Por Paul Krugman
En los cinco años que han transcurrido desde que empezó la crisis del euro, la lucidez ha escaseado considerablemente. Pero esa falta de claridad tiene que acabar ya. Los últimos acontecimientos de Grecia suponen un desafío crucial para Europa: ¿es capaz de dejar atrás los mitos y la moralización, y afrontar la realidad de una forma que respete los valores esenciales del continente? En caso contrario, todo el proyecto europeo -el intento de consolidar la paz y la democracia mediante una prosperidad compartida- sufrirá un golpe terrible, tal vez mortal.
El jefe del eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem (izquierda) y el ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, tras su reunión del viernes en Atenas. / KOSTAS TSIRONIS (REUTERS)
Hablemos primero de esos mitos: mucha gente parece creer que los préstamos que Atenas ha recibido desde que estalló la crisis han servido para financiar el gasto griego.
La realidad, sin embargo, es que la inmensa mayoría del dinero prestado a Grecia se ha utilizado simplemente para pagar los intereses y el principal de la deuda. De hecho, a lo largo de los dos últimos años, una cantidad superior al total enviado a Grecia se ha reciclado de esta manera: el Gobierno griego obtiene más ingresos que lo que gasta en cosas que no son intereses, y entrega los fondos adicionales a sus acreedores.
O, por simplificar las cosas un poco más de la cuenta, se podría pensar que la política europea supone un rescate económico no para Grecia, sino para los bancos de los países acreedores, y que el Gobierno griego simplemente actúa como intermediario (mientras que a los ciudadanos griegos, que han visto caer en picado su nivel de vida, se les exige que hagan aún más sacrificios para que ellos también puedan aportar fondos a ese rescate).
Una manera de ver las exigencias del recién elegido Gobierno griego es que este quiere que se reduzca la cuantía de esa aportación. Nadie habla de que Grecia gaste más de lo que ingresa; lo único que se discute es la posibilidad de gastar menos en intereses y más en cosas como la sanidad y las ayudas a los indigentes. Y al hacerlo, la consecuencia añadida sería que se reduciría enormemente la tasa de paro griega, del 25 %.
¿Pero no tiene Grecia la obligación de pagar las deudas que su propio Gobierno decidió contraer? Ahí es donde entra en juego la moralización.
Es cierto que Grecia (o, para ser más exacto, el Gobierno de centroderecha que gobernó el país entre 2004 y 2009) tomó prestadas de manera voluntaria unas sumas enormes de dinero. Sin embargo, también es verdad que los bancos de Alemania y del resto del mundo le prestaron a Grecia todo ese dinero de manera voluntaria. En condiciones normales, sería de esperar que las dos partes responsables de ese error de juicio pagasen por él. Pero las entidades crediticias privadas han sido, en gran medida, rescatadas (a pesar del “recorte” de sus demandas en 2012). Mientras tanto, se espera que Grecia siga pagando.
Ahora bien, la verdad es que nadie cree que Grecia pueda pagar todo lo que debe. De modo que ¿por qué no admitir esa realidad y reducir los pagos hasta un nivel que no imponga a los ciudadanos un sufrimiento eterno? ¿Acaso el objetivo es que Grecia sirva de ejemplo para otros prestatarios? Si es así, ¿cómo se compatibiliza eso con los valores de la que, supuestamente, es una comunidad de países democráticos y soberanos?
La pregunta sobre los valores cobra aún más fuerza cuando se tiene en cuenta la razón por la que los acreedores de Grecia siguen teniendo poder. Si se tratase solo de un problema de financiación pública, Grecia podría declararse en quiebra sin más; no se le concederían más préstamos, pero también dejaría de pagar las deudas que ahora tiene y su liquidez mejoraría claramente.
El problema de Grecia, sin embargo, es la fragilidad de sus bancos, que actualmente (como los bancos de toda la eurozona) tienen acceso al crédito del Banco Central Europeo. Si se cierra ese crédito, el sistema bancario griego probablemente se vendría abajo en medio del pánico bancario. Por tanto, mientras siga en el euro, Grecia necesita de la buena voluntad del banco central, que a su vez depende de la actitud de Alemania y otros países acreedores.
Pero piensen en la forma en que eso influye en la negociación de la deuda. ¿De verdad está Alemania dispuesta a decirle a otra democracia europea comunitaria: “Paga, o destruiremos tu sistema bancario”?
Y piensen en lo que pasaría si el nuevo Gobierno griego —que, después de todo, ha sido elegido por prometer que va a acabar con la austeridad— no diese su brazo a torcer. Es muy probable que ese camino condujese a una salida forzada de Grecia del euro, con consecuencias económicas y políticas que podrían ser desastrosas para Europa en su conjunto.
Desde un punto de vista objetivo, resolver esta situación no debería ser difícil. Aunque nadie lo sepa, el hecho es que Grecia ha avanzado mucho en la recuperación de su competitividad; los sueldos y los costes han caído en picado, de modo que, en estos momentos, la austeridad es el principal lastre que tiene la economía. Así que lo que hace falta es sencillo: dejar que Grecia tenga unos superávits más pequeños, pero aun así positivos, lo cual mitigaría el sufrimiento griego y permitiría al nuevo Gobierno proclamar su éxito, con lo que se aplacarían las fuerzas antidemocráticas que aguardan entre bastidores. Entretanto, el coste para los contribuyentes de los países acreedores —que nunca van a recuperar el importe total de la deuda— sería mínimo.
Sin embargo, para poder hacer lo correcto sería necesario que otros europeos, los alemanes en concreto, se olvidasen de los mitos egoístas y dejasen de sustituir el análisis por la moralización.
¿Podrán hacerlo? Pronto lo veremos.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía y profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.
