Recientemente, la Reserva Federal de Estados Unidos ha hecho públicas las transcripciones de sus reuniones sobre política monetaria durante el funesto año 2008. Y leerlas resulta de lo más desalentador.
Esto se debe, en parte, a que da la impresión de que los altos cargos de la Reserva no tenían ni la menor idea de la tormenta económica que se avecinaba. Pero eso ya lo sabíamos. Lo que realmente sorprende es hasta qué punto estaban obsesionados con la cuestión equivocada. La economía se venía abajo, y, sin embargo, de lo único que quería hablar buena parte del personal de la Reserva Federal era de la inflación.
Matthew O’Brien ha hecho las cuentas en The Atlantic. En agosto de 2008 hubo 322 menciones a la inflación frente a solo 28 al desempleo y 19 a los riesgos sistémicos o las crisis. En la reunión del 16 de septiembre de 2008 —¡el día siguiente a la caída de Lehman!— hubo 129 menciones a la inflación frente a 26 al desempleo y solo cuatro a los riesgos sistémicos o las crisis.
Durante mucho tiempo, los historiadores de la Gran Depresión se han sorprendido de lo insensatas que eran entonces las discusiones políticas. Por ejemplo, el Banco de Inglaterra, que se enfrentaba a una devastadora espiral deflacionaria, seguía obsesionado con la amenaza imaginaria de la inflación. Como dijo el economista Ralph Hawtrey, “era como gritar ‘¡fuego!’ en medio del diluvio universal”. Pero resulta que cuando las autoridades monetarias actuales se han enfrentado a una crisis financiera, se han obsesionado con la cuestión equivocada tanto como sus predecesores hace tres generaciones.
Y no ha sido solo un error de juicio en 2008. Gran parte de quienes sostienen opiniones supuestamente bien informadas han seguido ofuscados con la supuesta amenaza del aumento de los precios a pesar de equivocarse una y otra vez. Quien haya pasado los últimos cinco años viendo la CNBC, o leyendo las páginas de opinión de The Wall Street Journal, o, ni que decir tiene, escuchando a eminentes economistas conservadores, habrá vivido en un constante estado de alarma a causa de la inflación desbocada a punto de presentarse en cualquier momento. Nunca lo hizo.
Yo diría que el griterío de los obsesos de la inflación ha intimidado a la Reserva, que, de lo contrario, habría hecho más
¿Cómo se explica esta obsesión por la inflación? Una respuesta es que los obsesos no han sido capaces de distinguir entre la inflación subyacente y las fluctuaciones a corto plazo del índice general inducidas sobre todo por las oscilaciones de los precios de la energía y los alimentos. El precio de la gasolina, en particular, tiene una fuerte influencia en la inflación en el curso de un año determinado, y cada vez que los precios suben en el surtidor, se oyen terribles admoniciones; y sin embargo, esas variaciones no significarán nada en absoluto para la inflación futura.
Tampoco han logrado entender que emitir moneda en una economía deprimida no es inflacionario. Yo podría habérselo dicho, y de hecho lo hice. Pero a lo mejor en 2008 o a principios de 2009 había alguna excusa para no comprenderlo.
La cuestión, en todo caso, es que la obsesión por la inflación ha perdurado año tras año, aun cuando los acontecimientos hayan desmentido sus supuestas justificaciones. Y eso significa que lo que está en acción es algo más que un mal análisis. Básicamente, es una cuestión política.
La cosa resulta bastante evidente si se tiene en cuenta quiénes son los obsesos de la inflación. Aunque unos cuantos conservadores piensen que la Reserva Federal debería estar haciendo más, y no menos, apenas tienen una influencia real, si es que tienen alguna. El panorama general es que la mayoría de los conservadores son obsesos de la inflación, y que casi todos los obsesos de la inflación son conservadores.
¿Y por qué es así? En parte es un reflejo de la creencia de que mitigar el sufrimiento económico nunca debería ser un objetivo del Gobierno, porque el sector privado siempre es más sabio. Allá por la década de 1930, los economistas austriacos, como Friedrich Hayek y Joseph Schumpeter, arremetían contra cualquier esfuerzo por combatir la depresión con dinero fácil; hacerlo, advertía Schumpeter, sería no dejar “que las depresiones hagan su trabajo”. Por lo general, los conservadores actuales son menos transparentes en cuanto a la crueldad de sus puntos de vista, pero más o menos vienen a ser los mismos.
La otra cara de esta actitud contraria al Gobierno es la convicción de que cualquier intento de estimular la economía, ya sea fiscal o monetario, produce por fuerza resultados desastrosos (Zimbabue, ¡aquí llegamos!). Y esta convicción es tan firme que subsiste año tras año sin que importe lo errónea que haya sido.
Por último, todo esto está relacionado con una inclinación a actuar con severidad e imponer penas sean cuales sean las condiciones económicas. El periodista británico William Keegan lo describió una vez como “sadomonetarismo”, y hoy día está muy vivo.
¿Importa algo de esto? Es cierto que la Reserva Federal no se ha rendido a los sadomonetaristas. En particular, no sucumbió al pánico en 2011, cuando otra ligera variación del precio de la gasolina hizo subir por poco tiempo la tasa general de inflación, y los republicanos empezaron a clamar contra la “degradación” del dólar.
Pero yo diría que el griterío de los obsesos de la inflación ha intimidado a la Reserva, que, de lo contrario, habría hecho más. Y esto también ha sido parte de un clima general de oposición a cualquier cosa que pudiese enderezar nuestra permanente crisis de empleo.
Como he insinuado, solíamos asombrarnos de la obcecación de los responsables de la política durante la Gran Depresión. Pero cuando la Gran Recesión ha golpeado y hemos tenido la oportunidad de hacerlo mejor, hemos acabado repitiendo uno por uno los mismos errores.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© 2014 New York Times Service.
