Por Pablo de Cuba Soria
La coronación de Magnus Carlsen como rey del 'juego ciencia' es el anunciado fin de una era.
Magnus Carlsen (Noruega, 1990) es el nuevo campeón mundial de ajedrez. El genio noruego derrotó al ya mítico, y hasta entonces vigente campeón, Viswanathan Anand, con un resultado de 6,5 por 3,5 (tres victorias para el nuevo rey, ninguna para el indio Anand, y siete tablas). En la historia de los matches por la corona ajedrecística, solo en una ocasión anterior el retador derrotó al campeón sin sufrir derrotas —sin contar el match Kramnik vs. Kasparov en el 2000, que no fue organizado por la FIDE—. Sucedió en 1921, cuando José Raúl Capablanca destronó al entonces monarca Emanuel Lasker, en el Casino de La Habana. El balance final fue de cuatro victorias para el cubano y diez empates.
Hubo que esperar casi un siglo para que un nuevo campeón de las 64 casillas ganara invicto su corona, esto es, que algún humano osara retar a la perfección ajedrecística. A Capablanca se le llegó a llamar en su tiempo "la máquina de jugar ajedrez", luego de estar más de ocho años invicto, entre 1916 y 1924. De hecho, "el Capa" es todavía hoy el campeón mundial que menos partidas (36 de 567) perdió en su carrera.
En su monumental obra My great predecessors, compuesta de cinco volúmenes, Garry Kasparov dijo del genio cubano: "Capablanca no conocía apenas la teoría y vivía —al menos la existencia cotidiana— fuera del ajedrez. Casi no hacía nada y trabajaba mucho menos que otros jugadores, lo que no le impidió ganar los torneos y encuentros más importantes, manteniéndose invicto durante años. ¿No es esta una indicación de talento ilimitado, de indudable genio ajedrecístico?"
Capablanca ha sido quizás el de mayor talento natural e intuitivo de todos los grandes ajedrecistas de la historia. Pero nada más distante de una máquina que "el Capa". Se cuenta que perdió su invicto de ocho años frente a Richard Reti, en el torneo de Nueva York (1924), por estar más atento a una bella mujer que estaba entre los espectadores, que a la partida misma. También perdió el título mundial en 1927 con Alexandr Alekhine por falta de preparación, por creer justamente que el talento que le era innato iba a resultar suficiente.
Fue aquella una época en que el ajedrez dejó atrás su edad adolescente —los ajedrecistas en su gran mayoría no se dedicaban a tiempo completo al ajedrez—, para dar paso a la era profesional. Un profesionalismo que alcanzó su madurez en los encuentros por el cetro mundial entre Fischer y Spassky (Reykjavik, 1972), y en los míticos duelos Karpov vs. Kasparov, durante la década de los ochenta y principio de los noventa.
Pero lo anterior pertenece a un tiempo que solo la melancolía podría traérnoslo de vuelta. Pero, ¿en qué se sostiene semejante afirmación?
"Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado", reza la archicitada sentencia de Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia. El filósofo de Rocken anunciaba entonces una muerte más terrible que la física, ya que se trataba para él del "fin" de todo el sistema de valores morales y religiosos que había sostenido a Occidente. El crepúsculo de los ídolos, de los dioses, manchó el cielo de los hombres. En los días que corren, salvando distancias, podemos proclamar otra muerte: la del ajedrez. ¡El ajedrez ha muerto! ¡Viva el ajedrez!
Sí, con la reciente coronación de Magnus Carlsen como rey del "juego ciencia", asistimos al anunciado fin de una era. El primer síntoma fue la victoria del programa Deep Blue ante Kasparov en 1997. El entierro de Caissa, la musa —para algunos diosa— del ajedrez, ha sido llevada a cabo. La época en la que el ajedrez además de despliegue teórico y táctico, preparación física y psicológica, era también intuición, riesgo, errores de cálculo que podían no obstante resultar en victorias, ha firmado su carta de defunción. Sé que exagero con la tesis anterior, pero en líneas generales es así. Pensemos por qué.
