Historias y vidas tras la música de Silvio Rodríguez por barrios habaneros.
Una de las cualidades que distingue al buen arte es la de poseer la doble capacidad de emocionarnos mientras nos hace pensar. Para ser más enfático: tocarnos el corazón al tiempo que nos activa el cerebro. Y eso es lo que ocurre cuando terminan de correr los 80 minutos del documental Canción de barrio (Silvio Rodríguez en dos años de gira interminable) de Alejandro Ramírez Anderson, un material que, mientras hace la crónica de esos dos primeros años de conciertos del conocido trovador por diferentes barrios de La Habana, nos revela lo que puede considerarse el rostro oculto –u ocultado- de la existencia de unas personas que viven en la capital cubana en condiciones materiales y espirituales de dolorosa penuria.
Moviéndose por delante del músico, con él, o siguiendo sus huellas, este joven realizador y fotógrafo, autor además de la producción del documental, se acerca con mirada interesada y abierta a los conflictos, frustraciones, esperanzas, desesperaciones y filosofía de la vida de diversos habitantes de unas zonas en las que la precariedad material impera, para que, con esa voz coral, sincera y desgarrada, tengamos una comprensión más cercana de todo un universo existente, vivo, pero apenas visible a pesar de que forma parte de la ciudad, que en ocasiones está incluso en el corazón de la ciudad que recorre el trovador.
No resultó para nada casual que en una entrevista que le realizara Leandro Estupiñán, al hablar sobre la experiencia vivida en su gira por esos lugares “más afectados”, “más humildes” de La Habana, Silvio Rodríguez reconociera que el periplo le había permitido aprender que “la gente está jodida, muy jodida, mucho más jodida de lo que pensaba. Y bueno, eso es una manera de conectarse con la realidad de tu país, de seguir constatando las cosas como son”… Y el testimonio conmovedor hasta la angustia de esa realidad de gentes “jodidas” nos impacta desde las imágenes, historias y situaciones que con mirada aguda va develando esta obra de arte.
Al inicio del documental su protagonista –o su desencadenador-, Silvio Rodríguez, expresa el propósito de su empeño: llevar un poco de arte y cultura a los que, muchas veces por condiciones materiales y espirituales poco propicias, no pueden consumirlo por los canales tradicionales. La selección de los escenarios (los barrios) no resulta entonces arbitraria, sino fruto de una meditada selección. Por ello lo vemos moverse y cantar por barrios emergentes (llega-y-pon) de emigrantes del oriente del país, barrios insalubres, tradicionales barrios marginales, asentamientos de albergados que esperan por años la solución a sus problemas de vivienda, incluso por locaciones del centro de la ciudad o del reparto obrero de Alamar donde se ha instalado, en diversos grados, la precariedad material.
La fuerza de las imágenes (en ocasiones de impactante naturalismo), el dramatismo de las opiniones e historias de vida que se van sucediendo, han sido montados en un discurso narrativo de muy bien manejado crescendo dramático al cual la banda sonora, mayoritariamente sostenida sobre las propias canciones de Silvio, le ofrece una segunda y más impactante lectura gracias a esa otra capacidad del arte, la de ilustrar y reflejar la vida incluso con la poesía.
Seguramente habrá sectores de la opinión pública y hasta de la institucionalidad cultural que considerarán poco afortunada la realización de un documental (cuya producción corrió a cargo de los Estudios Ojalá y de Producciones Canek) donde se revela de modo descarnado el duro día a día de cientos o miles de cubanos en la propia capital de la república. Tal vez el hecho de que sea una personalidad cultural como Silvio Rodríguez quien desencadena y da relieve a la situación vital de esos cubanos impida que desde esos sectores se le realicen críticas mayores al contenido del producto cultural de Alejandro Ramírez y hasta se programe su exhibición –algo que no ocurrió con una obra de tema parecido, Buscándote Havana, de la joven realizadora Alina Rodríguez. Pero lo cierto es que hasta ahora la presencia pública de Canción de barrio ha estado limitada a solo tres exhibiciones: una premiere en el cine Chaplin, una presentación apenas promocionada en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano (aunque el documental compitió en su categoría) y una última en la Casa de las Américas, en la cual estuvo presente Silvio y algunos de los protagonistas del audiovisual, vecinos de esos barrios “más afectados”. (*)
Pero si entre las cualidades del arte está, como queda dicho, la de conmover y hacer pensar, entre sus funciones y posibilidades se halla también la de reflejar una realidad existente en un tiempo y espacio históricos y, por añadidura, tratar de que ese reflejo sea veraz y convocante de sensibilidades (y hasta de responsabilidades): y eso es lo que consigue Canción de barrio (como antes lo logró este realizador con su multipremiado documental deMOLER, de 2004).
