Todo el mundo ha tenido esos sueños.
Incluso personas que no se ven a sí mismas como emprendedoras fantasean con dejar la vida corporativa, mudarse a un pueblito encantador y abrir un pequeño hotel en una vieja mansión. O inaugurar un restaurante y disfrutar a diario de comida apetitosa y buen vino. O abrir una tienda de libros y pasar el día conversando con escritores que vienen de visita y clientes amantes de la literatura.
Todo el mundo sueña con eso. ¿Pero qué pasa cuando intenta hacerlo realidad? Para algunos, es todo lo que imaginaron: un proyecto que llena sus espíritus y sus billeteras. Para otros, la realidad puede ser una pesadilla: una combinación fatal de clientes insatisfechos, trabajo inesperado y gastos en aumento.Una gran diferencia entre los que triunfan y los que no la marca la forma de abordar lo imprevisto. También influye cuánto se conocen a sí mismos y los motivos por los que se comprometieron con el proyecto.
A continuación, una mirada a dos emprendedores que abrieron los restaurantes de sus sueños, con resultados muy distintos.
Vivir el sueño
Para Diana Dixon, el sueño de emprendedora comenzó en una ciudad en el desierto a 2.400 kilómetros de su hogar.
Dixon había trabajado durante 30 años como maestra en Virginia, Estados Unidos. Luego de visitar a su hija en Nuevo México, donde los restaurantes la cautivaron, quiso llevar parte de esa cultura gastronómica a su pueblo rural, donde reina la comida rápida.
La maestra, de 63 años, pensó que sus vecinos estaban listos para algo mejor. "Sabía que debía ser informal, nada demasiado lujoso", dice. "Quería un lugar donde la gente se sorprendiera gratamente y se sintiera cómoda".
Luego de jubilarse en 2007, se dedicó a buscar un local y financiación. Encontró un viejo depósito de vinos prometedor. Recaudar el dinero fue más difícil: para cubrir los costos de comprar, renovar y amoblar el local de casi 1.900 metros cuadrados, tuvo que refinanciar su casa, pedir prestado de un banco y de su padre, y vaciar sus ahorros para la jubilación. El US$1 millón de inversión inicial, junto con los costos de operación, eran "bastante aterradores", dice.
El restaurante, Pomegranate, abrió en noviembre de 2008, con un menú gourmet, una extensa carta de vinos y música en vivo los fines de semana. Rápidamente, Dixon descubrió que la realidad de llevar un restaurante es mucho más difícil de lo que imaginaba, con mucho trabajo y empleados insuficientes. La ex maestra se hizo cargo de muchas de las tareas.
Sus jornadas comienzan a las 9 de la mañana y terminan a las 3 de la madrugada. Dixon suele limpiar los pisos, cortar el césped y retocar la pintura, entre muchas otras cosas.
Su trabajo arduo ha sido recompensado. Tiene muchos clientes y algunos vienen desde lejos. "Siempre hay un sentimiento de dicha cuando alguien me felicita", afirma.
Llamada de advertencia
Thomas Sergio ha sentido pasión por la comida toda su vida. Como ejecutivo de marketing que viajaba por todo el mundo, adquirió el gusto por la gastronomía internacional.
El ejecutivo, de 53 años, comenzó a investigar la industria de los alimentos mientras vivía en Atlanta y trabajaba para Siemens. Eligió abrir un restaurante de franquicia porque tienen un mejor historial de éxito que los independientes. Encontró una cadena nueva llamada Grape, con formato de bistró de vino, que encajó con sus preferencias.
Sergio afirma que la gerencia de la cadena lo guió a una posible ubicación para el restaurante en Raleigh, en Carolina del Norte, a pocas cuadras de la Universidad Estatal. Consideraron que el mercado estaba compuesto por profesores, investigadores y otras personas con buenos ingresos y cultos. Sergio reunió US$800.000 —20% en efectivo— para alquilar y amoblar el restaurante de sus sueños, que abrió en julio de 2006.
Pero la visión de Sergio resultó no coincidir con el gusto de sus clientes. Dixon vivía en —y entendía— su mercado. Sergio se apoyó más en estudios demográficos e investigación de restaurantes.
Los clientes rechazaban especialidades que no conocían, aunque las ofrecieran gratis. Las elegantes porciones pequeñas no les gustaban a algunos comensales. La selección de vinos no tuvo mucha suerte, ya que muchos clientes querían otras bebidas.En muchas ocasiones, Sergio debía ayudar en la cocina. Y ahora parece casi avergonzado de los elegantes trajes que lucía en el local.
Las deudas se acumularon y Sergio no logró conseguir que extendieran su crédito. Debió cerrar el restaurante a fines de 2007 y declararse en bancarrota.
En retrospectiva, el formato "no era adecuado para el mercado de Raleigh", dice Sergio, que aún vive en Atlanta y ahora es dueño de una pequeña panadería. "Hago lo que quiero de la forma en que quiero, pero hacer un pan que los clientes no quieren no tiene sentido".
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