La aparición desde hace unas dos décadas de potentísimos programas de ajedrez —Rybka, Fritz, Houdini, Komodo son algunos de los más fuertes en el mercado— ha provocado que aquellos fundamentos ajedrecísticos que mencionamos antes, pasen a un segundo plano. Ya no hay casi lugar para trebejistas como el "soviético" letón Mijail Tal, un mago que entre la década de los cincuenta y los ochenta (fue campeón del mundo en 1960) del pasado siglo, nos regaló partidas de una imaginación desbordada, incluso delirante, donde en no pocas ocasiones era capaz de sacrificar casi todas sus piezas para lograr un ataque de jaque mate.
A los oponentes de Tal generalmente los traicionaban los nervios, o quedaban hechizados ante tanto derroche de imaginación atrevida. En la actualidad, muchos de aquellos golpes tácticos de fantasía de Tal —a quien llamaban "el genio de Riga"— son refutados por las máquinas. Todas demuestran que muchas de aquellas combinaciones no eran más que "escaramuzas", o errores de cálculo de los contrincantes al defenderse. Cuando aquello, el ajedrez era un juego humano, demasiado humano.
No es que el antiquísimo juego vaya a desaparecer, en lo absoluto, pero sí será otro el modo en que se entienda, otra la forma en que los jugadores profesionales (incluso los aficionados) piensen y afronten las batallas entre reyes, reinas, torres, caballos, alfiles y peones en blanco y negro. Años atrás las novedades teóricas eran el resultado de largas horas de estudio, de análisis por parte de los ajedrecistas y/o su equipo de trabajo; hoy día, ese trabajo lo hacen las máquinas.
Y no es que Magnus Carlsen sea un muchacho sin talento, para nada, es un genio en toda la dimensión del término. Logró el título de Gran Maestro a los 13 años, y poco más tarde se convirtió en el número uno del rating, rompiendo incluso con 2.872 unidades el récord de Kasparov de 2.856 puntos ELO —sistema de puntuación que se emplea en el ajedrez para evaluar la fuerza del jugador—. En la actualidad pierde contadas partidas, y en cuanto torneo compite es por lo general el vencedor.
Sin embargo, Carlsen es el máximo exponente de la nueva era ajedrecística: sus partidas tienen generalmente los mecanismos, reflejos y movimientos propios de los programas de ajedrez. El genio noruego educó su enorme talento en el idioma y estilo informáticos. Carlsen es un jugador que apenas comete errores de bulto, por el contrario, en cada partida se aprovecha de las ventajas mínimas —por lo general invisibles a ojos humanos— que sus oponentes le dan, hasta alzarse con una posición ganadora. Magnus Carlsen no parece necesitar de los favores de Caissa, su memoria e intuición cibernéticas le son suficientes. Hoy día Martin Heidegger, para quien la tecnologización representaba el ocultamiento definitivo del ser, asistiría a la consumación práctica de su propia sentencia.
Algunos conocedores y ajedrecistas contemporáneos plantean que Carlsen conjuga en su estilo el talento de Capablanca, la fuerza psicológica y la precisión de Bobby Fischer, la visión posicional de Karpov y el instinto asesino (táctico) de Kasparov. Puede ser, algo hay de verdad en esas ideas. Sin embargo, lo que realmente define a Magnus Carlsen es que ha conjugado, como ninguno de sus iguales, el talento natural con el talento de las máquinas. Ni Walter Benjamin hubiera podido imaginar un autómata de la capacidad y precisión matemáticas de Carlsen.
Ya por último —y dejando la melancolía aparte, cada época se expresa y se viste como quiere, más allá de mis estados existenciales y de ánimo—, pienso o imagino a José Raúl Capablanca como uno de los principales escribas (o profetas) del Antiguo Testamento ajedrecístico; y a Magnus Carlsen, con su gélido rostro nórdico, como el elegido de la nueva época, el asesino de Caissa, el genial hijo de las máquinas.
