Por Alberto Bagnai, Brigitte Granville, Peter Oppenheimer, Antoni Soy, Project Syndicate
La primera oración del Tratado de Roma de 1957, el documento fundacional de lo que se convertiría en la Unión Europea – llamaba a sentar las bases de "una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos". Sin embargo, últimamente ese ideal se ha visto amenazado, minado por su propia élite política que adoptó una moneda común e ignoró completamente las deficiencias subyacentes.
Hoy en día, esas fallas quedaron expuestas y amplificadas por la crisis griega que parece no tener fin. Y en ningún lugar son más evidentes que en la relación de Grecia con el Fondo Monetario Internacional.
Cuando la crisis del euro estalló en 2010, los funcionarios europeos se dieron cuenta de que no poseían la habilidad necesaria para enfrentar la amenaza que representaba la suspensión de pagos de las deudas soberanas y la potencial disolución de la unión monetaria. Así, evitar el derrumbe de la eurozona se convirtió en el principal imperativo político de los funcionarios de la UE. Para ello, solicitaron la ayuda del FMI, cuya intervención resultó en una serie de irregularidades que pusieron de manifiesto la gravedad de los problemas que la eurozona debió enfrentó en ese entonces, y que no han perdido actualidad.
Para empezar, el Convenio Constitutivo del FMI establece que mantendrá relaciones únicamente con aquellas entidades de los países miembros que puedan responder cabalmente de la ayuda recibida, es decir "ministerio de Hacienda, banco central, fondo de estabilización u otros organismos fiscales semejantes". Pero las instituciones con las que el FMI trata en la eurozona ya no son responsables de la gestión macroeconómica de sus propios países; ese poder está ahora en manos del Banco Central Europeo. De modo que, otorgar un préstamo a Grecia equivaldría para el FMI a otorgárselo a una unidad subnacional, como un gobierno provincial o municipal, sin exigir garantías de reembolso por parte de las autoridades nacionales.
Otro problema es la magnitud en sí de la intervención. El tamaño de la deuda griega requería un préstamo a una escala que excedía ampliamente lo que otros países podían esperar. En 2010, se le otorgó al país un "acceso excepcional" a los recursos del FMI fijado en un "límite acumulativo de 600%" de la cuota del país en el FMI, que mide el valor de los compromisos financieros de un país con el Fondo. Sin embargo, en abril de 2013, se decidió que el financiamiento acumulativo alcanzaría un máximo de 3,212% de la cuota de Grecia.
La razón por la que el FMI tuvo que asumir un riesgo tan grande fue la negativa inicial de Europa de considerar la reducción de la deuda de Grecia, pues las autoridades temían que el contagio financiero sobrecargara el sistema bancario desprotegido de la eurozona. Esa decisión sembró la incertidumbre sobre la capacidad de la unión monetaria para resolver la crisis y agravó la contracción de la producción griega. Cuando finalmente se logró un acuerdo de reestructuración de la deuda en 2012, los acreedores privados pudieron reducir el riesgo al traspasar a los contribuyentes sus reclamaciones residuales.
En un principio, la política oficial del FMI fue que la deuda griega era sostenible, pero los funcionarios del Fondo sabían que ese no era el caso. Finalmente, en 2013, el Fondo admitió que a pesar de que sus analistas sabían que la deuda no era sostenible, decidieron seguir con el programa por temor a que la eurozona y la economía mundial se vieran amenazadas por las repercusiones de la situación en Grecia.
Además, de noviembre de 2010 a abril de 2013, el FMI recortó en un 27% sus previsiones del PIB nominal griego para el 2014, lo que arroja dudas sobre la transparencia y la credibilidad de las proyecciones del Fondo acerca de la sostenibilidad de la deuda. La implicación resulta alarmante: el FMI fue incapaz de proporcionar un marco viable para el ajuste que Grecia se vería obligada a llevar a cabo.
Este trasfondo resulta decisivo para las negociaciones actuales, ya que revela que el objetivo del rescate de Grecia no fue el de restaurar la prosperidad del pueblo griego, sino salvar la eurozona. En este contexto, se justifica plenamente que el nuevo gobierno cuestione las condiciones que se le imponen al país.
Los acuerdos que los gobiernos anteriores concluyeron ciertamente reducirán la gama de las políticas que tiene a su disposición el nuevo gobierno, especialmente en lo que respecta a la reducción de la deuda, que requeriría una suspensión unilateral de pago y la salida de la eurozona. Pero un gobierno democráticamente elegido no está necesariamente obligado a cumplir las promesas de sus predecesores, y esto es doblemente válido cuando se trata de una elección que fue un referéndum sobre esas mismas políticas.
Los ultimátum de organismos no electos, que han puesto en entredicho su propia legitimidad han acrecentado los sentimientos anti UE en todo el continente. El peor desenlace posible de las negociaciones que se están llevando a cabo sería que Grecia se sometiera a las exigencias de sus acreedores y obtuviera pocas concesiones a cambio. Esto generaría un mayor apoyo popular a los partidos y movimientos anti UE en otros países y supondría una oportunidad desaprovechada para Grecia y para Europa.
Esa oportunidad sería el incumplimiento del pago y la salida de la eurozona, lo que permitiría a Grecia empezar a corregir los errores del pasado y encaminar su economía hacia la recuperación y el crecimiento sostenible. En ese punto, la UE haría bien en actuar en el mismo sentido, desintegrando la unión monetaria y otorgando una reducción de la deuda para las economías más afectadas de la zona. Sólo entonces se podrán cumplir los ideales fundacionales de la UE.
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