"De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento" José Martí

sábado, 20 de septiembre de 2014

Hacer política socialista: un simposio

Participantes:
  • Ricardo Alarcón de Quesada Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba (1993-2013)
  • Yuniasky Crespo Primera Secretaria de la Unión de Jóvenes Comunistas.
  • Ariel Dacal Educador popular.
  • Julio A. Fernández Estrada Profesor. Centro de Estudios de Administración Pública de la Universidad de La Habana.
  • Luis J. Muñoz Quian Delegado del Poder Popular, Circunscripción 59, Consejo Popular Pocitos-Palmar, La Habana.
  • Zuleica Romay Ensayista y diputada. Presidenta del Instituto Cubano del Libro.
  • Roberto Veiga Jurista. Editor de Espacio Laical.
  • Carlos M. Vilas Politólogo. Universidad Nacional de Lanús, Argentina.
  •  Daniel Salas Periodista y profesor. Universidad de La Habana.
A pesar de que las políticas socialistas siguen en minoría a nivel mundial, la cuestión de cómo estas responden a la tensión entre las demandas de las sociedades y la capacidad de respuesta de los sistemas políticos es del mayor interés. Si de conseguir un socialismo próspero y sostenible se trata, ¿cuál es su implicación para la manera de concebir y ejercer la política? ¿Es la política en una transición socialista una tarea susceptible de posponerse; o la premisa de los cambios y la palanca fundamental del desarrollo? Mediante este simposio, Temas procura profundizar en algunos aspectos medulares de esa práctica política socialista: la concepción del liderazgo y su ejercicio, la capacidad y los estilos de la comunicación, la ingeniería del consenso, el significado del disentimiento, la supuesta tendencia a la despolitización, la dimensión de género en la gestión política, entre otros aspectos clave para hacer realidad un modelo socialista avanzado.

La selección de los participantes en este simposio se propuso recoger visiones de políticos y estudiosos, a partir de experiencias, roles, esferas de actuación, géneros, enfoques diversos. La lista original incluía dirigentes de algunas instituciones representativas y organizaciones de masas, así como participantes no cubanos, cuyas respuestas no nos llegaron. Temas agradece a los ocho que, en medio de múltiples tareas y responsabilidades, contestaron nuestras preguntas, por haberlas abordado a título personal, de manera directa, sin eludir tópicos ni aristas sensibles. Gracias a ellos, a nombre de nuestros lectores, por un abanico de enfoques, botón de muestra del actual pensamiento político dentro del socialismo, y por alumbrar cada problema con una luz particular.

¿Qué distingue a un dirigente político socialista? ¿Su capacidad técnica, administrativa, de hacer que se cumpla lo establecido, su autoridad para decidir? ¿Qué lo define?

R i c ard o Alarcón d e Q u esada: L as c u a lid ades señaladas en la pregunta son útiles, quizás necesarias, para cualquiera que dirija algo político o de otro carácter, sea socialista o no. Lo que distingue (o debe distinguir) a un dirigente político socialista va mucho más allá. Quien intente serlo haría bien en recurrir a Julio Antonio Mella que fue un dirigente político socialista de altos quilates.

Mella distinguía entre seres pensantes y seres conducidos, entre hombres y bestias. Quería seres capaces de pensar por sí mismos y no conformes al pensamiento ajeno. Sin embargo, fue un gran conductor de hombres y en cierto sentido lo sigue siendo. Me atrevo a decir que si le hubieran hecho esta pregunta probablemente habría respondido que la clave está en ser maestro y ayudar a los demás a pensar por sí mismos, ejercer el magisterio a la manera que quería Luz y Caballero. La autoridad, en ese caso, no dimana de cargos o atributos formales, aunque estos puedan ser necesarios; sino de la praxis revolucionaria. En este sentido, hay que recordar al viejo Marx y lo que respecto a la educación del educador expresó en las Tesis sobre Feuerbach.