La coronación de Magnus Carlsen como rey del 'juego ciencia' es el anunciado fin de una era.
Magnus Carlsen (Noruega, 1990) es el nuevo campeón mundial de ajedrez. El genio noruego derrotó al ya mítico, y hasta entonces vigente campeón, Viswanathan Anand, con un resultado de 6,5 por 3,5 (tres victorias para el nuevo rey, ninguna para el indio Anand, y siete tablas). En la historia de los matches por la corona ajedrecística, solo en una ocasión anterior el retador derrotó al campeón sin sufrir derrotas —sin contar el match Kramnik vs. Kasparov en el 2000, que no fue organizado por la FIDE—. Sucedió en 1921, cuando José Raúl Capablanca destronó al entonces monarca Emanuel Lasker, en el Casino de La Habana. El balance final fue de cuatro victorias para el cubano y diez empates.
Hubo que esperar casi un siglo para que un nuevo campeón de las 64 casillas ganara invicto su corona, esto es, que algún humano osara retar a la perfección ajedrecística. A Capablanca se le llegó a llamar en su tiempo "la máquina de jugar ajedrez", luego de estar más de ocho años invicto, entre 1916 y 1924. De hecho, "el Capa" es todavía hoy el campeón mundial que menos partidas (36 de 567) perdió en su carrera.
En su monumental obra My great predecessors, compuesta de cinco volúmenes, Garry Kasparov dijo del genio cubano: "Capablanca no conocía apenas la teoría y vivía —al menos la existencia cotidiana— fuera del ajedrez. Casi no hacía nada y trabajaba mucho menos que otros jugadores, lo que no le impidió ganar los torneos y encuentros más importantes, manteniéndose invicto durante años. ¿No es esta una indicación de talento ilimitado, de indudable genio ajedrecístico?"
Capablanca ha sido quizás el de mayor talento natural e intuitivo de todos los grandes ajedrecistas de la historia. Pero nada más distante de una máquina que "el Capa". Se cuenta que perdió su invicto de ocho años frente a Richard Reti, en el torneo de Nueva York (1924), por estar más atento a una bella mujer que estaba entre los espectadores, que a la partida misma. También perdió el título mundial en 1927 con Alexandr Alekhine por falta de preparación, por creer justamente que el talento que le era innato iba a resultar suficiente.
Fue aquella una época en que el ajedrez dejó atrás su edad adolescente —los ajedrecistas en su gran mayoría no se dedicaban a tiempo completo al ajedrez—, para dar paso a la era profesional. Un profesionalismo que alcanzó su madurez en los encuentros por el cetro mundial entre Fischer y Spassky (Reykjavik, 1972), y en los míticos duelos Karpov vs. Kasparov, durante la década de los ochenta y principio de los noventa.
Pero lo anterior pertenece a un tiempo que solo la melancolía podría traérnoslo de vuelta. Pero, ¿en qué se sostiene semejante afirmación?
"Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado", reza la archicitada sentencia de Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia. El filósofo de Rocken anunciaba entonces una muerte más terrible que la física, ya que se trataba para él del "fin" de todo el sistema de valores morales y religiosos que había sostenido a Occidente. El crepúsculo de los ídolos, de los dioses, manchó el cielo de los hombres. En los días que corren, salvando distancias, podemos proclamar otra muerte: la del ajedrez. ¡El ajedrez ha muerto! ¡Viva el ajedrez!
Sí, con la reciente coronación de Magnus Carlsen como rey del "juego ciencia", asistimos al anunciado fin de una era. El primer síntoma fue la victoria del programa Deep Blue ante Kasparov en 1997. El entierro de Caissa, la musa —para algunos diosa— del ajedrez, ha sido llevada a cabo. La época en la que el ajedrez además de despliegue teórico y táctico, preparación física y psicológica, era también intuición, riesgo, errores de cálculo que podían no obstante resultar en victorias, ha firmado su carta de defunción. Sé que exagero con la tesis anterior, pero en líneas generales es así. Pensemos por qué.
