William M. LeoGrande • 4 de enero, 2015
Durante semanas, los rumores corrían por Washington y La Habana de que estaban en trámite cambios en la política norteamericana hacia Cuba. Entonces, el 17 de diciembre, el presidente Barack Obama y el presidente Raúl Castro hicieron anuncios simultáneos acerca de un cambio radical en las relaciones entre los dos países. No solo regresarían a casa el subcontratista de la USAID Alan Gross y los tres restantes espías de los Cinco de Cuba –que era el acuerdo que la mayoría de los observadores esperaban– sino que Cuba y Estados Unidos expandirían el comercio y los viajes y restaurarían las relaciones diplomáticas totales.
Aunque el presidente Obama había dicho repetidas veces que él pensaba que la vieja política de aislamiento y hostilidad hacia La Habana ya no tenía ningún sentido, durante seis años poco hizo por cambiarla. Luego, con un anuncio dio marcha atrás a 50 años de política norteamericana y modernizó la estructura y premisas básicas de la relación. ¿Qué sucedió para que al fin se derrumbaran los obstáculos?
Primero, cambió el cálculo político. Encuestas recientes realizadas por el Atlantic Council y la Universidad Internacional de la Florida demostraron que el público en general y los cubanoamericanos en particular apoyaban la reconciliación entre Washington y La Habana. Comentarios por parte de prominentes exiliados como Alfie Fanjul y la familia Bacardí, en los que se expresaban un deseo de hacer negocios en Cuba, demostraban que incluso líderes incondicionalmente anti castristas de la comunidad estaban dispuestos a cambiar.
La declaración pública de Hillary Clinton de que el embargo debía eliminarse, y la promesa del exgobernador Charlie Crist de que iría a Cuba durante su campaña por la gubernatura indicaban que curtidos políticos reconocían el cambio de ánimo del electorado. Al analizar la evidencia, la Casa Blanca llegó a la conclusión que Cuba ya no era el tercer riel de la política floridana. Y, por supuesto, de todas maneras Obama no tiene que postularse para la reelección.
El presidente tuvo una deferencia con los demócratas de la Florida al no actuar hasta después de las elecciones parciales, lo mismo que hizo en 2010, cuando postergó hasta enero de 2011 el anuncio de regulaciones más liberales a los viajes. Pero la decisión política de hacer algo acerca de Cuba ya estaba hecha y las negociaciones con La Habana ya estaban ocurriendo.
Hace mucho tiempo, el establishment de la política exterior llegó a la conclusión de que la política de hostilidad de Washington hacia Cuba no tenía sentido, pero debido a que Cuba era un tema de poca prioridad durante el primer período de Obama, las figuras del establishment raras veces mencionaban el asunto –hasta que comenzaron a notar que la política se encontraba en estado de cambio. Cuando 44 exfuncionarios del gobierno norteamericano firmaron una carta abierta al presidente en mayo de 2014, alentándolo a profundizar el acercamiento con la Isla, los cubanólogos especularon que algo estaba sucediendo. Los extremistas que se oponían a cualquier cambio de la política norteamericana (excepto para endurecerla) también lo pensaban, porque contraatacaron con una carta de su propia gente, firmada por 17 miembros del Congreso, en la que se alentaba a Obama a mantenerse firme.
Luego la junta editorial de The New York Times tomó partido no con un editorial, sino con seis, en los que pedían cambios esenciales en la política hacia Cuba. El barraje sin precedentes de largos artículos cuidadosamente argumentados reverberó por todo el país, lo que provocó que el Washington Post y El Nuevo Herald publicaran respuestas en contra en las que se urgía a Obama a mantener en vigor la política de hostilidad. Seguramente, especulaban los rumores, el venerable New York Times no publicaría tales editoriales sin al menos hablar con funcionarios de la administración. Y seguramente no gastarían tanta tinta si la Casa Blanca enviaba señales de que la política estaba grabada en piedra. Por lo tanto, la política estaba madura para el cambio.
Con un Congreso republicano, Obama no tenía más remedio que depender de la autoridad ejecutiva para hacer la apertura hacia Cuba. Su disposición a usar esa autoridad en toda su amplitud en la reforma inmigratoria implicaba que él comprendía que cualquier logro durante los últimos dos años en el cargo deberían lograrse a pesar del Congreso, en vez de con él. Las amenazas republicanas de reclamaciones judiciales y recortes en asignaciones por la reforma inmigratoria no le impidieron contraer sus músculos ejecutivos una vez más acerca de Cuba, aunque significara echar gasolina al fuego político partidista.
Entre las iniciativas de Obama hay una directiva al secretario de Estado John Kerry para que revise la inclusión de Cuba en la lista del Departamento de Estado de países que patrocinan el terrorismo internacional. Presumiblemente, Kerry sacará a Cuba de las lista, ya que no hay una razón lógica para que aún esté en ella. Pero para eliminar a Cuba de la lista de terrorismo se requiere notificar al Congreso, lo cual dará a personajes como los senadores Bob Menéndez, Marco Rubio y Ted Cruz un foro y una oportunidad para atacar la nueva política de Obama. Durante la audiencia de confirmación de Ted Blinken, el nominado por Obama como subsecretario de Estado, Menéndez amenazó con una “respuesta muy significativa” si el presidente cambiaba la política hacia Cuba sin consultarle primero.
