Por VIVIAN NÚÑEZ
Buena parte de los cubanos que hoy luchan, sobreviven o prosperan a lo largo de la isla, nacieron con la libreta de abastecimientos bajo el brazo, símbolo de escaseces y, al mismo tiempo, expresión de una política tendente a la igualdad.
Cuando íbamos con la libreta a las bodegas a ver “lo que nos toca” o “lo que nos dan”, se violentaba la ley de la oferta y la demanda, pero casi la totalidad de las familias garantizaba, gracias a ella, la subsistencia alimentaria.
Soñar con la desaparición de la libreta equivalía a imaginar la reproducción casi infinita de los panes y los peces; a pensar en tiempos de bonanzas que se aproximaron algo en la década de 1980 para caer en picada diez años después.
Los que rondamos hoy los 60 -esa casi ofensiva “tercera edad”- recordamos las dos libretas: la de alimentos y la de los otros artículos; la del arroz y la de los juguetes; la de las onzas de carne de res y la que nos ponía a escoger entre una camisa o un pantalón, como si no se necesitaran las dos prendas para vestir.
Hoy, más de cinco décadas después, la libreta ha ido perdiendo páginas hasta adelgazar visiblemente, y no porque la producción haya aumentado tanto que niegue su utilidad.
Como mismo desapareció la segunda, sin que casi nos diéramos cuenta, la primera, la de los productos básicos, se mantiene en un precario equilibrio. También sin anuncios -al igual que suben los precios en las tiendas recaudadoras de divisas- la libreta se va haciendo más selectiva, más limitada, más simbólica.
Es cierto que muchos de los productos que de ella van desapareciendo se ofrecen ahora “liberados”, aunque no a los precios subvencionados y ciertamente casi irrisorios con los que se vendieron mediante la cartilla.
Cuando hace meses el presidente Raúl Castro dijo que se dejaría de subvencionar productos para subvencionar a personas, la afirmación pareció certera. No obstante, la oferta de la libreta se ha ido reduciendo a una velocidad mucho mayor que a la que aumentan pensiones, salarios y seguridad social.
Tampoco se puede negar que la Cuba en la que se inauguró este racionamiento es muy diferente a la de hoy. En aquel entonces todos éramos bastante iguales y, mayoritariamente, nos sentíamos orgullosos de esa igualdad.
Ahora, suministrar lo mismo a precios bajísimos a millones de personas que comienzan a dividirse en sectores sociales es un lujo para el Estado. Pero también es cierto que no son pocos los cubanos que no pueden permitirse prescindir de ese arroz, esos frijoles, el azúcar, el café, los huevos, el pollo y el exiguo aceite de cocina que reciben subvencionados.
Hay una buena parte de los pobladores de la isla que viven con el equivalente a menos de 20 dólares al mes. Esos no pueden, para el día de Reyes, comprarle a su hijo o a su nieto un nada sofisticado juego de armar que cuesta alrededor de 10 dólares. Esos añorarán aquella libreta que permitía adquirir baratos un juguete básico y dos adicionales, aunque sólo fueran un rompecabezas, un yoyo y una pelota.
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