SANTO DOMINGO (Rep. Dominicana).-Haroldo Dilla lleva en sus manos, en su frente, en los pies y el costado los estigmas, y no precisamente de Cristo. En rigor, si se le mira bien aún se le nota, algo oculta por la barba, la marca del lazo con que Judas intentó huir de su conciencia, consumada la delación y recibido las 30 monedas.
“… no solo tenía cara de polichinela triste, sino que lo era”
Fatal atracción, en La Era. Archivo General de la Nación y Fundación García Arévalo. Santo Domingo, 2016, p.147.
Llegó un día a República Dominicana gracias a las gestiones del entonces presidente Leonel Fernández, quien es hoy el centro, por encargo y a destajo, de sus constantes campañas de ataques, (ja ja ja) “… desde la izquierda”. Tras una descocada carrera como funcionario del Partido Comunista de Cuba, donde sus ex compañeros lo recuerdan pomposo y déspota, “… como un pavorreal malévolo” (sic), encarnó lo peor de la burocracia criolla hasta que, como es habitual en él, equivocó el momento y se apresuró en asumir el papel de viuda de Robespierre, cuando soplaban los vientos de la perestroika y el meteórico ascenso de Gorbachov hizo creer a algunos mal avisados, que había llegado en Cuba la tan anhelada noche de los cuchillos largos. Para su desgracia, el ciclón que creyó invocar terminó convertido en un viento platanero: le fue mal, y fue defenestrado, para horror de su afán sempiterno de figurar. Cerrado el capítulo del Centro de Estudios de América, Dilla se sumió en una desoladora depresión, hasta que tocó a su puerta un enviado providencial llegado de la isla vecina.
Ya en República Dominicana, Haroldo Dilla se recicló, sacudiéndose las últimas plumas de pavorreal burocrático, pero manteniendo y acrecentando su malevolencia congénita. ¿Cómo sino explicar que cobrase por adelantado al Archivo General de la Nación, RD$80,000, por preparar una exposición sobre Haití y la frontera, que nunca llegó a entregar? Quien me comentó lo sucedido, persona que tuvo relación directa con el caso, lo recuerda como “un canalla”.
Pero este dechado de probidad, que vive dando lecciones de pulcritud al prójimo y sermonea inmisericordemente a los revolucionarios del planeta sobre cómo ha de ser la revolución popular; que pontifica sin parar sobre el socialismo del que hace mucho renegó, olvidando sus tiempos de autor de manuales doctrinarios sobre el Materialismo Histórico (lo que por cierto, no figura en la bibliografía autorizada que él mismo publica, con jabonosa mano); que alababa la participación popular en Cuba en su libro de 1993, y batía palmas por la democracia cubana ante la agresividad del gobierno norteamericano, en su libro de 1996, no pudo hallar mejor nicho en el mercado de la apostasía que transfigurase en un risible ángel vengador de la izquierda mundial, arremetiendo contra la Revolución, a la que antes jurase amor eterno, y coincidiendo (¡oh, qué extraordinaria casualidad!) con lo peor del pensamiento de la contra ilustrada Cuba, y sus dadivosos arropadores del Norte.
Nada nuevo bajo el sol. Desde tiempos de la Guerra Fría, los equipos norteamericanos encargados de lo que George Kennan calificó como “guerra política encubierta”, comprobaron que acarrear para ese propósito a resentidos, defenestrados, desertores y apóstatas era mucho más rentable y eficaz que hacerlo con pensadores y escribanos de la derecha hidrófoba. La Directiva de Inteligencia 13 NSC, del 19 de enero de 1950, del Consejo de Seguridad de Estados Unidos, no en vano llevaba un título más que elocuente: “Uso de los desertores soviéticos y de los países satélites fuera de nuestras fronteras”.
No olvidemos que desde el interior de estos círculos de “disidentes de izquierda” el sistema fabricó al movimiento neoconservador norteamericano, tropa de choque cuasi fascista, clan de poder político endogámico que acompañó en sus agresiones a Reagan y a los Bush, y al que la humanidad deberá “agradecer”, por carambola, la debacle de Afganistán, Libia, Siria e Iraq, y esa metástasis monstruosa que es ISIS.
Para apuntalar a este nuevo personaje, Dilla ha asumido con esmero, retornando a su sueño dorado de ser la viuda de Robespierre de la perestroika criolla, la fabricación de un irreprochable pedigree izquierdista, y se pasa la vida metiendo cabeza, e intentando hacerse notar como vocero de una tercera línea, una supuesta opción socialista-democrática en la política cubana. Para su desgracia, pocos lo toman en serio, y cuando alguien acepta polemizar con él, como hizo Carlos Alberto Montaner, es para burlarse de sus ínfulas catequizadoras y balbuceos.
