Charles Wyplosz is Professor of International Economics and Director of the International Centre for Money and Banking Studies at the Graduate Institute of International Studies, Geneva.
GINEBRA – La rápida depreciación del rublo, pese a una subida espectacular –y aparentemente desesperada– de los tipos de interés a las tantas de la noche por el Banco Central de Rusia (BCR) en el mes pasado, ha hecho reaparecer el espectro del colapso económico de Rusia en 1998. De hecho, Occidente ha procurado animar al espectro en su actual confrontación con el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, pero, aunque no cabe duda de que la economía rusa tiene problemas, no es probable un hundimiento.
El petróleo y el gas representan más del 60 por ciento de las exportaciones de Rusia; gran parte del resto corresponde a otros productos básicos primarios. En vista de ello, la reciente bajada, repentina y profunda, de los precios del petróleo representa, evidentemente, una gran sacudida y lo suficientemente grande –al combinarse con el efecto de unas sanciones occidentales cada vez más estrictas– para provocar una recesión considerable. Para colmo de males, se prevé que los precios de los productos básicos sigan bajos durante algún tiempo. En ese caso, la pérdida de ingresos llegaría a ser mucho más que un contratiempo temporal.
Pero Rusia no está a punto de un ataque de nervios, al menos todavía no. La situación actual es muy diferente de la de 1998, cuando Rusia padecía a un tiempo un déficit fiscal y un déficit por cuenta corriente. Rusia necesitaba endeudarse y estaba haciéndolo considerablemente en divisas extranjeras, por lo que, al depreciarse el rublo, sus deudas aumentaban. La suspensión de pagos llegó a ser inevitable.
En cambio, en los últimos años Rusia ha gozado de un superávit presupuestario considerable y la deuda pública es inferior al 20 por ciento del PIB. Cierto es que los ingresos del petróleo y del gas, que representan la mayor parte de los ingresos estatales, se han reducido a la mitad al calcularse en dólares, pero la divisa rusa ha bajado con el mismo porcentaje, por lo que la renta estatal en rublos sigue siendo aproximadamente la misma.
De forma similar, el balance por cuenta corriente en los últimos años ha tenido más que nada superávit. La deuda exterior, pública y privada, bruta es inferior al 40 por ciento del PIB y gran parte de ella está denominada en rublos. La profunda bajada de los ingresos por exportación está cambiando rápidamente la situación, pero Rusia parte de una posición cómoda. Ser presa del pánico sería prematuro.
La caída libre del rublo se ha debido principalmente a las salidas de capitales. Los famosos oligarcas de Rusia ya han guardado la mayor parte de su riqueza en el extranjero, pero conservan importantes ahorros en su país. A medida que la situación económica y política se deteriore, lo más probable es que saquen más dinero. Los pequeños ahorradores tienen toda clase de razones para pasarse también a las divisas extranjeras.
Con ello el BCR se ha encontrado en una situación difícil. La depreciación del rublo ha de avivar la inflación, que ya ronda el 11 por ciento y es muy superior al objetivo del cinco por ciento fijado por el BCR al respecto. En ese marco, aumentar en gran medida el tipo de interés tiene sentido y los funcionarios pueden abrigar la esperanza de que esa subida detenga las salidas de capitales, pese al riesgo de que, si se interpreta esa decisión como encaminada a defender la divisa, tenga el efecto opuesto.
El problema estriba en que unos tipos de interés más altos han de intensificar la contracción económica de Rusia y el BCR se convertirá en un chivo expiatorio. No importará que el banco central no sea responsable de los problemas de Rusia –la especulación contra el rublo, la recesión y el rebrote de la inflación– y que el recurso a los tipos de interés para impedir la salida de capitales siempre falle. Hay que contar con que unos políticos acosados lo señalen con el dedo.
La amenaza a Putín está clara. Corre el riesgo de tener el mismo destino que su predecesor, Borís Yieltsin, que presidió el país en un período de precios del petróleo inhabitualmente bajos. Hasta ahora, Putin ha tenido suerte, al haber llegado al poder justo cuando los precios empezaron a subir. La mayoría de los ciudadanos rusos le atribuyen el mérito por dos decenios de aumento del nivel de vida, después de dos decenios de descenso.
La decisión de Putin de no aplicar las reformas impopulares que habrían creado un fuerte sector exportador no petrolero ha sido mala para la salud a largo plazo de la economía, pero le ha permitido conservar un apoyo público generalizado. Su buena suerte económica, combinada con su disposición para hacer frente a Occidente, ha creado una falsa impresión en Rusia de que es una vez más una potencia mundial.
Muchos en los Estados Unidos y Europa creen que el aumento de la presión a Rusia contribuirá a expulsar a Putin del poder. Se trata de una apuesta enormemente peligrosa. Al reducirse los niveles de vida de los rusos, la única estrategia viable de Putin para permanecer en el poder será una postura internacional agresiva. Al fin y al cabo las aventuras militares en el extranjero son más atractivas cuando el frente interior está en llamas.