Y es que la realidad filmada y destacada por el artista existe al margen de su propia voluntad de creador y de ciudadano. Constituye parte de un contexto social, ciertamente más abarcador y complejo, pero no por ello la insistencia en acercarse a un sector donde se revelan unas dolorosas circunstancias humanas y materiales y develar con el arte ese lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea puede ni debe considerarse inoportuno ni alarmista. Porque lo inoportuno y alarmante sería, en todo caso, la propia realidad (tan gráficamente definida por Silvio Rodríguez), y la opción de darle la espalda o pretender invisibilizarla, no la hará desaparecer y, por supuesto, no contribuirá a su posible y necesaria superación.
Porque –sigo- si bien el arte difícilmente puede cambiar él solo una realidad, su capacidad de concientizarla y magnificarla puede influir sobre la conciencia de sus consumidores y sensibilizarlos, emplazarlos: bien para restañar heridas del pasado mediante la reflexión que se haga sobre lo acontecido, bien para advertir sobre un presente que, como es el caso de Canción de barrio, se muestra como una herida abierta que reclama atención y, en cualquier caso, para mejorar el futuro. De tal modo, marginar ese arte, pretender que no cumpla su acción en nombre de conveniencias o consideraciones extrartísticas, no solo contribuye a dejar impune esa realidad, sino a encallarla, en la memoria y en la cotidianidad: porque la realidad está ahí, terca y persistente, dolorosa e insultante. Y verla reflejada no solo nos puede conmover hasta las lágrimas, sino que debe servir para ayudarnos a ganar conciencia de que urge hacer algo por cambiarla. A la realidad, por supuesto, con la ayuda, incluso, del arte. (2015)
(*) Cuando terminábamos la edición de este comentario llegó la noticia, mediante una cartelera del ICAIC de que el documental Canción de barrio, tendría una Premiere nacional el 15 de enero. Enhorabuena
Una de las cualidades que distingue al buen arte es la de poseer la doble capacidad de emocionarnos mientras nos hace pensar. Para ser más enfático: tocarnos el corazón al tiempo que nos activa el cerebro. Y eso es lo que ocurre cuando terminan de correr los 80 minutos del documental Canción de barrio (Silvio Rodríguez en dos años de gira interminable) de Alejandro Ramírez Anderson, un material que, mientras hace la crónica de esos dos primeros años de conciertos del conocido trovador por diferentes barrios de La Habana, nos revela lo que puede considerarse el rostro oculto –u ocultado- de la existencia de unas personas que viven en la capital cubana en condiciones materiales y espirituales de dolorosa penuria.
Moviéndose por delante del músico, con él, o siguiendo sus huellas, este joven realizador y fotógrafo, autor además de la producción del documental, se acerca con mirada interesada y abierta a los conflictos, frustraciones, esperanzas, desesperaciones y filosofía de la vida de diversos habitantes de unas zonas en las que la precariedad material impera, para que, con esa voz coral, sincera y desgarrada, tengamos una comprensión más cercana de todo un universo existente, vivo, pero apenas visible a pesar de que forma parte de la ciudad, que en ocasiones está incluso en el corazón de la ciudad que recorre el trovador.
No resultó para nada casual que en una entrevista que le realizara Leandro Estupiñán, al hablar sobre la experiencia vivida en su gira por esos lugares “más afectados”, “más humildes” de La Habana, Silvio Rodríguez reconociera que el periplo le había permitido aprender que “la gente está jodida, muy jodida, mucho más jodida de lo que pensaba. Y bueno, eso es una manera de conectarse con la realidad de tu país, de seguir constatando las cosas como son”… Y el testimonio conmovedor hasta la angustia de esa realidad de gentes “jodidas” nos impacta desde las imágenes, historias y situaciones que con mirada aguda va develando esta obra de arte.
