"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

miércoles, 15 de abril de 2015

RECORDANDO A EDUARDO GALEANO

Por Jenny Londoño López

Me acabo de enterar de la muerte del querido y admirado amigo, el escritor y luchador de izquierda, Eduardo Galeano, uno de esos personajes que son inolvidables para la historia de América Latina y el mundo. Un hombre maravilloso, sencillo, cordial, inteligente, crítico, accesible, solidario, incisivo con los poderes obtusos del capitalismo, sensible con el dolor de los pobres, de los desaparrados, de los sin tierra y profundamente enemigo de los todopoderosos, de los violentos, de los obtusos, de los dictadores. 

Eduardo Galeano dividió mi historia vital en dos partes, antes y después de haber leido su hermoso y desgarrador libro: "Las venas abiertas de América Latina". Cierto que una madre, la mía, maestra laica, guayaquileña, formada en las normales de Alfaro, me dió una educación libertaria, democrática, respetuosa de los demás y laica. Cierto que mi padre, colombiano y paisa, formado como médico en Guayaquil, altruista, bondadoso, sencillo, profundamente humanista, que jamás hizo grandes caudales con su profesión de medicina porque era un ser humano generoso y solidario, me dio una educación humanista, pero quien me conmovió hasta lo más íntimo de mis neuronas, fue Eduardo Galeano con su "Venas abiertas de América Latina". 


Es también cierto que yo ya había había hecho algunos pininos en el colegio en donde estudié la secundaria, el Liceo Nacional Femenino "Javiera Londoño", en Medellín, Colombia. En el que empecé con un luto que llevaría por el resto de mi vida, pues la muerte de mi madre, justo cuando yo ingresaba a mi primer año de bachillerato, cuando recién contaba con 11 años, me convertiría en una niña conflictiva, desconfiada, que empezó a cuestionarse la existencia de un dios bueno y sobreprotector.

Ahí, en el colegio, participé en varias luchas, que año tras año fuimos dando para cambiar las condiciones de enseñanza, para exigir una formación laica (que en Colombia no hubo nunca), para establecer mayor respeto hacia nuestro pensamiento y para incorporar reflexiones políticas sobre lo que estaba aconteciendo a nuestro alrededor, no solo en América Latina, sino en todo el mundo, comenzando por aquella larga confrontación entre EEUU y Vietnam del Sur, contra Vietnam del Norte, que fueron los primeros campanazos en mis oídos de adolescente, sobre la desigual guerra que se libraba en aquel rincón de la tierra tan alejado de mi segunda patria y lugar de crianza.

Otro hecho que me marcó fue aquel estuendoso “Mayo del 68”, que tanto nos impactó en el cerebro y en el corazón. Yo apenas tenía 16 años y estaba en el último año de bachillerato. Ese rugir de los estudiantes franceses me marcó, me maravilló, y me crecieron alas revolucionarias. El ingreso a la Universidad de Antioquia, despues de la proeza que significaba pasar los exámenes de admisión a la Facultad de Medicina, fue hermoso, y viví las intensas luchas que desarrollamos contra las políticas de recortes de Carlos Lleras Restrepo, pero dos años después yo me retiraba de la Universidad agobiada por graves problemas personales y familiares. Viajé al Ecuador, pero dos años después regresaría a Colombia.

Mi vida dio un viraje y entonces llegó a mis manos un libro: “las Venas Abiertas de América Latina” y su lectura me produjo un corrientazo, como si hubiera agarrado con mis manos un alambre pelado de la luz eléctrica o algo así. Era el descubrir de aquella larga y dolorosa historia de infamias contra América latina, era el hervir de la sangre reivindicatoria en las venas mías, era el horror de la injusticia abriéndome las sienes y desbocándome el corazón. Y entonces mi vida, en la que ahora me había convertido en una trabajadora asalariada, cambió llevándome a incursionar en el sindicalismo, y en las luchas por mejorar la vida de los trabajadores. Me incorporé a un partido político y comenzó mi militancia. Luego vino la debacle y terminé viviendo en el Ecuador. 

Varios años después, cuando Rodrigo Borja ganó la presidencia, mi esposo Jorge Núñez y yo fuimos notificados de que debíamos ser acompañantes del ya reconocido escritor Eduardo Galeano, quien había sido invitado por Borja al evento de posesión de su gobierno constitucional en el Congreso Nacional. Fue así como tuvimos el honor de conocerlo en persona, aunque ya lo conocíamos a través de sus maravillosas e interesantes publicaciones. Me encantó su sencillez, su amable y agradable conversación, su comunicación sencilla, sin alardes, ni exageraciones y su bondad que se salía por los poros. 