Con esto no quiero decir que Occidente deba inclinar la cabeza y renunciar a sus principios, sino que ya ha llegado el momento de un planteamiento diplomático que no dependa de la perspectiva de un desplome económico de Rusia.
Traducción del inglés por Carlos Manzano.
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El petróleo y el gas representan más del 60 por ciento de las exportaciones de Rusia; gran parte del resto corresponde a otros productos básicos primarios. En vista de ello, la reciente bajada, repentina y profunda, de los precios del petróleo representa, evidentemente, una gran sacudida y lo suficientemente grande –al combinarse con el efecto de unas sanciones occidentales cada vez más estrictas– para provocar una recesión considerable. Para colmo de males, se prevé que los precios de los productos básicos sigan bajos durante algún tiempo. En ese caso, la pérdida de ingresos llegaría a ser mucho más que un contratiempo temporal.
Pero Rusia no está a punto de un ataque de nervios, al menos todavía no. La situación actual es muy diferente de la de 1998, cuando Rusia padecía a un tiempo un déficit fiscal y un déficit por cuenta corriente. Rusia necesitaba endeudarse y estaba haciéndolo considerablemente en divisas extranjeras, por lo que, al depreciarse el rublo, sus deudas aumentaban. La suspensión de pagos llegó a ser inevitable.
En cambio, en los últimos años Rusia ha gozado de un superávit presupuestario considerable y la deuda pública es inferior al 20 por ciento del PIB. Cierto es que los ingresos del petróleo y del gas, que representan la mayor parte de los ingresos estatales, se han reducido a la mitad al calcularse en dólares, pero la divisa rusa ha bajado con el mismo porcentaje, por lo que la renta estatal en rublos sigue siendo aproximadamente la misma.
De forma similar, el balance por cuenta corriente en los últimos años ha tenido más que nada superávit. La deuda exterior, pública y privada, bruta es inferior al 40 por ciento del PIB y gran parte de ella está denominada en rublos. La profunda bajada de los ingresos por exportación está cambiando rápidamente la situación, pero Rusia parte de una posición cómoda. Ser presa del pánico sería prematuro.
La caída libre del rublo se ha debido principalmente a las salidas de capitales. Los famosos oligarcas de Rusia ya han guardado la mayor parte de su riqueza en el extranjero, pero conservan importantes ahorros en su país. A medida que la situación económica y política se deteriore, lo más probable es que saquen más dinero. Los pequeños ahorradores tienen toda clase de razones para pasarse también a las divisas extranjeras.
Con ello el BCR se ha encontrado en una situación difícil. La depreciación del rublo ha de avivar la inflación, que ya ronda el 11 por ciento y es muy superior al objetivo del cinco por ciento fijado por el BCR al respecto. En ese marco, aumentar en gran medida el tipo de interés tiene sentido y los funcionarios pueden abrigar la esperanza de que esa subida detenga las salidas de capitales, pese al riesgo de que, si se interpreta esa decisión como encaminada a defender la divisa, tenga el efecto opuesto.
El problema estriba en que unos tipos de interés más altos han de intensificar la contracción económica de Rusia y el BCR se convertirá en un chivo expiatorio. No importará que el banco central no sea responsable de los problemas de Rusia –la especulación contra el rublo, la recesión y el rebrote de la inflación– y que el recurso a los tipos de interés para impedir la salida de capitales siempre falle. Hay que contar con que unos políticos acosados lo señalen con el dedo.
La amenaza a Putín está clara. Corre el riesgo de tener el mismo destino que su predecesor, Borís Yieltsin, que presidió el país en un período de precios del petróleo inhabitualmente bajos. Hasta ahora, Putin ha tenido suerte, al haber llegado al poder justo cuando los precios empezaron a subir. La mayoría de los ciudadanos rusos le atribuyen el mérito por dos decenios de aumento del nivel de vida, después de dos decenios de descenso.
La decisión de Putin de no aplicar las reformas impopulares que habrían creado un fuerte sector exportador no petrolero ha sido mala para la salud a largo plazo de la economía, pero le ha permitido conservar un apoyo público generalizado. Su buena suerte económica, combinada con su disposición para hacer frente a Occidente, ha creado una falsa impresión en Rusia de que es una vez más una potencia mundial.
Muchos en los Estados Unidos y Europa creen que el aumento de la presión a Rusia contribuirá a expulsar a Putin del poder. Se trata de una apuesta enormemente peligrosa. Al reducirse los niveles de vida de los rusos, la única estrategia viable de Putin para permanecer en el poder será una postura internacional agresiva. Al fin y al cabo las aventuras militares en el extranjero son más atractivas cuando el frente interior está en llamas.
Con esto no quiero decir que Occidente deba inclinar la cabeza y renunciar a sus principios, sino que ya ha llegado el momento de un planteamiento diplomático que no dependa de la perspectiva de un desplome económico de Rusia.
Traducción del inglés por Carlos Manzano.
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