"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

domingo, 9 de junio de 2019

Exorcizando las levedades.



«“Einmal ist keinmal”, repite Tomás 
para sí el proverbio alemán. 
Lo que ocurre una vez 
es como si no ocurriera nunca. 
Si el hombre puede vivir una vida 
es como si no viviera en lo absoluto»

La insoportable levedad del Ser
Milan Kundera

Qué tiene la Insoportable Levedad del Ser que el lector, casi desde el mismo inicio, frente a su adictivo ambiente depresivo y contra toda lógica, sigue sumergiéndose en él hasta que es demasiado tarde. Hay algo en sus páginas que trasciende la anécdota para entregarnos la manera escondida en que algunas tormentas se incuban en Europa. En cada uno de sus personajes hay un fantasma ibseniano en un ambiente que bien pudiera ser el adecuado para un grito interminable sobre un puente.

En Europa a todo ahogo social le llega su primavera de Praga. A París le llegó vestido de chalecos amarillos. Que el dramatismo del hecho haya sido disfrazado en los medios no disminuye su potencialmente inmensa trascendencia gestadora. Si hay gritos que cargaron en sí una esterilidad anuladora en cielo fantasmagórico, el de París, con el tiempo, conduce a decapitaciones de las que no se salvan ni reyes, ni concubinas, ni siquiera esposas. Lo mejor es que transforman sistemas y destrozan relaciones. Algo más que una catedral se quemó este año en Francia, algo para cuya reparación no sirven todas las donaciones financieras posibles.

Un exultante Ronald Reagan le exclamó al cobarde de Gorbachov en un discurso, conclusión de un aquelarre de mediocres: “Presidente, derribe usted ese muro” a lo que siguió poco después precisamente la caída de esa muralla y la absorción de la RDA por la RFA. Como principio del fin, el efecto dominó no se detuvo hasta la caída de la URSS. La embraguiadora sensación de victoria absoluta que envolvió al capitalismo global condujo a un orgasmo intelectual como el de Fukuyama, que decretó el fin de la historia avanzando una idea que no era ni suya. Desafortunadamente para ellos, la historia tozuda demostró, no mucho después, que el orgasmo era resultado de una masturbación y no el presunto parto del siglo XXI americano.

A los conversos les sucedió además como a los franceses monárquicos, cuyas expectativas luego de la derrota de Napoleón y la restauración no fueron satisfechas ni con mucho. En palabra de William Gaunt “Quice años después de la batalla de Waterloo, la desesperación cundía entre quienes poseían suficiente inteligencia para experimentar alguna emoción. La espléndida época que supuestamente vendría después de terminada la guerra nunca se materializó”.

La misma enseñanza pudiera ser extraída de lo que ha sucedido luego de las derrotas de izquierda en Argentina y otros lugares. Los que añoraban los “buenos” tiempos de Menem, despertaron a la pesadilla de Macri, esta vez, sin embargo, no hubo ni tan siquiera un breve período en que las medidas neoliberales crearan una ilusión de avance.

Ningún salto hacia atrás ha sido feliz, no lo ha sido antes, no lo es ahora, no lo será nunca.

En Cuba están los que añoran, fundamentalmente desde Miami, pero también en el patio, una imagen idílica de la Cuba prerrevolucionaria que nunca existió. Dibujan un mundo que se les antoja recuperable en un absurdo histórico, dialéctico y sentimental. Su expresión concreta, en estos momentos, es la ley Helms-Burton, que, como realización política y económica de ese anhelo retro, pretende devolver las propiedades a los burgueses criollos y norteamericanos expropiados por la Revolución cubana. Como si ello fuera posible. En un escenario hipotético donde tal cosa aconteciera, es claro que el aborto social sería de magnitud catastrófica. La pesadilla de ese escenario es que tiene detrás, empujándola, a la potencia militar y económica más grande del planeta. La buena noticia es que no lo permitiremos.

Solo la mediocridad cree que hay algo sublime en los retrocesos.

Pero esas nostalgias del pasado se dan en casi todos los contextos y no sólo en términos de desconstrucciones sociales. Hay revolucionarios que paradójicamente creen posible regresar a la década del ochenta, idealizada en términos económicos, políticos e ideológicos. Olvídenlo, es anti dialéctico, no ocurrirá. Lo más preocupante de ese anhelo es que esconde la idea de que, entonces, al socialismo le iba bien. No es cierto. Lo demostró la historia. En términos económicos las fuerzas productivas enormes que habían dado el salto colosal de convertir a la URSS de un país destruido a una potencia mundial, mostraban un agotamiento resultado de concepciones políticas fallidas y una cultura predominante de la ineficiencia, en particular energética. En términos políticos, la URSS estaba anquilosada y había perdido buena parte de su filo como agente de cambio revolucionario a nivel internacional. En términos ideológicos tampoco la cosa iba bien, un pensamiento rígido había vencido la batalla ideológica interna y sobre su base se erigía una visión positivista de la historia que ocultaba el carácter retrógrado de muchas ideas, y ello ya tenía tal alcance, que algunos consideran que había perdido su capacidad de regeneración.

Kundera juega desde el mismo inicio con la idea del retorno interminable a partir de una idea de la que culpa a Nietzsche: hay determinado orgullo en lo irrepetible pero también hay determinada intrascendencia, aún en lo más heroico. Por el contrario, si la historia fuera el repetir de lo ya ocurrido, cada hecho tendría la responsabilidad que carga su propia recurrencia. Lo no recurrente, como ha sido único, lleva como encargo la levedad de no trascender. Nada de lo que hagamos es realmente importante porque no ha de ser vivido otra vez. En ese sentido, lo recurrente lleva una pesadez inalcanzable por lo otro. Y entonces la pregunta esencial del libro la resume en ¿Qué es lo positivo, el peso o la levedad?