Cuando lo acompañamos a la recepción que había preparado el destacado pintor Oswaldo Guayasamín, para agasajar al flamante presidente Rodrigo Borja a sus ilustres invitados entre los que se hallaba el comandante eterno: Fidel Castro, nuestro querido Eduardo Galeano se me acercó y me dijo al oido: -“Jenny querida voy a pedirte un gran favor, no te separes de mí, necesito que me indiques los nombres de las personas que se me acercan porque yo soy bastante ciego y detesto usar lentes.” Ahí caí en cuenta que debía ser muy difícil para él poder identificar a quienes se le acercaban porque en efecto no se había colocado lentes. Yo me reí mucho de esta pequeña vanidad de mi admirado escritor Eduardo Galeano y me esforcé por cumplir con su pedido.

Otro día estuvimos conversando sobre una obra que Eduardo estaba escribiendo y según me relató había recogido testimonios en diversos paises de América Latina. Le pregunté de qué se trataba su nuevo libro y me comentó que se iba a llamar “El libro de los abrazos”, le pregunté que cuál era el tema y me conversó que se trataría de pequeñas historias de personas de América Latina, de sus dolores, de sus alegrías, de sus convicciones, de sus creencias, de sus relaciones con el más allá. Y entonces le conté una historia de mi infancia relacionada con la muerte de mi madre en Guayaquil, cuando yo apenas contaba con 11 años de edad y era la hermana mayor de tres hermanas menores entre un año y siete años. Le relaté cómo la noche en que mi madre había muerto, las puertas de la calle y del patio de mi casa se habían abierto con gran ruido y otros sucesos. Debo de añadir que luego de la terrible experiencia de la muerte de mi madre yo dejé de creer en dioses, en cielos y en infiernos.

Eduardo Galeano escuchó aquella historia ocurrida cuando yo tenía 11 años de edad y me prometió que la escribiría y así fue. Un año después viajé a España con mi esposo y compañero, Jorge Núñez para investigar en los archivos españoles y cuando volvimos al Ecuador varios meses después, una compañera del Movimiento de Mujeres me contó que había comprado un libro de Galeano en México y que había una historia en la que me mencionaba y hablaba de la muerte de mi madre. Yo busqué el libro, pero no lo encontré y posteriomente, estando en México con Jorge, encontré el libro de Eduardo Galeano que se llamaba: “El Libro de los Abrazos” y descubrí que allí estaba la pequeña historia que yo le había relatado y que se titulaba “Andares II”, en la pág. 158 y obviamente me compré el libro y esperé pacientemente a que Galeano volviera de nuevo al Ecuador, y cuando lo hizo, yo fui a pedirle que me firmara este libro. El me obsequió su libro “Amares” en el cual escribió: “De Eduardo para Jenny, 1997”.

Desde entonces siempre estuve pendiente de sus viajes y sus escritos, de sus entrevistas y frases llenas de contenido humanista. Ayer en la noche me puse a buscar un libro que necesitaba para un trabajo sobre las mujeres y sus luchas en Ecuador y de pronto sin querer tumbé un libro que cayó al suelo. Lo levanté y era el libro “Amares” de Eduardo Galeano, que me autografió en 1997. Lo estuve hojeando un rato y recordando esos felices días en que lo conocí aquí en Quito, pero nunca me imaginé que hoy, trece de abril del 2015, en las horas de la mañana, al encender la televisión como lo hago siempre que desayuno, me iba a encontrar la dolorosa noticia de la muerte de tan querido escritor, Eduardo Galeano, quizá porque hay personajes tan maravillosos, tan importantes, que nos negamos a a aceptar que puedan morir y pensamos que tienen que sobrevivirnos. 

Así, por una afección de los pulmones se nos fue uno de los más importantes escritores de América Latina, amoroso, íntegro, comprometido con todas las causas de la libertad de los pueblos, de la dignidad de los seres humanos, de la felicidad de la especie humana y entonces, las lágrimas, esa función biológica que solo poseemos los humanos y que es como una lluvia tibia en el desierto, me invadieron, mientras recordaba sus palabras mágicas que hoy yacen esparcidas sobre la faz de la tierra: 

“El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo; y yo temía y creía.

Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso pienso, si merezco ser asado a la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo se hará justicia.

Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto, he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las Tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni su asno…Y por si fuera poco con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.” (“Libro de los Abrazos”, “Teologia 1”, pág. 62).

Querido Eduardo, maestro incansable de tantas generaciones, esperamos algún día encontrarte en los quintos infiernos y celebrar contigo con bombos y platillos el ansiado reencuentro.

Quito, 13-04-2015.

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