Ciro Bianchi Ross • digital@juventudrebelde.cu
En La Habana de los años 50 el restaurante Frascati, en Prado 357 entre Neptuno y Virtudes, tenía fama de ser la mejor casa de cocina italiana en Cuba. Otros ristorantes o pizzerías aparecen consignados en el directorio telefónico de 1958: Montecatini, en 15 esquina a J, en el Vedado; Sorrento, en Calzada y 20, también en el Vedado, se hacía anunciar como el «superrestaurante capaz de hacer de cada plato una especialidad», y La Piccola Italia, con dos establecimientos, uno en Consulado 221 y otro en L entre 15 y 17, donde después estuvo el Pío-Pío. No digo que sean todos. Doña Rosina, en I casi esquina a Calzada, es de un poco más acá. Ya por entonces eran muy populares las pizzetas del Ten Cents de Galiano y San Rafael; una pizza elaborada ante los ojos del cliente que se cortaba en varias partes y se expendía por porciones. Se ingería de pie o mientras se caminaba y resultaba ideal para aquellos a los que la falta de tiempo impedía esperar por un plato más demorado.
El escribidor, con estas referencias, da respuesta a la inquietud de Eduardo Castillero, interesado en saber, para ganar una discusión o perderla, si las pizzerías y sobre todo las pizzas se conocieron en Cuba antes de 1959.
Se conocieron evidentemente. Nada que ver sin embargo con lo que vendría ya en los años 60. Es entonces que la cocina italiana se populariza en toda la Isla y las pizzerías llegan hasta los rincones más apartados. La pasta de trigo, el queso y el tomate, en definitiva, estaban presentes aquí desde la Colonia.
Cuando en Cuba se habla de cocina italiana se alude sobre todo al espagueti, el canelón, la lasaña y, desde luego, la pizza. Hablamos, para hacerlo con exactitud, de una cocina de pastas, que es la del sur de la península. Eso es solo una parte de la cocina italiana. Es en verdad una cocina riquísima que acusa por regiones rasgos que la distinguen y diferencian. Es tan variada, se dice, que si un restaurante se propusiera «estrenar» un plato italiano a la semana, tardaría años en agotar el recetario. Es en el sur donde, a fines del siglo XIX surge la pizza; «invento» que se internacionaliza tras el fin de la II Guerra Mundial y se convierte en plato estelar de la cocina rápida.
En aquellos ya lejanos años 60, una cafetería como La Central de Lawton, en la esquina de Porvenir y Dolores, pasa a ser la pizzería La Romana, la heladería de 23 e I será Buona Sera, Las Delicias de Medina, en L y 19, será Vita Nuova, y uno de los restaurantes de 23 y 12, cerca del Icaic, recibirá el nombre inevitable de Cinecittá. No todo es armonía. Surgen pizzerías que adoptaron o mantuvieron los nombres inconcebibles de Kasalta, Cujae, Viñales y Lisboa, mientras que el café Europa, en la calle Obispo, famoso en otros tiempos por su repostería, pasa a ser la pizzería Europa, con un reservado espléndido.
La pizza adquirió entonces en Cuba no solo categoría de plato insignia de las comidas rápidas, sino que se cubanizó tanto que es ya casi tan nuestra como el congrí, los tachinos, el macho en púa y el bisté en cazuela.
Aludo, desde luego, a una pizza adaptada al paladar y a la idiosincrasia del cubano. Con menos diámetro que la italiana, pero más gruesa; menos crujiente y sí más esponjosa, más suave. Los condimentos y el queso son diferentes en una y en otra. No tiene el cubano promedio el hábito de ingerir una pizza condimentada con orégano y albahaca, que son esenciales en la pizza Margarita, y con el queso amarillo le da el «toque» a la pasta. Es un plato que se expende incluso en Miami bajo el rubro de pizza cubana.
Durante el siglo XIX comienza a conocerse en Cuba la cocina italiana; era entonces la exquisitez de la burguesía criolla. Ya en la primera mitad del siglo XX deleita a la clase media habanera. Es entre 1940 y 1950 que surgen y cobran fama en La Habana algunos restaurantes de cocina italiana. Pocos; nada como la explosión de los 60.
Se trataba, por otra parte, de una comida barata, de fácil elaboración, rápida, y la población la acogió de inmediato: paliaba el racionamiento impuesto por el bloqueo norteamericano, que empezaba a hacerse sentir en esos años. Las pizzas y los huevos, también los chícharos, fueron los platos más socorridos y recurridos de aquellos días, lo que llevaría a Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura, a decir que el monumento a la Revolución, de hacerse, debía ser redondo.
¿Quién que las vivió no recuerda las colas inacabables a las puertas de una pizzería? Valía la pena aquella fila enorme porque, si se entraba al establecimiento, se «resolvía» el día con la oferta del lugar: platos bien hechos y con la dosis justa de queso parmesano rallado y puré de tomate, porque aún el sector no había aprendido a «lucharla». Platos baratos, pues tanto la pizza como el espagueti y la lasaña se expendían, cada uno, a un peso con veinte centavos de entonces, y la tradicional botella de cerveza importaba ochenta centavos. Lo malo es que no había repetición posible. Usted como cliente —no precisa el escribidor si ya para entonces se empleaba el término de «usuario»; piensa que no— tenía derecho a un espagueti y a una pizza o a una lasaña, y a una cerveza. Lo mismo sucedía en el Carmelo, de Calzada, y en La Alborada, del Hotel Nacional, un sándwich y una cerveza por cabeza, y si querías repetir, debías de hacer de nuevo una cola que ponía espanto en el ánimo más templado.
