Por Adrián Mac Liman*
Mientras los indignados europeos trataban de (re)definir sus ya de por sí accidentadas relaciones con el Islam, confundiendo a veces terrorismo con tradicionalismo, las miradas de la Administración Obama se centraban en otro frente de batalla: el de la recalcitrante Rusia que, según los estrategas norteamericanos, se había dedicado a infringir las normas de seguridad transatlántica recogidas en el Acta Final de la Conferencia de Helsinki, que prohíbe la modificación de las fronteras mediante el uso de la fuerza o la amenaza. Para Washington, la anexión de Crimea y el conflicto de baja intensidad del Este de Ucrania constituyen violaciones flagrantes de los compromisos internacionales adquiridos por el Kremlin hace ya más de tres décadas.
Sí, es cierto: el mundo ha cambiado. En la década de los 70 del siglo pasado, los confines de los dos grandes bloques se situaban en el corazón de Alemania. Una división artificial con la que Occidente quería acabar. El propio general De Gaulle habló de la Europa desde el Atlántico hasta los Urales, de una Europa unida. Hoy en día, la Alianza Atlántica llega hasta el Mar Negro y el Báltico. Ucrania sigue siendo el tampón entre Rusia y Occidente. Pero, ¿hasta cuándo? La Unión Europea inyecta ingentes cantidades de dinero para reflotar la economía de un país que padece dos grandes males: lacorrupción y la intolerancia. Pero Ucrania es la pieza clave para la ofensiva hacia el Este, hacia la madriguera del oso ruso.
Hace unas semanas, tras la adopción de la enésima tanda de sanciones impuestas a Rusia por la Administración Obama y sus aliados europeos, el Presidente Putin anunció un cambio de rumbo en la política exterior del Kremlin. El mensaje resultaba a la vez sencillo y firme: “no hay que utilizar la fuerza contra Rusia; no nos vamos a arrodillar ante las potencias extranjeras”. Los hechos acompañaban las palabras. Submarinos en las aguas territoriales de los países vecinos, vuelos de reconocimiento en el espacio aéreo de los miembros de la Alianza, maniobras militares con armas convencionales y… misiles nucleares. Por si fuera poco, Rusia pretende modernizar su arsenal de misiles balísticos; Norteamérica anuncia el redespliegue de sus propias ojivas nucleares en suelo europeo. Washington acusa a Moscú de haber violado el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF), firmado por las superpotencias en 1987. Por su parte, el Kremlin alude a las múltiples transgresiones estadounidenses, que el Pentágono desmiente rotundamente. La desconfianza reina.
El exsecretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, solía afirmar que el orden mundial depende de una sutil mezcolanza de Poder y Legitimidad. Parece que esa fórmula ha dejado de tener vigencia. Los analistas occidentales estiman, por su parte, que Putin “no descarta el uso de la fuerza”, considerando que la guerra es un componente lícito y racional, una mera continuación de la política empleando otros medios.
Conviene señalar que la Administración Obama optó por no dar la nota en el Este del Viejo Continente, enviando a los países de la línea del frente a la subsecretaria de Estado para Asuntos europeos, Victoria Nuland. Su misión: persuadir a los nuevos aliados de Washington que es preciso aceptar la presencia de instalaciones del escudo antimisiles en su territorio, aumentar los presupuestos de defensa y practicar políticas de trasparencia. Son deberes impuestos: el precio que hay que pagar por estar en el… bando de los buenos.
Desengáñese, estimado lector: no es un episodio más de la guerra fría. Se parece más bien a un conflicto ardiente. Con la agravante de que esta vez la amenaza nuclear vuelve a perfilarse en el horizonte.
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