"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

viernes, 24 de enero de 2014

Las auténticas dificultades para el crecimiento

Michael Spence, a Nobel laureate in economics 
 
MILÁN – La experiencia de las economías avanzadas desde la crisis financiera de 2008 ha impulsado un debate en rápida evolución sobre el crecimiento, el empleo y la desigualdad de ingresos. No debe extrañar: para quienes esperaban una recuperación relativamente rápida de la crisis, cuanto más inmutable se mantiene la situación, más cambia.

Poco después de que el sistema financiero estuviera a punto de desplomarse, la opinión de consenso en pro de una recuperación cíclica bastante normal se disipó al resultar evidente la magnitud de los daños en los balances y el efecto del desapalancamiento en la demanda interna, pero, pese a que el desapalancamiento está muy avanzado, el efecto positivo en el crecimiento y el empleo ha sido decepcionante. En los Estados Unidos, el crecimiento del PIB sigue siendo inferior a lo que, hasta hace poco, se había considerado su tasa potencial y el crecimiento en Europa es insignificante.

El empleo sigue siendo menor y está retrasando el crecimiento del PIB, configuración que comenzó a darse al menos hace tres recesiones y que ha llegado a ser más pronunciada con cada una de ellas. En las economías más avanzadas, el sector de bienes comercializables ha engendrado un crecimiento del empleo muy limitado, problema que hasta 2008 “resolvió” la demanda interna al emplear a muchos trabajadores en el sector de bienes no comercializables (Administración, atención de salud, construcción y venta al por menor).

Entretanto, las tendencias negativas en la distribución de los ingresos precedieron a la crisis y le han sobrevivido. En los Estados Unidos, el desfase entre los ingresos medios (por habitante) y los ingresos medianos ha llegado a ser de más de 20.000 dólares. Los aumentos de ingresos resultantes del crecimiento del PIB se han concentrado primordialmente en el cuartil superior de la distribución. Antes de la crisis, el efecto de riqueza producido por unos precios altos de los activos mitigó la presión hacia abajo del consumo, del mismo modo que, gracias a los bajos tipos de interés y la relajación cuantitativa desde 2008, ha habido aumentos importantes de los precios de los activos que, dados los débiles resultados económicos, probablemente no durarán.

La concentración en aumento de la riqueza, junto con una calidad educativa desigual, está contribuyendo a descensos en la movilidad económica intergeneracional, lo que, a su vez, amenaza la cohesión social y política. Aunque la causalidad no está clara, históricamente ha habido una gran correlación entre desigualdad y polarización política, una de las razones por las que las estrategias de crecimiento logradas de los países en desarrollo se han basado en muy gran medida en la reducción de la exclusión.

La tecnología que ahorra mano de obra y las tendencias cambiantes del empleo en el sector de bienes comercializables de la economía mundial son factores importantes de desigualdad. Los trabajos rutinarios de trabajadores manuales y oficinistas están desapareciendo, mientras que el empleo con menor valor añadido en el sector de los bienes comercializables está trasladándose a un conjunto de economías en desarrollo que van en aumento. Esas potentes fuerzas paralelas han alterado el equilibrio a largo plazo de los mercados laborales de las economías avanzadas, que han invertido demasiada educación y demasiadas capacidades en una modalidad de crecimiento anticuada.

Todo ello está causando sufrimiento, consternación y confusión, pero el estancamiento en los países avanzados no es inevitable, si bien para evitarlo hace falta superar un conjunto ingente de dificultades.

En primer lugar, las esperanzas no han estado en consonancia con la realidad. Hace falta tiempo para que se manifiesten plenamente los efectos del desapalancamiento, la reequilibración estructural y la reparación de los déficits de los activos tangibles e intangibles mediante la inversión. Entretanto, quienes están soportando la mayor parte de los costos de la transición –los desempleados y los jóvenes– necesitan apoyo y los que somos más afortunados debemos soportar los costos. De lo contrario, la intención declarada de restablecer modalidades de crecimiento no excluyentes carecerá de credibilidad, lo que socavará la capacidad para adoptar decisiones difíciles, pero importantes.

En segundo lugar, para lograr plenamente el crecimiento potencial hace falta corregir la tendencia generalizada a una inversión insuficiente del sector público. El paso del crecimiento impulsado por el consumo al impulsado por la inversión es decisivo y debe comenzar en el sector público.

La forma mejor de utilizar la capacidad fiscal que queda en los países avanzados es la de restablecer la inversión pública en el marco de un plan de estabilización multianual y creíble. Ésa es una vía mucho mejor que otra basada en el apalancamiento, unos tipos de interés bajos y unos precios elevados de los activos para estimular la demanda interna más allá de su nivel natural de recuperación. No toda la demanda se crea igual. Necesitamos aumentar el nivel y lograr una composición idónea.

En tercer lugar, en las economías flexibles como la de los EE.UU. ya está en marcha un cambio estructural importante en pro de la demanda exterior. Las exportaciones están aumentando rápìdamente (y superan el aumento de las importaciones) gracias a unos costos menores de la energía, nuevas tecnologías que favorecen la relocalización y un tipo de cambio real eficaz y en disminución (la depreciación nominal del dólar combinada con un débil aumento de los ingresos y los salarios internos y una inflación mayor en los más importantes países en desarrollo que son sus socios comerciales). Con el tiempo, esos cambios estructurales compensarán un nivel menor (y más sostenible) de consumo respecto de los ingresos, a no ser que unos aumentos inapropiados de la demanda interna frustren el proceso.

En cuarto lugar, las economías con rigideces estructurales deben adoptar medidas para eliminarlas. Todas las economías deben tener capacidad para adaptarse al cambio estructural a fin de apoyar el crecimiento y la flexibilidad resulta más importante para modificar las modalidades de crecimiento defectuosas, porque afecta a la velocidad de la recuperación.

Por último, se necesita capacidad de dirección para crear un consenso sobre un nuevo modelo de crecimiento y el reparto de la carga necesario para aplicarlo con éxito. Muchos países en desarrollo dedican demasiado tiempo a un equilibrio estable y sin crecimiento y después pasan a otro más positivo. En eso no hay nada automático. En todos los casos con los que estoy familiarizado, una capacidad de dirección eficaz hizo de catalizador.

Así, pues, si bien podemos esperar un proceso multianual de reequilibración y reducción del desfase entre el crecimiento real y el potencial, su duración exacta dependerá de las opciones normativas y la velocidad del ajuste estructural. En la Europa meridional, por ejemplo, el proceso requerirá más tiempo, porque en esos países faltan más componentes de la recuperación, pero el retraso en la determinación de las dificultades –por no hablar de la reacción para afrontarlas– parece bastante largo en casi todas partes.

Naturalmente, los factores tecnológico y demográfico que sustentan el crecimiento potencial experimentan altibajos en períodos más largos (multidecenales) e, independientemente de si los EE.UU. y otros países avanzados han entrado en un período de deterioro prolongado, la realidad es que no hay forma de influir en esas fuerzas.

Pero la cuestión inmediata que afrontan muchas economías es diferente: el restablecimiento de una modalidad de crecimiento resistente y no excluyente que logre todo lo que permita la tendencia del crecimiento potencial.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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