La aparición desde hace unas dos décadas de potentísimos programas de ajedrez —Rybka, Fritz, Houdini, Komodo son algunos de los más fuertes en el mercado— ha provocado que aquellos fundamentos ajedrecísticos que mencionamos antes, pasen a un segundo plano. Ya no hay casi lugar para trebejistas como el "soviético" letón Mijail Tal, un mago que entre la década de los cincuenta y los ochenta (fue campeón del mundo en 1960) del pasado siglo, nos regaló partidas de una imaginación desbordada, incluso delirante, donde en no pocas ocasiones era capaz de sacrificar casi todas sus piezas para lograr un ataque de jaque mate.
A los oponentes de Tal generalmente los traicionaban los nervios, o quedaban hechizados ante tanto derroche de imaginación atrevida. En la actualidad, muchos de aquellos golpes tácticos de fantasía de Tal —a quien llamaban "el genio de Riga"— son refutados por las máquinas. Todas demuestran que muchas de aquellas combinaciones no eran más que "escaramuzas", o errores de cálculo de los contrincantes al defenderse. Cuando aquello, el ajedrez era un juego humano, demasiado humano.
No es que el antiquísimo juego vaya a desaparecer, en lo absoluto, pero sí será otro el modo en que se entienda, otra la forma en que los jugadores profesionales (incluso los aficionados) piensen y afronten las batallas entre reyes, reinas, torres, caballos, alfiles y peones en blanco y negro. Años atrás las novedades teóricas eran el resultado de largas horas de estudio, de análisis por parte de los ajedrecistas y/o su equipo de trabajo; hoy día, ese trabajo lo hacen las máquinas.
Y no es que Magnus Carlsen sea un muchacho sin talento, para nada, es un genio en toda la dimensión del término. Logró el título de Gran Maestro a los 13 años, y poco más tarde se convirtió en el número uno del rating, rompiendo incluso con 2.872 unidades el récord de Kasparov de 2.856 puntos ELO —sistema de puntuación que se emplea en el ajedrez para evaluar la fuerza del jugador—. En la actualidad pierde contadas partidas, y en cuanto torneo compite es por lo general el vencedor.
Sin embargo, Carlsen es el máximo exponente de la nueva era ajedrecística: sus partidas tienen generalmente los mecanismos, reflejos y movimientos propios de los programas de ajedrez. El genio noruego educó su enorme talento en el idioma y estilo informáticos. Carlsen es un jugador que apenas comete errores de bulto, por el contrario, en cada partida se aprovecha de las ventajas mínimas —por lo general invisibles a ojos humanos— que sus oponentes le dan, hasta alzarse con una posición ganadora. Magnus Carlsen no parece necesitar de los favores de Caissa, su memoria e intuición cibernéticas le son suficientes. Hoy día Martin Heidegger, para quien la tecnologización representaba el ocultamiento definitivo del ser, asistiría a la consumación práctica de su propia sentencia.
Algunos conocedores y ajedrecistas contemporáneos plantean que Carlsen conjuga en su estilo el talento de Capablanca, la fuerza psicológica y la precisión de Bobby Fischer, la visión posicional de Karpov y el instinto asesino (táctico) de Kasparov. Puede ser, algo hay de verdad en esas ideas. Sin embargo, lo que realmente define a Magnus Carlsen es que ha conjugado, como ninguno de sus iguales, el talento natural con el talento de las máquinas. Ni Walter Benjamin hubiera podido imaginar un autómata de la capacidad y precisión matemáticas de Carlsen.
Ya por último —y dejando la melancolía aparte, cada época se expresa y se viste como quiere, más allá de mis estados existenciales y de ánimo—, pienso o imagino a José Raúl Capablanca como uno de los principales escribas (o profetas) del Antiguo Testamento ajedrecístico; y a Magnus Carlsen, con su gélido rostro nórdico, como el elegido de la nueva época, el asesino de Caissa, el genial hijo de las máquinas.
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