En última instancia la política en el socialismo es un hecho cultural de la mayor trascendencia. Se trata de transformar el papel del individuo en la sociedad: el espectador —el ciudadano, en la democracia liberal del capitalismo, según Walter Lipman— debe convertirse en actor.

Yuniasky Crespo: El dirigente socialista es parte del propio pueblo; nace de él. Lo distingue su compromiso con el proceso de construcción social, su sensibilidad humana, su capacidad para captar e incidir en la transformación de los fenómenos sociales, sus habilidades para dialogar y persuadir, pero sobre todo —como un revolucionario verdadero y siguiendo el precepto guevariano— debe estar guiado por grandes sentimientos de amor, los cuales se hacen patentes en su apego al pueblo, sin descuidar por ello las habilidades técnico-profesionales necesarias para conducir y guiar las tareas organizativas y de la administración de los bienes del Estado.

E n e ste empeño e s pre c i s o  no obviar algo certeramente definido por Frei Betto: «los nacidos en una sociedad socialista no son necesariamente socialistas». De ahí que en el sistema que construimos, los que ocupemos algún cargo directivo debamos estar siempre ante el escrutinio del pueblo que es quien identifica y acepta el liderazgo de sus dirigentes cuando estos son auténticos y poseen la moral suficiente que emana del ejemplo y la modestia, cualidades con las que nuestro pueblo es muy exigente, por haberlas apreciado cotidianamente en sus líderes históricos.

Ariel Dacal: ¿Qué dir igente p olítico para qué socialismo? La reformulación de la pregunta me ubica en un lugar más cómodo para la visión que deseo compartir. La disputa de sentidos dentro del socialismo tiene un planteo básico: socialismo desde arriba versus socialismo desde abajo, que condiciona las interpretaciones sobre el socialismo en general, y sobre las maneras de hacer política en particular.

El primero implica un modo bancario: jerárquico, verticalista, unidireccional, directivo, de entender las relaciones sociales; un orden donde la política, como acto de creación y control, está de un solo lado en los espacios de poder macro y micro; un tipo de relación que coloca la capacidad y posibilidad de tomar decisiones en una parte y no en el todo, en el que la política está en el Estado y no en la sociedad, en el que la política de determinados grupos sociales se ocupa de la gente y no la gente de la política; en el que los/as economistas se encargan de la economía y la gente no se ocupa de la economía ni de los/as economistas. Se trata de un socialismo en el que perviven relaciones de dominación.

Por su parte, el s egundo implica relaciones sociales basadas en el autogobierno; la autogestión; la autoconstitución del sujeto popular que participa en la definición de sus necesidades, en la decisión política que las satisface y en el control de ella. Tales relaciones deberán devolver la política a la sociedad, lo que implica su participación directa y creciente en la gestión pública, en la que la democracia adquirirá su carácter transversal en lo político, lo económico y en el sentido común como práctica social cotidiana donde el poder no se repartirá, sino se compartirá. Es decir, una socialización del poder y de las condiciones de equidad para el ejercicio de este: un socialismo basado en relaciones para la emancipación.

Un paso más allá de la pregunta nos lleva a entender que el término «dirigente», que cumple una función en el socialismo desde arriba, tiene claros límites para el socialismo desde abajo. Visto así, el término da cuenta de una cultura política que se genera desde una lectura y estructura socialistas cuya hegemonía está en crisis. Plantearse una revisión de la relación social que encierra el vocablo «dirigente» desde un socialismo desde abajo implica considerar otros términos como mandatado, servidor público, coordinador político, facilitador, liderazgo colectivo, entre otros, que den cuenta de otro tipo de relación social para la política.

Entiendo que la capacidad técnica y administrativa tiene que ver con métodos o maneras que siempre se subordinan (de manera consciente o inconsciente) a las comprensiones del poder y la política de la que son constitutivas. Entonces, aparece una pregunta alternativa: ¿la capacidad para encaminar qué tipo de relación social? A saber: a) ¿relaciones que implican decisiones tomadas desde arriba, donde el saber, el poder y la capacidad de discernimiento sobre la realidad y su concreción en políticas está en un solo lugar social? o b) ¿relaciones que suponen decisiones tomadas desde abajo donde se logran consensos, se construye colectivamente la decisión y no por simple agregación de demandas? Ambas dan cuenta de contenidos antagónicos de ser «dirigente» que, a su vez, se develan en la pregunta ¿dirigir hacia dónde?

