significativos son los flujos
financieros provenientes de los Estados Unidos. Las remesas rebasan ya
los dos mil millones de dólares y no solo van dirigidas al consumo
familiar, sino que comienzan a convertirse en financiamiento para
iniciar pequeños negocios, se colocan en el recién abierto mercado
inmobiliario a través de familiares o testaferros, o constituyen fondos
para la construcción o reparación de las viviendas. No hay que olvidar
tampoco el movimiento de información, ya sea en términos de productos
culturales enlatados —cine, TV, video, series, novelas, música, etc.— o,
incluso, en el campo del imaginario, tomando en cuenta la tensión
acumulada en decenios de distanciamiento, conflicto, añoranza y
fantasías… Y hay que estar también atentos a aquellos flujos ocultos o
furtivos cuyos efectos pueden ser devastadores entre dos realidades tan
asimétricas (riesgo de enfermedades y epidemias, tránsito de drogas,
contrabando, tráfico de inmigrantes ilegales…).
Si bien La Habana ofrece ventajas comparativas indiscutibles para un
intercambio creciente (seguridad ciudadana, niveles de salud adecuados,
rica cultura y patrimonio, belleza natural, hospitalidad, etc.), no es
menos cierto que también presenta un buen número de debilidades. Estas
van desde sus puertas de entrada —insuficiencia e ineficiencia en los
aeropuertos, aduanas, marinas, trámites migratorios, transporte y
comunicaciones internas y con el exterior—, a las debilidades
normativas, administrativas y tecnológicas que limitarían o
entorpecerían los intercambios —por ejemplo, los movimientos financieros
automatizados, el registro inmobiliario, etc.—, agravado todo ello por
las absurdas leyes del bloqueo.
De todas formas y a pesar de las dificultades mencionadas, es fácil
pronosticar la futura articulación de una franja costera norte —que iría
incluiría bahías, puertos, marinas y playas desde Bahía Honda, Cabañas,
Mariel y Baracoa, hasta La Habana, Santa María del Mar, Jaruco,
Matanzas y Varadero. Ello constituiría el marco regional adecuado de la
revitalización urbana. Se trata de una franja de casi doscientos
kilómetros, equivalente a la que va desde Homestead y Kendall hasta Boca
Ratón y North Palm Beach, en la Florida. Constituirse en columna
vertebral de esta región es una oportunidad que La Habana no puede
perder.
El debate que nos espera
Definir y conducir el futuro de la ciudad no será tarea fácil, pero
presenta retos apasionantes. Son muchas las cuestiones que habrá que
dilucidar y que merecen y demandan de un amplio debate ciudadano. A
continuación, algunas de ellas:
- ¿Cómo balancear las inversiones estatales entre la oportunidad que ofrecen los atractivos potenciales que acabamos de mencionar de la costa norte y la necesidad de saldar la importante deuda urbanística adquirida con las zonas centrales o en la periferia sur de la ciudad?
- ¿Cómo lograr preservar y rehabilitar el enorme patrimonio urbanístico de la ciudad y hacerlo compatible con el inevitable crecimiento del transporte urbano, público y privado?
- ¿Cómo superar las debilidades existentes en términos de legislación, catastro, registro, fiscalidad, etc. para poder atraer inversiones inmobiliarias que aporten al remozamiento de las infraestructuras urbanas y al patrimonio edificado?
- ¿Cómo lograr preservar la calidad y diversidad de la cultura nacional en todas sus manifestaciones —artísticas, patrimoniales, urbanísticas, de valores…—, frente a su posible banalización en una cada vez mayor apertura al turismo, al comercio, al intercambio y a la cultura globalizada?
- ¿Cómo armar un espacio común —estatal y civil—, transfronterizo e interdependiente, con nuestros vecinos del norte, sin que sea deformado por asimetrías y desequilibrios excesivos?
Tales son solo algunos de los desafíos que tendrán que afrontar las
nuevas generaciones de habaneros. Quisiera que estas ideas constituyeran
un estímulo a su intervención en el debate y sumarme, con ello, a la
reciente exhortación del arquitecto Mario Coyula en una de sus últimas
entrevistas, cuando le preguntaron ¿qué debemos hacer por La Habana?:
“Llorarla, gritarla, pelearla, aunque no haya esperanzas de triunfar.
Exigir los cambios profundos de las causas que han motivado el deterioro
físico, social y moral”.[10]
[1]. Jordi Borja, La ciudad, una ecuación imposible, Ed. Icaria, Barcelona, 2013.
[2]. Censo de Población y Vivienda, 2002. Véase tabla II.2.
[3].
Cifras de los anuarios demográficos y estadísticos de la ONE. 2013. Muy
probablemente, esta tendencia se haya agudizado desde 2013 debido al
cambio de la legislación migratoria.
[4]. Censo de Población y Vivienda, 2002. Ver tabla II.14.
[5].
Ello no supone un mejoramiento de los estándares de vivienda, puesto
que se desconoce la superficie habitable de esas “viviendas”.
[6].
Entre 2008 y 2012, el presupuesto asignado a educación, salud, vivienda
y asistencia social disminuyó en 10%, mientras que el de seguridad
social tuvo que incrementarse en 23% por el envejecimiento poblacional
—¡y el de la defensa y orden interior en 59%! Véase Anuario Estadístico Nacional 2013, ONE, 2014.
[7]. En 2013 se redujeron a dos mil.
[8]. En 2013 había veinte mil habitantes albergados y ciento veinte mil con anuencia de albergue.
[9].
“La tendencia dominante es la de instalarse en las ciudades, donde la
creación de empleos, transporte y condiciones elementales de vida,
demandan enormes inversiones en detrimento de la producción alimentaria y
otras formas de vida más razonables”. Véase Fidel Castro Ruz, “Mandela
ha muerto: ¿Por qué ocultar la verdad sobre el apartheid?”, Granma, La Habana, 19 de diciembre de 2013.
[10]. Véase Félix Contreras, “El habanero Mayito”, Remembering Mario Coyula (blog), La Habana, 8 de septiembre de 2014, http://mariocoyula2014.wordpress.com/2014/09/08/el-habanero-mayito-por-felix-contreras/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar