Por Paul Krugman
Mientras los candidatos republicanos a la presidencia recitan sus programas políticos —que siempre conllevan una rebaja de impuestos a los ricos y un recorte drástico de las prestaciones que reciben los pobres y la clase media—, al otro lado del pasillo están apareciendo ideas verdaderamente novedosas. Es como si, de repente, muchos demócratas hubiesen decidido romper con la ortodoxia de Washington, que siempre pide recortes de las “ayudas sociales”. Lo que proponen en cambio es que las prestaciones de la Seguridad Social se amplíen.
Este hecho es de agradecer por dos motivos. Primero, el argumento para ampliar la Seguridad Social es bastante bueno. Segundo, y más importante, parece que los demócratas por fin están plantándole cara a la propaganda antigubernamental y admiten el hecho de que hay algunas cosas que el Gobierno hace mejor que el sector privado.
Como todos los países desarrollados, Estados Unidos depende sobre todo del mercado y la iniciativa privados para proporcionar a los ciudadanos todo aquello que quieren y necesitan, y prácticamente ningún político estadounidense propondría que eso cambiase. Hace ya mucho tiempo que quedaron atrás los días en que parecía una buena idea que el Gobierno controlase directamente una gran parte de la economía.
Pero también sabemos que hay cosas que, hasta cierto punto, debe hacerlas el Gobierno. Cualquier libro de texto de economía habla de determinados “bienes públicos”, como la defensa nacional y el control del tráfico aéreo, que no pueden ponerse a disposición de cualquiera sin que estén a disposición de todos y, por tanto, no ofrecen incentivos para que los suministren las empresas con ánimo de lucro. ¿Pero son los bienes públicos el único ámbito en el que el Gobierno supera al sector privado? De ninguna manera.
Un ejemplo típico de actividad en la que el Gobierno destaca son los seguros médicos. Sí, los conservadores siempre están haciendo campaña a favor de una mayor privatización —concretamente, quieren reducir Medicare a unos simples cupones canjeables por un seguro privado—, pero todas las pruebas indican que esto nos llevaría justamente por el camino equivocado. Medicare y Medicaid son considerablemente más baratos y eficaces que los seguros privados; incluso conllevan menos papeleo. En el plano internacional, el sistema sanitario estadounidense es único en cuanto a su dependencia del sector privado, y también es único por su increíble ineficacia y su alto coste.
Y hay otro ejemplo importante de superioridad gubernamental: las pensiones de jubilación.
Tal vez no necesitaríamos la Seguridad Social si la gente corriente fuese de verdad tan perfectamente racional y tuviese tanta visión de futuro como a los economistas les gusta suponer en sus modelos (y a la gente de derechas en su propaganda). En un mundo ideal, los trabajadores de 25 años basarían sus decisiones sobre cuánto ahorrar en una valoración realista de lo que necesitarán para vivir cómodamente cuando tengan más de 70 años. También serían inteligentes y perspicaces a la hora de invertir esos ahorros, y se esmerarían por encontrar el mejor equilibrio posible entre riesgo y rentabilidad.
En el mundo real, sin embargo, muchos estadounidenses, posiblemente la mayoría de ellos, ahorran poquísimo para su jubilación. Además, invierten mal esos ahorros. Por ejemplo, un informe reciente de la Casa Blanca revelaba que los estadounidenses pierden miles de millones cada año debido a que los asesores de inversión ponen más empeño en ganar tanto como pueden que en velar por el bienestar de sus clientes.
Uno podría sentir la tentación de responder que si los trabajadores ahorran demasiado poco e invierten mal, es culpa suya. Pero la gente tiene trabajo e hijos y debe hacer frente a todas las crisis de la vida. Es injusto esperar que, además, sean inversores expertos. En cualquier caso, se supone que la economía debe ser útil para las personas reales que viven una vida real; no debería ser una carrera de obstáculos que solo unos cuantos puedan superar.
Y, en el mundo real de la jubilación, la Seguridad Social es un ejemplo excelente de un sistema que funciona. Es sencillo y limpio, con un coste operativo bajo y unos trámites burocráticos mínimos. Les brinda a los estadounidenses mayores que han trabajado mucho durante toda su vida la oportunidad de vivir decentemente tras jubilarse, sin necesidad de poseer la capacidad inhumana de anticiparse al futuro que les espera décadas después, ni ser, además, unos prodigios de la inversión. El único problema es que el declive de las pensiones privadas y su sustitución por los planes 401(k) [muy populares en EE UU, ofrecen ventajas fiscales a los trabajadores que destinen a ellos una parte de su sueldo], que resultan insuficientes, han dejado un vacío que la Seguridad Social no tiene actualmente capacidad suficiente para llenar. Así que ¿por qué no ampliarla?
Ni que decir tiene que esta clase de propuesta ya está provocando reacciones casi histéricas, no solo de la derecha, sino también de autoproclamados centristas. Como escribí hace algunos años, el hecho de pedir que se recorte la Seguridad Social se ha considerado durante mucho tiempo, en los círculos de Washington, “una señal de seriedad, una forma de demostrar la tenacidad y las cualidades de estadista que se poseen”. Y solo ha transcurrido una década desde que el expresidente George W. Bush intentase privatizar el programa, con mucho apoyo centrista.
Pero la verdadera seriedad consiste en observar lo que funciona y lo que no. Los planes de jubilación privatizados funcionan muy mal; la Seguridad Social funciona muy bien. Y deberíamos aprovechar ese éxito.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
Traducción de News Clips.
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