Esa misma lógica abre otra interrogante: ¿qué autoridad? ¿Una autoritaria, que niega, que excluye, que limita, que privatiza el poder, autoridad legal/ designada, individual; u otra mancomunada, que suma, que integra, que socializa el poder, autoridad legítima/ elegida, colectiva?

Julio A. Fernández Estrada: Lo primero que habría que definir es a qué llamamos dirigente socialista, si al que ha dirigido en el socialismo real o al que debería dirigir en el socialismo democrático. Yo prefiero hablar del que pudiera ser o del que ha sido en sus mejores versiones. He conocido dirigentes de todos tipos, hombres y mujeres que dirigen a seres humanos y no a recursos ni capitales; y dirigentes que aprovechan su estatus para dominar a sus administrados. El socialismo no puede confundirse con la ineficiencia; de ahí que la dirección, en cualquier instancia, deba perseguir el orden y el cumplimiento de la legalidad, pero a partir del conocimiento profundo, de la actividad que organiza o coordina, porque hemos creído y puesto en práctica el dogma de que la confiabilidad es lo primero que se debe tomar en cuenta para designar a un dirigente.

Las cosas cambian cuando los que nos dirigen son electos por el pueblo. Aquí de lo que se trata es de sanear nuestros procesos electorales para que la gente vote por los mejores y no por los que más convengan al resto de los dirigentes.

Luis J. Muñoz Quian: Lo que define a un dirigente es su ejemplaridad y conocer lo que está dirigiendo; y si no es así, apoyarse en la gente que sabe, escuchar. El dirigente también tiene que ser muy modesto y sencillo, tener mucha ética, y ética quiere decir humanidad. Hay algunos que al llegar a su centro de trabajo ni siquiera saludan y no preguntan qué problemas tiene su gente. Quizás la solución para estos no está a su alcance, pero la gente se tiene que sentir atendida.

Es la ejemplaridad la que posibilita el éxito, unida a un comportamiento verdaderamente humano. Hay que tener buenas relaciones y aplicar la ley cuando sea necesario. Yo he sancionado a trabajadores que luego han reconocido que lo merecían y he podido contar con ellos en momentos difíciles.

Como delegado, la primera cualidad de un representante del pueblo es saber estar con sus electores. Si hay un ciclón, estar en el ciclón con los vecinos. Si están en un albergue, hay que dejar la familia propia para estar con ellos allí. El dirigente político más importante que tiene una circunscripción es el delegado. El pueblo respeta y admira al delegado que está junto a ellos en todos los problemas, y este tiene que saber que su familia es su circunscripción.

Zuleica Romay: Sensibilidad y vocación de servicio son, a mi juicio, las cualidades principales. Interiorizar que ningún problema humano te es ajeno, incluso aquellos que escapan a tu jurisdicción. La capacidad organizativa, la firmeza y serenidad para tomar una decisión y las habilidades técnico-profesionales inciden en el resultado; pero si no sientes el problema del otro como propio, si no muestras en la actuación —y no solo en el discurso— que estás ahí porque los otros y sus problemas son los que le dan sentido a tu vida, puedes ser un dirigente político, pero no necesariamente socialista.

Roberto Veiga: Resulta sugestivo que alguien con una visión política que, según algunos, se acerca a la postura denominada social-cristiana, opine sobre el dirigente político socialista. No obstante, precisamente por eso, mis criterios podrían disfrutar de cierta validez, porque estarán sustentados en el contraste entre visiones no idénticas, así como por el respeto y el anhelo de contribuir al mejor desempeño del quehacer político en Cuba.