Es de lógica generacional que los más viejos piensen que sus tiempos fueron paradigmas de lo que debe ser. En todas las sociedades hay tensiones generacionales. Como combustible están los problemas que las generaciones anteriores no pudieron o supieron resolver y que han sido heredadas por las más jóvenes. Estas últimas sienten, colectivamente, que tienen que pagar una factura que no le corresponde. No se dan cuenta que esa factura es también de ellos, porque se contrajo en la búsqueda permanente que es la existencia humana. Quién les dijo que cada generación es independiente y ajeno a un organismo más gigante que los incluye y cuyo tiempo poco tiene que ver con la cortedad de sus presencias. Ese organismo es el que sirve los escenarios incompletos pero reales al que ellos llegan. Pero aun así, si no se les da espacio, te la dejan en la mano y se van a otros lares con la creencia de que tienen en su posesión un cheque en blanco. A pesar del engaño (los cheques en blanco no existen) tienen algo de razón en su discurso.

Contrario a la tesis de Kundera, aunque la realidad es irrepetible, Nietzsche no tenía razón y la memoria colectiva, esa tozuda incorruptible, evita que la levedad se apodere de lo que en apariencia es fugaz. La trascendencia no está en lo que se repite, sino en lo que funda nuevos tiempos.

Quien crea que en Cuba no hay tensiones generacionales tiene la cabeza metida en un cubo. Por suerte las hay, lo contrario significaría que el cuerpo social está muerto.

El problema no es lo inherentemente subversivo que hay en todo lo joven, sino cuando las generaciones ya mayores, pretenden constreñir a las que han llegado luego, al querer forzarlas a que se parezcan a ellos. En todo esto, hay la pretensión de revivir el mito del retorno eterno. Querer que ellos sean como nosotros y que nuestras heroicidades sean sus heroicidades. Si pretendemos que nos repitan, lo harán por igual de nuestros aciertos y de nuestras cortedades. No fundarán nada cuando hay mucho que fundar. Lo verdaderamente heroico y lo dialéctico para cada generación es siempre no repetir a sus padres.

Lo siento por Tomás, los seres humanos solo vivimos una vida, pero ello no significa que no hayamos vivido. Es cierto que nos vamos, pero la memoria queda de tal manera, que volvemos a vivir con suerte variable en los que nos heredan, aún contra su voluntad, si es el caso. Lo que es cierto es que no vivimos otra vez la misma vida, no hay recurrencia eterna, todo momento siendo continuidad es ruptura. Que no lo olviden los agoreros del calco aburrido, todo su esfuerzo está irremediablemente condenado al fracaso.

Crear agentes de la repetición no gestará al actor social que la Revolución necesita. Lo que se necesita es del talento creador que surge de la irreverencia. Lo otro solo genera mediocridad disfrazada de la incondicionalidad del ovejo (Santiago Álvarez era más radical, decía que al mediocre había que fusilarlo).

Frente a la infeliz idea de que la juventud es la única enfermedad que se cura con el tiempo, vale la pena contraponer aquella máxima de Malraux: La juventud es la única religión a la que terminamos todos convirtiéndonos. Parece que, a pesar de algunos, la juventud es eterna, se renueva constantemente y, por tanto, es una enfermedad crónica y maravillosamente incurable.

No es útil indoctrinar a los jóvenes en ver el pasado, por heroico que sea, como culto, en vez de referencia. La primera visión es más religiosa que marxista, la segunda, puede llegar a ser dialéctica. Fidel dejó como última enseñanza que no le hicieran iconos de adoración. Ello no fue resultado de su mítica modestia, fue resultado de su comprensión dialéctica de la historia como suceso irrepetible. Quienes ponen esfuerzo en circunvalar esa voluntad, como si de un capricho inconfesable se tratase, no han entendido nada.

Enseñar a pensar, he ahí nuestra ventaja discursiva. El capitalismo no puede darse ese lujo.

Todo esto ya fue dicho por el irrepetible e irreverente Alfredo Guevara. Prefiero contar hasta diez, diez veces, por oir la insolencia contestaria de igual número de jóvenes, que caerme de sueño por oir diez declamaciones iguales, en emulación entre ellas, recitando al mismo ritmo loas empalagosas y poco útiles a la Revolución o buscando quien acompaña el nombre de Fidel con más adjetivos. El Che los llamaba guatacones. Realmente se debería emplear el intelecto en algo más productivo para la Revolución.

Desde Céspedes hasta Fidel, la Revolución se hizo por quienes retaron el “sentido común” de los que le precedieron. Ahora que está en el poder, su ejercicio generacional debe basarse en superar la función reproductiva que el capitalismo le da a la historia pretendiéndola como un suceso aburrido de mediocridades. Frente a su empeño en idiotizar a la juventud como mecanismo de fin de la historia, debemos contraponer el de una sociedad que también es distinta al aupar a la juventud a pensar y actuar como superadora constante y dialéctica de todos los pasados incluyendo el nuestro.

Si de juventud se trata, nuestra función, en términos educativos, es impregnarle a la rebeldía del joven el contenido de insolencia cósmica que los haga continuidad de esencias, y no aldeano vil, ignorante del gigante de las siete leguas que va engullendo mundos y de las batallas que se dan en el cosmos por la existencia humana. Nuestra función es ayudarlos a hacerse revolucionarios de esa cualidad que significa hacer que la Revolución renazca distinta e igual con cada generación. Es educarlos a exorcizar la insoportable levedad del ser con el peso sublime de lo que funda.

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