El 4 de julio de 1776 debutó Estados Unidos, que en menos de un siglo se convirtió en el fenómeno político más relevante de la era moderna. Aquel día comenzó la primera revolución en el Nuevo Mundo, y se emitió uno de los documentos políticos más avanzados de todos los tiempos: la Declaración de Independencia.
Los precursores y forjadores de los Estados Unidos actuaron con altura y lucidez, y en épocas en que la integración no era regla, unieron trece enclaves, virtualmente otros tantos países, para constituir con ellos una sola nación; la primera República democrática moderna, y el primer Estado de Derecho asentado sobre la base de una Constitución que ha soportado la prueba del tiempo, y 225 años después sigue vigente.
El protagonismo de los Estados Unidos, desde hace más de 100 años la primera superpotencia mundial, provoca que admiradores y detractores pasen por alto sus modestos orígenes, y omitan el hecho de que todo procede de una revolución, a la vez liberal, anticolonialista, antimonárquica y republicana.
Surgida de las necesidades locales y de las urgencias de la lucha liberadora, la Declaración de Independencia traspasó el espacio de América del Norte y del tiempo en que fue redactada, alcanzando universalidad y trascendencia.
Aquel significado no se impuso, ni se debió al potencial económico, al poderío militar o a la influencia política que entonces no existían, sino al alcance y la fuerza de las convicciones contenidas en ella, y a la capacidad de convocatoria derivada de sus afirmaciones, la principal: “…Todos los hombres son creados iguales…dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad…”
La Declaración suma méritos imperecederos al subrayar la función del poder político: “…Para garantizar esos derechos se instituyen los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados…” Su mensaje no puede ser más revolucionario: “…Cuando una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla…”
Así nacieron juntos el derecho a la rebelión contra el despotismo y la injusticia, y la necesidad de una institucionalidad legítima, responsable, y duradera.
No obstante la grandeza de sus propósitos originales, Estados Unidos no hizo justicia a los pueblos originarios y demoró en abolir la esclavitud, para lo cual fue precisa la determinación de Abraham Lincoln y una devastadora guerra civil. Aunque sus élites avanzadas lucharon contra el racismo, los resultados fueron magros.
No exageró Frederick Douglas cuando en 1882, en el Corinthian Hall, preguntó a los presentes: ¿Qué significa, para el esclavo estadounidense vuestro 4 de julio?”. “…Yo respondería ―sentenció―, un día que le revela la inmensa injusticia y crueldad de la que es víctima constante…” Lamentablemente algunas madres afroamericanas pudieran hacerse hoy preguntas análogas.
En la zaga de la revolución americana vinieron las luchas por la independencia en Hispanoamérica, donde se fundaron no una, sino veinte repúblicas deudoras del paradigma y del espíritu de 1776.
Pasó el tiempo y renombradas empresas norteamericanas exhibieron una ilimitada e inescrupulosa voracidad, hubo administraciones que cedieron a las mezquindades de la política pequeña, fueron intervencionistas y realizaron acciones reprobables e injustas. Las hubo que comprometieron el honor del país, e incluso toleraron la tortura.
Otras, como las de Franklin D. Roosevelt, empeñaron el poderío y el prestigio de la nación para liderar la coalición antifascista. Algunas como la de James Carter corrigieron equívocos al devolver a Panamá la soberanía sobre el Canal. Barack Obama rectifica la política hacia Cuba, trabaja para que el bloqueo sea levantado, y para que la cárcel de la base de Guantánamo sea historia.
Ocho de sus mandatarios pagaron con sus vidas la consagración al servicio público. Con luces y sombras crecieron los Estados Unidos, y con arcilla de todas partes se modeló el pueblo norteamericano, una entidad multicultural y multiétnica, y la más cosmopolita de las comunidades humanas, que con aportes diversos se hizo a sí misma.
De ese modo prosperaron filias y fobias, hubo tensiones y desencuentros, pero nunca fueron puestas en dudas las verdades evidentes plasmadas en la Declaración de Independencia. Ojalá su espíritu prevalezca siempre.
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