Un dirigente político socialista, en nuestro país, posee características muy singulares. Suele ocupar los cargos de responsabilidad en todo el aparato estatal y gubernamental, y procede, en general, de las filas del Partido Comunista de Cuba (PCC). Sus obligaciones, en muchos casos, son asumidas, además, como lo haría un soldado. En tal sentido, su desempeño se sustenta, de manera esencial, en la obediencia a las directrices que emanan de la dirección del PCC, y su trabajo radica, sobre todo, en implementar y hacer cumplir dichas orientaciones. La práctica de esta lógica ha hecho del político socialista un funcionario encargado de hacer cumplir lo establecido, con autoridad para decidir solamente acerca de las más elementales cuestiones administrativas. No obstante, esta caracterización es muy general y, por tanto, carece de los matices que le transfiere la realidad y que en algunos casos pueden hacer más rico el desempeño en Cuba del dirigente político socialista.
Sin embargo, el ideal de dirigente político socialista que siempre conocí, y que aún me entusiasma, está caracterizado por la honestidad, la responsabilidad, la humildad, la austeridad, la ejemplaridad, por el trabajo colegiado, la solidaridad, el compromiso con los más legítimos intereses mundiales, nacionales, locales y personales, la cercanía con los más necesitados, la falta de ambición y la disposición perenne a perder el importante cargo si para mantenerlo fuera preciso dejar de atender a su conciencia.

Carlos M. Vilas: Ante todo, la eficacia con que representa los intereses y las aspiraciones de aquellos a quienes conduce y que formal o informalmente le acuerdan y le renuevan esa representatividad. En realidad esta no es solo la característica de un dirigente político socialista sino de prácticamente cualquier dirigente político. En qué consiste en específico esa «eficacia» es un asunto variable de acuerdo con los tiempos, escenarios y condiciones, y también con capacidades y características personales. En particular, lo debe distinguir la habilidad para conjugar la fidelidad a su causa, a sus principios y convicciones, con los variados escenarios en los cuales se debe llevar a cabo su construcción de poder, vale decir conducción asentada en la colaboración activa y el entusiasmo del pueblo organizado o de partes relevantes de él. En el caso del dirigente socialista, ello implica eficacia para orientar esa colaboración hacia un conjunto de fines que permitan identificar el proyecto político como socialista. En este sentido, lo que distingue a este dirigente de otros está relacionado con las características y contenidos propios del programa, más que con el desempeño mismo del oficio político.

Excelencia política y administrativa o técnica no siempre van juntas, porque movilizan saberes y habilidades diferentes. De ahí la importancia de contar con un funcionariado técnico dotado de sensibilidad, o al menos comprensión, de la primacía de lo político. Esto es especialmente necesario en los momentos iniciales de un cambio de régimen —los «principados nuevos», al decir de Maquiavelo—, cuando es inevitable privilegiar lo político sobre lo administrativo o técnico, pero hay que estar conscientes de que el mal desempeño en la gestión puede llegar a erosionar el entusiasmo o incluso el apoyo de sectores del pueblo que ven frustrarse sus esperanzas. Es decir, en el fondo, lo técnico siempre es político.

¿Cuáles son los mecanismos que pueden asegurar la comunicación entre dirigentes y dirigidos?

Ricardo Alarcón de Quesada: Nuestro sistema político tiene bien definidos esos mecanismos en la Constitución, la Ley Electoral y una práctica que posee aun un amplio espacio para la corrección y la superación de no pocas deficiencias, aunque su peor dolencia ha sido el trato —o el maltrato— que les han dispensado nuestros medios de comunicación social. La postulación directa de los candidatos por sus electores, la revocación de mandatos, la rendición de cuentas, la promoción de acciones colectivas para encontrar soluciones a problemas de la comunidad, la discusión en la base de proyectos legislativos, son expresiones de democracia directa.