Una iglesia con inmunidad
Sobre la iglesia del Espíritu Santo pregunta una lectora de la Víbora, Eva Moliniert. Quiere saber si es cierto que en determinado momento se le declaró «iglesia inmune», esto es, un lugar donde un perseguido podía hallar amparo ante la acción de la justicia o de las autoridades.
Pregunta además si tal privilegio se extendía a otros templos.
La medida ciertamente existió para el Espíritu Santo, que fue el único templo habanero que se benefició con tal privilegio. Así lo dispuso una Bula Papal de 1772 y lo reafirmó Carlos III mediante una Real Cédula del año siguiente.
Me remito ahora a lo que en torno a esta iglesia, ubicada en la esquina de Cuba y Acosta, dice el historiador Emilio Roig en el tomo dos de su obra La Habana:
Apuntes históricos.
Apuntes históricos.
En 1635 se autorizó a una cofradía de negros la construcción de una ermita en la esquina mencionada. En 1648, el edificio fue reconstruido y ampliado y se destinó a parroquia, «la más antigua de La Habana después de la Parroquial Mayor». Años después, los obispos Gerónimo Valdés y Pedro Morell de Santa Cruz lo mejoraron. «A pesar de eso y de otras mejoras posteriores, nada notable hay en su interior ni en su exterior salvo su vetustez y el hecho de que por muchos años fue su torre la altura mayor de la ciudad, después de la de San Francisco. En esta iglesia se bautizaron muchos habaneros ilustres, como el gran educador don José de la Luz y Caballero».
En 1936 fueron hallados en el interior de esta iglesia los restos del obispo Gerónimo Valdés, fundador de la Casa de Beneficencia y Maternidad y que dio su apellido a los niños expósitos, y en 1953 se descubrió, bajo la nave lateral izquierda, una gran cripta que guardaba muchísimos restos humanos con diversos objetos: era un cementerio que existía en el Spíritus Santo como en todas las iglesias de la época.
La parroquial
Quiere el escribidor dedicar un breve espacio a la Parroquial Mayor. Es un pedido del lector Eladio O. Farías, de Lawton.
Afirma Manuel Pérez Beato que en La Habana, antes de 1550, los oficios divinos se celebraban en un bohío emplazado en el terreno que ocuparía el Palacio del Segundo Cabo. Así ocurrió a lo largo de unas tres décadas o más, hasta que en noviembre del año mencionado se iniciaba la construcción de una iglesia de cal y canto. Progresó la obra y en 1554 se decidió solicitar una ayudita al rey para concluirla. Un año después, sin embargo, el templo quedaba reducido a cenizas. El corsario francés Jacques de Sores se había apoderado de La Habana y, al negársele el rescate que exigía, prendió fuego a la población y en el incendio ardió la iglesia.
Varios años estuvo La Habana sin iglesia, dada la pobreza de su vecinería. En 1574 se da cuenta de que el alcalde Rojas de Avellaneda la había terminado empleando para ello el legado de su pariente Juan de Rojas, uno de los vecinos más ricos de la villa. Se ubicaba la nueva edificación en el espacio que ocuparía después el Palacio de los Capitanes Generales.
El obispo Castillo quiso dotarla de una torre, y se inició la construcción de la sacristía y la tribuna, a lo que contribuyó el rey con limosna de cal y ladrillo y el trabajo físico de 12 esclavos del Castillo de la Fuerza. Carecía de libros, retablo y ornamentos. Se consiguió una campana, pero no les bastó a los habaneros, que querían tres.
Se colocó el templo bajo la advocación de San Cristóbal, patrón de la ciudad y su titular. Cuando se construyeron las parroquias del Espíritu Santo, del Cristo del Buen Viaje y del Santo Ángel Custodio, tomó el nombre de Parroquial Mayor. Con todo, la iglesia, desprovista de todo ornato de culto, dice el historiador Antonio J. Valdés, «se tomaría por una hermosa bodega más adecuada por parroquial del puerto de carenas que para la última parroquia de La Habana».
El 30 de junio de 1741 explotaba el navío Invencible, surto en el puerto de La Habana. El siniestro, provocado por un rayo, ocasionó no pocos destrozos entre los edificios de la ciudad, entre estos la Parroquial Mayor. Pese a que el templo quedó convertido prácticamente en una ruina, no por ello se suspendieron allí los oficios religiosos hasta el 11 de julio de 1772, cuando una Real Cédula dispuso la demolición del inmueble y su instalación definitiva en la iglesia de los jesuitas, todavía en construcción en lo que sería la Plaza de la Catedral. En el sitio ocupado por la Parroquial demolida se construiría el Palacio de los Capitanes Generales.
De manera provisional, la Parroquial Mayor quedaría instalada en el oratorio de San Felipe Neri, hasta que el 9 de diciembre de 1777 se trasladó a la iglesia de los jesuitas, que se transformaría en Santa Iglesia Catedral en el mismo sitio que ocupa en la plaza que hoy lleva su nombre.
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