Traducción de News Clips.
Esto se debe, en parte, a que da la impresión de que los altos cargos de la Reserva no tenían ni la menor idea de la tormenta económica que se avecinaba. Pero eso ya lo sabíamos. Lo que realmente sorprende es hasta qué punto estaban obsesionados con la cuestión equivocada. La economía se venía abajo, y, sin embargo, de lo único que quería hablar buena parte del personal de la Reserva Federal era de la inflación.
Matthew O’Brien ha hecho las cuentas en The Atlantic. En agosto de 2008 hubo 322 menciones a la inflación frente a solo 28 al desempleo y 19 a los riesgos sistémicos o las crisis. En la reunión del 16 de septiembre de 2008 —¡el día siguiente a la caída de Lehman!— hubo 129 menciones a la inflación frente a 26 al desempleo y solo cuatro a los riesgos sistémicos o las crisis.
Durante mucho tiempo, los historiadores de la Gran Depresión se han sorprendido de lo insensatas que eran entonces las discusiones políticas. Por ejemplo, el Banco de Inglaterra, que se enfrentaba a una devastadora espiral deflacionaria, seguía obsesionado con la amenaza imaginaria de la inflación. Como dijo el economista Ralph Hawtrey, “era como gritar ‘¡fuego!’ en medio del diluvio universal”. Pero resulta que cuando las autoridades monetarias actuales se han enfrentado a una crisis financiera, se han obsesionado con la cuestión equivocada tanto como sus predecesores hace tres generaciones.
Y no ha sido solo un error de juicio en 2008. Gran parte de quienes sostienen opiniones supuestamente bien informadas han seguido ofuscados con la supuesta amenaza del aumento de los precios a pesar de equivocarse una y otra vez. Quien haya pasado los últimos cinco años viendo la CNBC, o leyendo las páginas de opinión de The Wall Street Journal, o, ni que decir tiene, escuchando a eminentes economistas conservadores, habrá vivido en un constante estado de alarma a causa de la inflación desbocada a punto de presentarse en cualquier momento. Nunca lo hizo.
Yo diría que el griterío de los obsesos de la inflación ha intimidado a la Reserva, que, de lo contrario, habría hecho más
¿Cómo se explica esta obsesión por la inflación? Una respuesta es que los obsesos no han sido capaces de distinguir entre la inflación subyacente y las fluctuaciones a corto plazo del índice general inducidas sobre todo por las oscilaciones de los precios de la energía y los alimentos. El precio de la gasolina, en particular, tiene una fuerte influencia en la inflación en el curso de un año determinado, y cada vez que los precios suben en el surtidor, se oyen terribles admoniciones; y sin embargo, esas variaciones no significarán nada en absoluto para la inflación futura.
Tampoco han logrado entender que emitir moneda en una economía deprimida no es inflacionario. Yo podría habérselo dicho, y de hecho lo hice. Pero a lo mejor en 2008 o a principios de 2009 había alguna excusa para no comprenderlo.
La cuestión, en todo caso, es que la obsesión por la inflación ha perdurado año tras año, aun cuando los acontecimientos hayan desmentido sus supuestas justificaciones. Y eso significa que lo que está en acción es algo más que un mal análisis. Básicamente, es una cuestión política.
La cosa resulta bastante evidente si se tiene en cuenta quiénes son los obsesos de la inflación. Aunque unos cuantos conservadores piensen que la Reserva Federal debería estar haciendo más, y no menos, apenas tienen una influencia real, si es que tienen alguna. El panorama general es que la mayoría de los conservadores son obsesos de la inflación, y que casi todos los obsesos de la inflación son conservadores.
¿Y por qué es así? En parte es un reflejo de la creencia de que mitigar el sufrimiento económico nunca debería ser un objetivo del Gobierno, porque el sector privado siempre es más sabio. Allá por la década de 1930, los economistas austriacos, como Friedrich Hayek y Joseph Schumpeter, arremetían contra cualquier esfuerzo por combatir la depresión con dinero fácil; hacerlo, advertía Schumpeter, sería no dejar “que las depresiones hagan su trabajo”. Por lo general, los conservadores actuales son menos transparentes en cuanto a la crueldad de sus puntos de vista, pero más o menos vienen a ser los mismos.
La otra cara de esta actitud contraria al Gobierno es la convicción de que cualquier intento de estimular la economía, ya sea fiscal o monetario, produce por fuerza resultados desastrosos (Zimbabue, ¡aquí llegamos!). Y esta convicción es tan firme que subsiste año tras año sin que importe lo errónea que haya sido.
Por último, todo esto está relacionado con una inclinación a actuar con severidad e imponer penas sean cuales sean las condiciones económicas. El periodista británico William Keegan lo describió una vez como “sadomonetarismo”, y hoy día está muy vivo.
¿Importa algo de esto? Es cierto que la Reserva Federal no se ha rendido a los sadomonetaristas. En particular, no sucumbió al pánico en 2011, cuando otra ligera variación del precio de la gasolina hizo subir por poco tiempo la tasa general de inflación, y los republicanos empezaron a clamar contra la “degradación” del dólar.
Pero yo diría que el griterío de los obsesos de la inflación ha intimidado a la Reserva, que, de lo contrario, habría hecho más. Y esto también ha sido parte de un clima general de oposición a cualquier cosa que pudiese enderezar nuestra permanente crisis de empleo.
Como he insinuado, solíamos asombrarnos de la obcecación de los responsables de la política durante la Gran Depresión. Pero cuando la Gran Recesión ha golpeado y hemos tenido la oportunidad de hacerlo mejor, hemos acabado repitiendo uno por uno los mismos errores.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© 2014 New York Times Service.
Traducción de News Clips.
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