En los cinco años que han transcurrido desde que empezó la crisis del euro, la lucidez ha escaseado considerablemente. Pero esa falta de claridad tiene que acabar ya. Los últimos acontecimientos de Grecia suponen un desafío crucial para Europa: ¿es capaz de dejar atrás los mitos y la moralización, y afrontar la realidad de una forma que respete los valores esenciales del continente? En caso contrario, todo el proyecto europeo -el intento de consolidar la paz y la democracia mediante una prosperidad compartida- sufrirá un golpe terrible, tal vez mortal.
El jefe del eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem (izquierda) y el ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, tras su reunión del viernes en Atenas. / KOSTAS TSIRONIS (REUTERS)
Hablemos primero de esos mitos: mucha gente parece creer que los préstamos que Atenas ha recibido desde que estalló la crisis han servido para financiar el gasto griego.
La realidad, sin embargo, es que la inmensa mayoría del dinero prestado a Grecia se ha utilizado simplemente para pagar los intereses y el principal de la deuda. De hecho, a lo largo de los dos últimos años, una cantidad superior al total enviado a Grecia se ha reciclado de esta manera: el Gobierno griego obtiene más ingresos que lo que gasta en cosas que no son intereses, y entrega los fondos adicionales a sus acreedores.
O, por simplificar las cosas un poco más de la cuenta, se podría pensar que la política europea supone un rescate económico no para Grecia, sino para los bancos de los países acreedores, y que el Gobierno griego simplemente actúa como intermediario (mientras que a los ciudadanos griegos, que han visto caer en picado su nivel de vida, se les exige que hagan aún más sacrificios para que ellos también puedan aportar fondos a ese rescate).
Una manera de ver las exigencias del recién elegido Gobierno griego es que este quiere que se reduzca la cuantía de esa aportación. Nadie habla de que Grecia gaste más de lo que ingresa; lo único que se discute es la posibilidad de gastar menos en intereses y más en cosas como la sanidad y las ayudas a los indigentes. Y al hacerlo, la consecuencia añadida sería que se reduciría enormemente la tasa de paro griega, del 25 %.
¿Pero no tiene Grecia la obligación de pagar las deudas que su propio Gobierno decidió contraer? Ahí es donde entra en juego la moralización.
Es cierto que Grecia (o, para ser más exacto, el Gobierno de centroderecha que gobernó el país entre 2004 y 2009) tomó prestadas de manera voluntaria unas sumas enormes de dinero. Sin embargo, también es verdad que los bancos de Alemania y del resto del mundo le prestaron a Grecia todo ese dinero de manera voluntaria. En condiciones normales, sería de esperar que las dos partes responsables de ese error de juicio pagasen por él. Pero las entidades crediticias privadas han sido, en gran medida, rescatadas (a pesar del “recorte” de sus demandas en 2012). Mientras tanto, se espera que Grecia siga pagando.
Ahora bien, la verdad es que nadie cree que Grecia pueda pagar todo lo que debe. De modo que ¿por qué no admitir esa realidad y reducir los pagos hasta un nivel que no imponga a los ciudadanos un sufrimiento eterno? ¿Acaso el objetivo es que Grecia sirva de ejemplo para otros prestatarios? Si es así, ¿cómo se compatibiliza eso con los valores de la que, supuestamente, es una comunidad de países democráticos y soberanos?
La pregunta sobre los valores cobra aún más fuerza cuando se tiene en cuenta la razón por la que los acreedores de Grecia siguen teniendo poder. Si se tratase solo de un problema de financiación pública, Grecia podría declararse en quiebra sin más; no se le concederían más préstamos, pero también dejaría de pagar las deudas que ahora tiene y su liquidez mejoraría claramente.
El problema de Grecia, sin embargo, es la fragilidad de sus bancos, que actualmente (como los bancos de toda la eurozona) tienen acceso al crédito del Banco Central Europeo. Si se cierra ese crédito, el sistema bancario griego probablemente se vendría abajo en medio del pánico bancario. Por tanto, mientras siga en el euro, Grecia necesita de la buena voluntad del banco central, que a su vez depende de la actitud de Alemania y otros países acreedores.
Pero piensen en la forma en que eso influye en la negociación de la deuda. ¿De verdad está Alemania dispuesta a decirle a otra democracia europea comunitaria: “Paga, o destruiremos tu sistema bancario”?
Y piensen en lo que pasaría si el nuevo Gobierno griego —que, después de todo, ha sido elegido por prometer que va a acabar con la austeridad— no diese su brazo a torcer. Es muy probable que ese camino condujese a una salida forzada de Grecia del euro, con consecuencias económicas y políticas que podrían ser desastrosas para Europa en su conjunto.
Desde un punto de vista objetivo, resolver esta situación no debería ser difícil. Aunque nadie lo sepa, el hecho es que Grecia ha avanzado mucho en la recuperación de su competitividad; los sueldos y los costes han caído en picado, de modo que, en estos momentos, la austeridad es el principal lastre que tiene la economía. Así que lo que hace falta es sencillo: dejar que Grecia tenga unos superávits más pequeños, pero aun así positivos, lo cual mitigaría el sufrimiento griego y permitiría al nuevo Gobierno proclamar su éxito, con lo que se aplacarían las fuerzas antidemocráticas que aguardan entre bastidores. Entretanto, el coste para los contribuyentes de los países acreedores —que nunca van a recuperar el importe total de la deuda— sería mínimo.
Sin embargo, para poder hacer lo correcto sería necesario que otros europeos, los alemanes en concreto, se olvidasen de los mitos egoístas y dejasen de sustituir el análisis por la moralización.
¿Podrán hacerlo? Pronto lo veremos.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía y profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton.
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.
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