La otra oportunidad para que los senadores aúllen será cuando Obama nomine a nuestro nuevo embajador a Cuba. Pero incluso si Menéndez y Cruz embotellan la nominación en el Comité Senatorial de Relaciones Exteriores, no pueden impedir que el presidente restablezca por completo las relaciones diplomáticas con Cuba. El Artículo II de la Constitución concede ese poder exclusivamente al presidente.
Cuando acabé de escribir con Peter Kornbluh un libro acerca de la diplomacia secreta (Canales traseros a Cuba: la historia oculta de las negociaciones entre Washington y La Habana), me pregunté durante las semanas anteriores al histórico anuncio si ya no se estarían celebrando conversaciones secretas con Cuba. Ahora sabemos que esas conversaciones siguieron un patrón clásico: solo un puñado de funcionarios sabía de las negociaciones; las conversaciones se celebraron fuera del país para impedir que se descubrieran; y el regateo duró meses antes de que se produjera un acuerdo. Pero el alcance de los compromisos resultantes no tiene precedente en las relaciones EE.UU.-Cuba, y los negociadores de ambas partes merecen un enorme crédito por hacer que las conversaciones rindieran frutos.
En abril, los presidentes de las Américas se reunirán en Panamá en su Séptima Cumbre y por primera vez Cuba será incluida. La nueva política de Obama hacia Cuba es extraordinariamente popular en Latinoamérica, y la buena voluntad que ha engendrado rendirá mucho para revitalizar las relaciones de EE.UU. con el resto del hemisferio. La cumbre también dará a Raúl Castro y a Barack Obama una oportunidad de hablar en persona acerca de los próximos pasos en la nueva relación.
Cuando Richard Nixon fue a China en 1972, el mundo respiró con alivio porque la política de EE.UU. finalmente estaba en contacto de nuevo con la realidad. El 17 de diciembre, Barack Obama dio un paso igualmente atrevido al terminar al fin con la Guerra Fría en el Caribe. La reacción en el país y en el exterior ha sido abrumadoramente positiva, a pesar de unos pocos groseros críticos conservadores. Hay que atar muchos cabos antes de que Estados Unidos y Cuba tengan relaciones totalmente normales, pero ha comenzado un nuevo capítulo y la idea de regresar al pasado ya parece ridícula e imposible.
* William M. LeoGrande es profesor de Gobierno en la American University y coautor junto con Peter Kornbluh del reciente libro Canales traseros a Cuba: la historia oculta de las negociaciones entre Washington y La Habana.
Aunque el presidente Obama había dicho repetidas veces que él pensaba que la vieja política de aislamiento y hostilidad hacia La Habana ya no tenía ningún sentido, durante seis años poco hizo por cambiarla. Luego, con un anuncio dio marcha atrás a 50 años de política norteamericana y modernizó la estructura y premisas básicas de la relación. ¿Qué sucedió para que al fin se derrumbaran los obstáculos?
Primero, cambió el cálculo político. Encuestas recientes realizadas por el Atlantic Council y la Universidad Internacional de la Florida demostraron que el público en general y los cubanoamericanos en particular apoyaban la reconciliación entre Washington y La Habana. Comentarios por parte de prominentes exiliados como Alfie Fanjul y la familia Bacardí, en los que se expresaban un deseo de hacer negocios en Cuba, demostraban que incluso líderes incondicionalmente anti castristas de la comunidad estaban dispuestos a cambiar.
La declaración pública de Hillary Clinton de que el embargo debía eliminarse, y la promesa del exgobernador Charlie Crist de que iría a Cuba durante su campaña por la gubernatura indicaban que curtidos políticos reconocían el cambio de ánimo del electorado. Al analizar la evidencia, la Casa Blanca llegó a la conclusión que Cuba ya no era el tercer riel de la política floridana. Y, por supuesto, de todas maneras Obama no tiene que postularse para la reelección.
El presidente tuvo una deferencia con los demócratas de la Florida al no actuar hasta después de las elecciones parciales, lo mismo que hizo en 2010, cuando postergó hasta enero de 2011 el anuncio de regulaciones más liberales a los viajes. Pero la decisión política de hacer algo acerca de Cuba ya estaba hecha y las negociaciones con La Habana ya estaban ocurriendo.
Hace mucho tiempo, el establishment de la política exterior llegó a la conclusión de que la política de hostilidad de Washington hacia Cuba no tenía sentido, pero debido a que Cuba era un tema de poca prioridad durante el primer período de Obama, las figuras del establishment raras veces mencionaban el asunto –hasta que comenzaron a notar que la política se encontraba en estado de cambio. Cuando 44 exfuncionarios del gobierno norteamericano firmaron una carta abierta al presidente en mayo de 2014, alentándolo a profundizar el acercamiento con la Isla, los cubanólogos especularon que algo estaba sucediendo. Los extremistas que se oponían a cualquier cambio de la política norteamericana (excepto para endurecerla) también lo pensaban, porque contraatacaron con una carta de su propia gente, firmada por 17 miembros del Congreso, en la que se alentaba a Obama a mantenerse firme.
