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El Partido Republicano parece haber
pasado de ser el partido estúpido a ser el partido loco
El líder republicano John Boehner,
con el presidente Barak Obama. / DENNIS BRACK
(EFE)
A principios de este año, Bobby Jindal, el gobernador de Luisiana, saltó
a los titulares al decirles a sus compañeros republicanos que tenían que dejar
de ser el “partido estúpido”. Por desgracia, Jindal no ofrecía propuestas
constructivas sobre el modo de hacerlo. Y durante los meses siguientes, él
mismo dijo e hizo una serie de cosas que no eran, por así decirlo,
especialmente inteligentes.
No obstante, los republicanos siguieron su consejo. En los últimos
meses, el Partido Republicano parece haber pasado de ser el partido estúpido a
ser el partido loco.
Lo sé, estoy siendo un poco duro. Pero como resulta cada vez más
difícil, teniendo en cuenta la histeria republicana por la reforma sanitaria,
encontrar el modo de evitar una paralización gubernamental (y puede que la
perspectiva aún más aterradora de un impago de la deuda), no es momento para
eufemismos.
Yo creo que puede ser de ayuda entender hasta qué punto el actual
ambiente político es algo realmente sin precedentes.
Un Gobierno dividido no es algo raro en sí y, de hecho, es más frecuente
de lo normal. Desde la Segunda Guerra Mundial ha habido 35 congresos y solo en
13 de ellos el partido del presidente controlaba plenamente la legislatura.
No obstante, el Gobierno de Estados Unidos ha seguido funcionando. La
mayoría de las veces, la división gubernamental ha llevado al compromiso, y
algunas veces, a un punto muerto. Nadie se planteaba siquiera la posibilidad de
que un partido pudiese tratar de sacar adelante su programa no a través del
proceso constitucional, sino mediante el chantaje; amenazando con hundir el
Gobierno federal, y quizá toda la economía, si no se satisfacen sus exigencias.
Es cierto que el Gobierno se paralizó en 1995. Pero todo el mundo
admitió después que aquello había sido un ultraje y un error. Y ese
enfrentamiento se produjo justo después de una victoria aplastante de los
republicanos en las elecciones celebradas en la mitad del mandato, lo que
permitió al Partido Republicano argumentar que contaba con el apoyo popular
para enfrentarse al que imaginaba que era un presidente paralizado que no iba a
ser reelegido.
Hoy, por el contrario, los republicanos salen de unas elecciones en las
que no consiguieron retomar la presidencia a pesar de la debilidad de la
economía, no consiguieron retomar el Senado aun cuando había en peligro muchos
más escaños demócratas que republicanos, y solo consiguieron retener la Cámara
de Representantes gracias a una mezcla de manipulación y los caprichos de la
división en distritos. De hecho, los demócratas ganaron la votación popular de
la Cámara por 1,4 millones de votos. No es un partido que, según cualquier
criterio concebible de la legitimidad, tenga derecho a plantearle demandas
radicales al presidente.
Pero, por el momento, parece muy probable que el Partido Republicano se
niegue a financiar al Gobierno, lo que impondrá forzosamente un bloqueo a
principios del mes que viene, a menos que el presidente Obama desmantele una
reforma sanitaria que es el logro más representativo de su presidencia. Los
dirigentes republicanos son conscientes de que es una mala idea, pero hasta hace
poco su concepto de moderación a la hora de predicar era instar a los radicales
del partido a que no tomasen como rehén a Estados Unidos por el presupuesto
federal para así poder esperar unas semanas y tomarlo como rehén por el techo
de la deuda. Ahora han abandonado incluso esa táctica de aplazamiento. Lo
último que se sabe es que John Boehner, el portavoz de la Cámara, ha cejado en
su empeño de elaborar un plan para dar marcha atrás en el tema del presupuesto
y guardar las apariencias, lo que significa que estamos abocados a un bloqueo,
posiblemente seguido de una crisis de la deuda.
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Algunos expertos insisten, incluso a estas alturas, en que esto es culpa
de Obama de un modo u otro. ¿Por qué no puede sentarse a dialogar con Boehner
como Ronald Reagan se sentaba a dialogar con Tip O’Neill? Pero O’Neill no
dirigía un partido cuyas bases exigían que paralizase el Gobierno a menos que
Reagan revocase sus bajadas de impuestos, y O’Neill no tenía que enfrentarse a
un comité dispuesto a deponerlo como portavoz ante el primer indicio de
transigencia.
No, esto solo tiene que ver con el Partido Republicano. Primero fue la
estrategia sureña, por la cual la élite republicana explotó cínicamente las
reacciones violentas raciales para promover objetivos económicos,
principalmente los impuestos bajos para los ricos y la liberalización. Con el
tiempo, esto se fue transformando paulatinamente en lo que podríamos llamar la
estrategia de la locura, en la que la élite recurre a explotar la paranoia que
siempre ha sido un factor en la política estadounidense —¡Hillary mató a Vince
Foster! ¡Obama nació en Kenia! ¡Paneles de la muerte!— para promover los mismos
objetivos.
Pero ahora estamos en una tercera etapa, en la que la élite ha perdido
el control sobre esa especie de monstruo de Frankenstein que ha creado.
Así que somos testigos del divertidísimo espectáculo de Karl Rove enThe
Wall Street Journal suplicándoles a los republicanos que admitan el
hecho de que no se puede privar de fondos al Obamacare. ¿Por qué es tan
divertido? Porque Rove y sus compañeros llevan décadas tratando de asegurarse
de que las bases republicanas viven en una realidad alternativa definida por
Rush Limbaugh y Fox News. ¿Podemos decir que “les ha salido el tiro por la
culata”?
Claro que los enfrentamientos venideros seguramente perjudicarán a
Estados Unidos en su conjunto, no solo a la “marca” republicana. Pero saben que
tarde o temprano tenía que llegar esta hora de la verdad a la política. Más
vale que sea ya mismo.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© New York Times
Service 2013.
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