Es obvio que en este terreno hay diferencias: junto a experiencias estimulantes y positivas, hay muchas manifestaciones de rutina y formalismo. Ya dije que se trata de lograr que la gente asuma su papel protagónico y deje de ser espectador pasivo. Esto no se alcanza por decreto; implica un proceso complejo de educación y de práctica al que pudieran contribuir más otros factores como la escuela y la prensa.

Yuniasky Crespo: Antes que todo el contacto directo, el diálogo personal y la capacidad de escuchar. Muchas veces oímos a Fidel hablar de la labor hombre a hombre, de la necesidad de entender que en ocasiones es imposible persuadir o convencer a todo el mundo con un solo argumento, sin tomar en cuenta que dentro de los que escuchan existen formas de pensar, niveles intelectuales o culturales muy diversos. Sin conocer lo que ellos tienen que decir es muy probable que estemos gastando tiempo y energía en vano, y lo que es peor, que perdamos credibilidad; entonces aquellos a quienes queremos dirigir terminan por caer en la apatía. Lógicamente, a veces es imposible, desde los niveles superiores de dirección, conversar con todo el mundo, pero para ello existen los dirigentes de base, que son los más importantes. Sin embargo, no los preparamos lo suficiente para esa comunicación, y ese eslabón débil impide que la retroalimentación fluya y la gente se sienta escuchada.

Ariel Dacal: Para dar curso a esta pregunta me enfoco una vez más en el carácter asimétrico del poder. Para una relación en la que algunas personas dirigen y otras son dirigidas; donde unas dicen, al tiempo que otras solo recepcionan; donde el saber y la verdad están en una de las partes, la comunicación siempre tendrá límites de base. Por tanto, el problema no es de mecanismos, sino de concepción. Si nos relacionamos desde la comprensión de que todas y todos portamos saberes, y además podemos participar en la creación de ideas, propuestas y definiciones políticas, si lo comprendemos como capacidad y como derecho, entonces la pregunta sería ¿qué comunicación necesita esa relación?

En ese caso, hablaríamos del diálogo de saberes diferentes para alcanzar metas comunes, la búsqueda
de métodos para la construcción colectiva, el desarrollo de habilidades comunicativas que, al mismo tiempo, impliquen desaprender y aprender, así como una deconstrucción cultural de las maneras en que nos educamos en una comunicación que reproduce relaciones de poder desiguales. Entonces, para esa comunicación participativa no es funcional una persona que dirija, es decir, un «dirigente», sino una que facilite, que coordine procesos políticos.

Julio A. Fernández Estrada: Además de todos los medios y formas que la comunicación social considera para una conexión estable, respetuosa, que favorezca el diálogo, que alimente el respeto mutuo y fomente más comunicación, una medida importante para el vínculo entre los que dirigen y el resto de los trabajadores, es la Ley, porque es la única que maneja criterios de igualdad y equidad por sí misma, que impide, de inicio a fin, una consideración discriminatoria de alguna de las partes de una relación jurídica; y la correspondencia entre dirigentes y dirigidos es de esta índole. Es imprescindible rescatar la cultura jurídica en la sociedad cubana. No hay mejor comunicación que la que limite en todo caso la actuación dañosa de los que dirigen y la irresponsabilidad de los que reciben directrices.

Luis J. Muñoz Quian: Como delegado siento la comunicación de mi pueblo conmigo. Sin embargo, no es así respecto a los órganos a nivel provincial o central del país. Se dice que un delegado tiene el derecho de citar a representantes de instancias superiores. Yo he citado a directores provinciales y nunca han venido. Pienso que un ministro tampoco lo haría. Es inconcebible que empresas de subordinación provincial que radican en nuestro municipio sean indolentes frente a los problemas que tiene el pueblo.

Hay delegados que hablan de los barrios insalubres, por ejemplo, pero actualmente no hay subsidios para estos. Mientras otros ciudadanos pueden mejorar su estatus de vida, los que están ahí llevan muchos años así y no tienen esa posibilidad. Me quedé frío cuando escuché a un alto funcionario de Salud Pública decir que nunca había visto un barrio tan insalubre como el Callejón de Andrade. Ello prueba que no conocen realmente lo que está pasando. En ese sentido, yo admiré a Esteban Lazo cuando era secretario del Partido provincial, porque caminó Los Pocitos, Indalla, Callejón de Andrade, y vio su situación.