Luego la junta editorial de The New York Times tomó partido no con un editorial, sino con seis, en los que pedían cambios esenciales en la política hacia Cuba. El barraje sin precedentes de largos artículos cuidadosamente argumentados reverberó por todo el país, lo que provocó que el Washington Post y El Nuevo Herald publicaran respuestas en contra en las que se urgía a Obama a mantener en vigor la política de hostilidad. Seguramente, especulaban los rumores, el venerable New York Times no publicaría tales editoriales sin al menos hablar con funcionarios de la administración. Y seguramente no gastarían tanta tinta si la Casa Blanca enviaba señales de que la política estaba grabada en piedra. Por lo tanto, la política estaba madura para el cambio.
Con un Congreso republicano, Obama no tenía más remedio que depender de la autoridad ejecutiva para hacer la apertura hacia Cuba. Su disposición a usar esa autoridad en toda su amplitud en la reforma inmigratoria implicaba que él comprendía que cualquier logro durante los últimos dos años en el cargo deberían lograrse a pesar del Congreso, en vez de con él. Las amenazas republicanas de reclamaciones judiciales y recortes en asignaciones por la reforma inmigratoria no le impidieron contraer sus músculos ejecutivos una vez más acerca de Cuba, aunque significara echar gasolina al fuego político partidista.
Entre las iniciativas de Obama hay una directiva al secretario de Estado John Kerry para que revise la inclusión de Cuba en la lista del Departamento de Estado de países que patrocinan el terrorismo internacional. Presumiblemente, Kerry sacará a Cuba de las lista, ya que no hay una razón lógica para que aún esté en ella. Pero para eliminar a Cuba de la lista de terrorismo se requiere notificar al Congreso, lo cual dará a personajes como los senadores Bob Menéndez, Marco Rubio y Ted Cruz un foro y una oportunidad para atacar la nueva política de Obama. Durante la audiencia de confirmación de Ted Blinken, el nominado por Obama como subsecretario de Estado, Menéndez amenazó con una “respuesta muy significativa” si el presidente cambiaba la política hacia Cuba sin consultarle primero.
La otra oportunidad para que los senadores aúllen será cuando Obama nomine a nuestro nuevo embajador a Cuba. Pero incluso si Menéndez y Cruz embotellan la nominación en el Comité Senatorial de Relaciones Exteriores, no pueden impedir que el presidente restablezca por completo las relaciones diplomáticas con Cuba. El Artículo II de la Constitución concede ese poder exclusivamente al presidente.
Cuando acabé de escribir con Peter Kornbluh un libro acerca de la diplomacia secreta (Canales traseros a Cuba: la historia oculta de las negociaciones entre Washington y La Habana), me pregunté durante las semanas anteriores al histórico anuncio si ya no se estarían celebrando conversaciones secretas con Cuba. Ahora sabemos que esas conversaciones siguieron un patrón clásico: solo un puñado de funcionarios sabía de las negociaciones; las conversaciones se celebraron fuera del país para impedir que se descubrieran; y el regateo duró meses antes de que se produjera un acuerdo. Pero el alcance de los compromisos resultantes no tiene precedente en las relaciones EE.UU.-Cuba, y los negociadores de ambas partes merecen un enorme crédito por hacer que las conversaciones rindieran frutos.
En abril, los presidentes de las Américas se reunirán en Panamá en su Séptima Cumbre y por primera vez Cuba será incluida. La nueva política de Obama hacia Cuba es extraordinariamente popular en Latinoamérica, y la buena voluntad que ha engendrado rendirá mucho para revitalizar las relaciones de EE.UU. con el resto del hemisferio. La cumbre también dará a Raúl Castro y a Barack Obama una oportunidad de hablar en persona acerca de los próximos pasos en la nueva relación.
Cuando Richard Nixon fue a China en 1972, el mundo respiró con alivio porque la política de EE.UU. finalmente estaba en contacto de nuevo con la realidad. El 17 de diciembre, Barack Obama dio un paso igualmente atrevido al terminar al fin con la Guerra Fría en el Caribe. La reacción en el país y en el exterior ha sido abrumadoramente positiva, a pesar de unos pocos groseros críticos conservadores. Hay que atar muchos cabos antes de que Estados Unidos y Cuba tengan relaciones totalmente normales, pero ha comenzado un nuevo capítulo y la idea de regresar al pasado ya parece ridícula e imposible.
* William M. LeoGrande es profesor de Gobierno en la American University y coautor junto con Peter Kornbluh del reciente libro Canales traseros a Cuba: la historia oculta de las negociaciones entre Washington y La Habana.
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