Desde hace mucho Dilla ha sido plantado por sus mentores en el frente contra la Revolución cubana, pero también contra la bolivariana, y todas las fuerzas y movimientos políticos que intenten cambiar, en la práctica y no de boquilla, la injusticia social reinante, y acometer la tarea titánica, no de salón, de construir sociedades más humanas. Su misión incluye, por supuesto, a las fuerzas y figuras políticas dominicanas, especialmente a aquellas que se destaquen por su apoyo y solidaridad con Cuba y Venezuela.
En su artículo “Miguel Mejía y la lumpen-izquierda dominicana” (www.7dias.com.do) Haroldo Dilla vuelve a la carga, tan molesto como sus patrones, porque sea este el ministro para Políticas de Integración Regional del gobierno del presidente Danilo Medina, y que yo funja como el coordinador de su equipo. Lo que en realidad molesta a Dilla y a sus valedores en las sombras, es que el gobierno de República Dominicana haya expresado de esta manera su decidida vocación de independencia y soberanía, apoyando los procesos integracionistas en la región, algo que, desde la ultramontana mentalidad imperial, hoy trasvestida en soft and smart power, es algo inadmisible, especialmente después de la creación de la CELAC. Y para este propósito, Haroldo Dilla sirve como anillo al dedo: a su falta de escrúpulos intelectuales une el ser un alma en subasta permanente, siempre lista a difamar, como una alegre comadre de colmado, y siempre zigzagueante, como una comadreja del escarnio.
Precisamente en momentos en que el presidente Barack Obama viajó a Cuba, tras confesar la inoperancia de la política de hostilidad y agresiones puesta en práctica contra la isla a través de cinco décadas, es que Dilla lanza su dardo bilioso, lo cual no es totalmente inútil: sirve de saludable recordatorio de que ciertas fuerzas retrógradas en el establishment norteamericano, emboscadas en puestos intermedios y, especialmente, entre las instituciones que llevan sobre sus espaldas el ridículo espantoso que han sufrido por la victoria cubana, no se resignan a la normalización de las relaciones, ni a que se respete la soberanía e independencia de la isla. Precisamente, son tales fuerzas y tales personajes los que interaccionan “académicamente”, eso sí, con derelictos como Haroldo Dilla.
Me honra el odio senil que este catedrático-bonzai destila cuando se refiere a mi persona. Me honra que “denuncie” que trabajo para el Archivo General de la Nación, y que reduzca mis seis años de estancia en este país, y mis cinco libros publicados, a la reciente presentación de “La Era”, a la que califica, con envidia irrefrenable, de “… algunos relatos históricos sobre la lucha contra la dictadura de Trujillo”. Me honra que tenga que mentir, sin aportar prueba alguna, cuando me califica de “… represor contra los intelectuales críticos en Cuba”, y por supuesto, lo reto a que lo demuestre, si aún dispone de algunas briznas de moral.
Desde el fin de la dictadura trujillista, ante el auge de las luchas y fuerzas revolucionarias en República Dominicana, y especialmente, tras la heroica resistencia del pueblo y los militares constitucionalistas en abril de 1965, los mismos equipos norteamericanos de la “guerra política encubierta” desplegaron en el país, con toda furia y sistematicidad, hasta el presente, una tupida red de contrainsurgencia ideológica y cultural, cuyo objetivo era y es, atomizar, desmovilizar, confundir, desprestigiar, suplantar, desmoralizar y neutralizar a oponentes reales o supuestos, y al pueblo dominicano, en general. Ni siquiera en esto Haroldo Dilla es original, el pobre.
¿Cuánto le cuesta a los contribuyentes norteamericanos que las redes de influencia y de guerra cultural de su gobierno en el mundo fabriquen “autoridades” y mantengan a felones como este? Y lo peor de todo: sabiendo a conciencia, por experiencia histórica, que están condenados al fracaso.
Desde la distancia, donde se difumina junto a su vertical maldad, se nos aleja Haroldo Dilla. Como otros profesionales del odio y el resentimiento, van quedando fuera de una historia que en Cuba va por derroteros y escenarios muy distintos a los que ellos soñaron aprovechar, y para los que fueron usados. No hay honor en estos personajillos desechables. Su sino es disparar hiel en todas direcciones, a ver si ligan la prebenda de turno. En el fondo, son inofensivos, aunque, eso sí, ofenden el olfato.
Que se apuren los conservacionistas: es duro e irreversible el otoño de las comadrejas.
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