"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

miércoles, 26 de marzo de 2014

El regalo de Matt y Nena


Ficción y realidad en Chicago: un encuentro con Orestes Miñoso.

Chicago puede ser una de las ciudades más atractivas e inhóspitas de Estados Unidos. La primera capital de los rascacielos norteamericanos, asentada en la orilla suroeste del lago Michigan, es una urbe mestiza, donde conviven gentes de todas las etnias y procedencias, incluidos los latinos. Es, a la vez, uno de los sitios de inviernos más rigurosos, pues en la también llamada “Ciudad de los Vientos”, la sensación térmica provocada por el aire helado que se desprende del gran lago puede andar 15 grados centígrados por debajo de lo que marcan los termómetros. 

En mi segunda visita a Chicago llegué justo al final del que ha sido considerado uno de los más agrestes inviernos de las últimas décadas. Ya entrando en el mes de marzo, aun las temperaturas bajo cero mantenían la nieve congelada en las aceras y al lago parcialmente cubierto de hielo. El propósito de mi viaje era continuar la promoción de la edición norteamericana de El hombre que amaba a los perros, mi novela ahora publicada por la casa neoyorkina Farrar, Strauss and Giroux, el mismo trabajo que antes me había llevado a Miami y, por supuesto, Nueva York, ciudades donde hice varias presentaciones públicas en las que disfruté de una calurosa acogida –y el calor de Miami fue humano más que climático, para mi satisfacción y alegría. 

La artífice de mi visita a la “Ciudad de los Vientos” había sido la profesora María Torres, cubana de nacimiento y carácter, por varios años directora de programas académicos de estudios cubanos y latinoamericanos de la Universidad de Illinois en Chicago. Nena, como la conocen incluso en los medios universitarios, no solo nos acogió a mí y a Lucía, mi esposa, como invitados, sino incluso como huéspedes en su maravilloso apartamento del piso 50 de un edificio del down town que ofrece una vista prodigiosa de la ciudad y de un lago que parece un mar (sobre todo para los conceptos cubanos de lo que es un lago). 

Justo al llegar, Nena nos entregó mejores abrigos para resistir el clima de Chicago y me dijo algo que me preocupó: su esposo, Matt Piers, que había debido viajar de urgencia a New York y no nos vería, me había dejado preparado un regalo que ella no me podía entregar hasta la noche del viernes, durante una fiesta que me habían organizado en la casa de la profesora cubana Amalia Perea y su esposo Bill Mahoney. Debo confesar ahora que mi preocupación radicaba en el regalo y en el carácter del mismo. Muchas veces la situación económica que solemos padecer los cubanos hace que se nos entreguen o pretendan entregar obsequios que pueden lastimar la integridad del orgullo o la dignidad (el dinero metálico es el que más la afecta) o algo que no necesitamos (en mi caso se repite la elegante y valiosa pluma de fuente que, por ser zurdo, jamás he podido usar con facilidad, o bufandas de lana de las que solo necesito una, que ya tengo, para cuando viajo a sitios como Chicago).

Con la preocupación por el dichoso regalo nos fuimos a la casa de Amalia y Bill en nuestra noche de despedida de la ciudad y, luego de un par de copas de tinto y de ambiente relajado, creo que olvidé el obsequio prometido hasta que… lo vi. El regalo entró, caminando erguido y sonriente, a sus noventa años, pues lo que Matt y Nena -con la complicidad de Amalia y Bill- me habían escogido como el mejor de los agasajos posibles era un encuentro, nada más y nada menos, que con un personaje de mi más reciente novela, Herejes. Allí estaba aquel hombre, negro, matancero, real, que desde los finales de la década de 1940 se había convertido en uno de los ídolos de mi personaje Daniel Kaminsky, ficticio y judío polaco… Allí estaba, de carne y hueso, Orestes Miñoso, Minnie para los norteamericanos, el pelotero cubano que con los Tigres de Marianao durante 14 temporadas y con los Chicago White Sox por más de una década, había brillado en los terrenos de beisbol cubanos y norteamericanos con el apodo de “El Cometa Cubano”, y actuaciones y cifras memorables en ambos circuitos deportivos. 