Al inicio del documental su protagonista –o su desencadenador-, Silvio Rodríguez, expresa el propósito de su empeño: llevar un poco de arte y cultura a los que, muchas veces por condiciones materiales y espirituales poco propicias, no pueden consumirlo por los canales tradicionales. La selección de los escenarios (los barrios) no resulta entonces arbitraria, sino fruto de una meditada selección. Por ello lo vemos moverse y cantar por barrios emergentes (llega-y-pon) de emigrantes del oriente del país, barrios insalubres, tradicionales barrios marginales, asentamientos de albergados que esperan por años la solución a sus problemas de vivienda, incluso por locaciones del centro de la ciudad o del reparto obrero de Alamar donde se ha instalado, en diversos grados, la precariedad material.
La fuerza de las imágenes (en ocasiones de impactante naturalismo), el dramatismo de las opiniones e historias de vida que se van sucediendo, han sido montados en un discurso narrativo de muy bien manejado crescendo dramático al cual la banda sonora, mayoritariamente sostenida sobre las propias canciones de Silvio, le ofrece una segunda y más impactante lectura gracias a esa otra capacidad del arte, la de ilustrar y reflejar la vida incluso con la poesía.
Seguramente habrá sectores de la opinión pública y hasta de la institucionalidad cultural que considerarán poco afortunada la realización de un documental (cuya producción corrió a cargo de los Estudios Ojalá y de Producciones Canek) donde se revela de modo descarnado el duro día a día de cientos o miles de cubanos en la propia capital de la república. Tal vez el hecho de que sea una personalidad cultural como Silvio Rodríguez quien desencadena y da relieve a la situación vital de esos cubanos impida que desde esos sectores se le realicen críticas mayores al contenido del producto cultural de Alejandro Ramírez y hasta se programe su exhibición –algo que no ocurrió con una obra de tema parecido, Buscándote Havana, de la joven realizadora Alina Rodríguez. Pero lo cierto es que hasta ahora la presencia pública de Canción de barrio ha estado limitada a solo tres exhibiciones: una premiere en el cine Chaplin, una presentación apenas promocionada en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano (aunque el documental compitió en su categoría) y una última en la Casa de las Américas, en la cual estuvo presente Silvio y algunos de los protagonistas del audiovisual, vecinos de esos barrios “más afectados”. (*)
Pero si entre las cualidades del arte está, como queda dicho, la de conmover y hacer pensar, entre sus funciones y posibilidades se halla también la de reflejar una realidad existente en un tiempo y espacio históricos y, por añadidura, tratar de que ese reflejo sea veraz y convocante de sensibilidades (y hasta de responsabilidades): y eso es lo que consigue Canción de barrio (como antes lo logró este realizador con su multipremiado documental deMOLER, de 2004).
Y es que la realidad filmada y destacada por el artista existe al margen de su propia voluntad de creador y de ciudadano. Constituye parte de un contexto social, ciertamente más abarcador y complejo, pero no por ello la insistencia en acercarse a un sector donde se revelan unas dolorosas circunstancias humanas y materiales y develar con el arte ese lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea puede ni debe considerarse inoportuno ni alarmista. Porque lo inoportuno y alarmante sería, en todo caso, la propia realidad (tan gráficamente definida por Silvio Rodríguez), y la opción de darle la espalda o pretender invisibilizarla, no la hará desaparecer y, por supuesto, no contribuirá a su posible y necesaria superación.
Porque –sigo- si bien el arte difícilmente puede cambiar él solo una realidad, su capacidad de concientizarla y magnificarla puede influir sobre la conciencia de sus consumidores y sensibilizarlos, emplazarlos: bien para restañar heridas del pasado mediante la reflexión que se haga sobre lo acontecido, bien para advertir sobre un presente que, como es el caso de Canción de barrio, se muestra como una herida abierta que reclama atención y, en cualquier caso, para mejorar el futuro. De tal modo, marginar ese arte, pretender que no cumpla su acción en nombre de conveniencias o consideraciones extrartísticas, no solo contribuye a dejar impune esa realidad, sino a encallarla, en la memoria y en la cotidianidad: porque la realidad está ahí, terca y persistente, dolorosa e insultante. Y verla reflejada no solo nos puede conmover hasta las lágrimas, sino que debe servir para ayudarnos a ganar conciencia de que urge hacer algo por cambiarla. A la realidad, por supuesto, con la ayuda, incluso, del arte. (2015)
(*) Cuando terminábamos la edición de este comentario llegó la noticia, mediante una cartelera del ICAIC de que el documental Canción de barrio, tendría una Premiere nacional el 15 de enero. Enhorabuena
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