Debo confesar que jamás pensé tener la ocasión de ver en persona a un mito al cual nunca tuve ocasión de ver en un terreno de juego. Cuando actuó en la liga profesional cubana, clausurada en 1960, yo no tenía capacidad de memoria para distinguirlo. En los años en que continuó jugando sistemáticamente en Grandes Ligas, casi siempre con los Medias Blancas y hasta 1964, en Cuba no se veía aquel beisbol del que ahora, por fortuna, tenemos flashazos algunas noche dominicales (aunque, hasta ahora, casi siempre con equipos en que no aparezcan jugadores cubanos). Pero, aunque nombres como los de Orestes Miñoso pretendieron ser borrados de la memoria nacional por el drástico procedimientos de no volver a mencionarlos jamás, o casi nunca, su obra deportiva había logrado vencer barreras y llegar a las memorias afectivas de los amantes de la pelota cubana de todos los tiempos. Porque entre los grandes de la historia del deporte cubano, Orestes Miñoso tiene, más que un espacio, un altar… 

Desde su debut en la liga profesional con el Marianao en la temporada de 1945-46, Miñoso comenzó a poner las bases de ese pedestal con su selección como Novato del Año. Luego, en sus 14 temporadas cubanas, resultó escogido en dos ocasiones como el jugador Más Valioso de la liga, mientras en el gran Stadium de La Habana (rebautizado Latinoamericano) existía una valla con el cartel rotulado que advertía “Por aquí pasó Miñoso”, como recordación de uno de los más grandes batazos conectados en esa catedral, y por años, cuando salía al terreno, lo hacía acompañado por el ritmo de un popular cha-cha-chá de la Orquesta América que advertía que “cuando Miñoso batea de verdad, la bola baila el cha-cha-chá”. Gracias a Miñoso el casi siempre sotanero Marianao ganó en los años 1950 varios trofeos y su rostro y figura fueron de las más populares en la isla. 

Pero apenas rota la ignominiosa barrera racial en las Grandes Ligas norteamericanas en el año 1947 por Jackie Robinson, Orestes Miñoso fue contratado por la Gran Carpa para ser el primer negro latino y cubano en saltar a los terrenos del más competitivo beisbol del mundo. Allí, rebautizado como Minnie, el matancero dejó una estela de logros y simpatías que ha sido premiada con el prestigioso acto de que su número de jugador activo (el 9) haya sido retirado de los uniformes de los jugadores posteriores, aunque toda la justicia no ha llegado para él, pues aun no ha sido exaltado al Salón de la Fama que debería acogerlo por sus muchos méritos, dentro y fuera del terreno de juego. Su personalidad fue tan sobresaliente con los Medias Blancas que, después de pasados sus años de gloria, fue incluido como jugador del equipo en las décadas de 1970 y 1980, con breves apariciones que hicieron de él el jugador que por más décadas militó en equipos de las mayores, pues jugó por última vez en 1980, al borde de cumplir los 60 años. Hoy, a sus 90 años, es considerado uno de los “embajadores” del emblemático equipo de Chicago. 

En mi novela Herejes, Daniel Kaminsky vive por años esperando tener la ocasión de encontrarse algún día con Orestes Miñoso. El encuentro, por supuesto que novelesco, se produce en la década de 1980, en Miami, y mi personaje se le acerca a Miñoso para que le firme una pelota que el matancero había conectado de jonrón en el estadio del Cerro y que por 30 años el judío había conservado como un tesoro… Ahora, gracias a la generosidad de Matt y Nena, al igual que mi personaje, tengo conmigo una pelota –no tan histórica, es cierto- firmada por “El Cometa Cubano”. Esa pelota, unas fotos, y la memoria de este encuentro con Orestes Miñoso que me regalaron en Chicago son desde ahora parte de mis más valiosas pertenencias, uno de los más grandes regalos que me han hecho en la vida y que me ha hecho la vida, una de las más satisfactorias recompensas que me ha deparado el oficio solitario y empecinado de la literatura. (2014)

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