Mensualmente me reúno con los presidentes de los CDR de mi zona y hago un recorrido, sobre todo el día que llega el agua. Trato de poner en sintonía a los dirigentes del Partido, la Federación, los CDR, para poder tener el mismo criterio y voluntad alrededor de lo que se está haciendo. Pero a veces la comunicación falla.

La gente quisiera tener medios de comunicación a nivel comunitario, pero eso solo lo hemos visto en presencia de ciclones, con los radioaficionados. Cuando yo empecé como delegado, los periodistas criticaban constantemente las cuestiones que afectaban la base, como los salideros de agua, los malos servicios. Eso ha decaído con el tiempo. ¿Por qué huirles a los problemas? A veces veo Cuba dice, Acuse de recibo, y sí, algunas instituciones reaccionan, pero no se persigue la respuesta. Será que le falta libertad a la prensa para poder expresarlo.

Hoy, varios diputados a la Asamblea Nacional me hacen sentir orgulloso. Muchachos jóvenes, delegados de base, manifiestan que ellos no van ahí a comerse la merienda, sino a tratar de resolver los problemas. Espero que, por lo menos cuando estén en el receso, les digan a los ministros y altos dirigentes: «En Marianao tenemos tal situación, hace falta que nos visite y nos ayude».

Zuleica Romay: Hay mecanismos formales que están establecidos y pueden ser efectivos si se crean las condiciones subjetivas. Si asumes la posición de un elegido por la gracia de alguien, de un espíritu superior o un talento infalible, los mecanismos no funcionarán. En los procesos de comunicación que el ejercicio de la dirección requiere, la gente tiene dos opciones: decir lo que cree que el dirigente quiere escuchar, o decir lo que realmente piensa. Si el criterio general es que el dirigente está más preocupado por cuidar su posición que por buscarse un problema; si ya sabe que el jefe se va a justificar con la situación del país o va a referir una solución a un nivel por encima de sus posibilidades; si se consolidó la opinión de que al dirigente no se le puede contradecir porque siempre tiene la razón, y a quien olvida su infalibilidad algo le pasa después, se pondrán en marcha los mecanismos, pero no habrá comunicación real. Para que la comunicación funcione, además de los mecanismos y espacios de participación, tiene que haber un ambiente democrático, de confianza, y un compromiso ostensible de los que dirigen con la solución de los problemas.

Roberto Veiga: La comunicación entre dirigentes y dirigidos define la justicia del modelo sociopolítico establecido en cada sociedad. Dicha comunicación realiza esa justicia si se basa en la comprensión de que los dirigidos no son meros subalternos, sino ciudadanos a los cuales los dirigentes deben obedecer y servir. Esto último, por supuesto, sin llegar a desvirtuar la autoridad que ellos deben poseer en el ejercicio de sus funciones. Para lograrlo, continuamente se debe estudiar y establecer, con el concurso de todos, las mejores maneras de hacerlo posible.

La historia de la humanidad ha probado que entre los elementos básicos que deben existir en este entramado de reglas se encuentran: el derecho a formar la voluntad y el conocimiento —componentes decisivos para ejercer la libertad responsable, lo cual demanda la garantía del acceso universal a la religión, a la cultura, a la educación, a la información—; el derecho a un trabajo digno —condición indispensable que capacita al ciudadano para ejercer su cuota de soberanía—; el derecho a expresar sus criterios y participar en la formación de una opinión comunitaria —a través de la expresión individual o asociativa y por medio de todos los canales comunicativos posibles—; el derecho a acceder a los medios de comunicación social y a ver reflejado en estos toda la información, el derecho a participar en la nominación de los dirigentes políticos y a elegirlos, a que estos sean un testimonio auténtico del desempeño social y ciudadano, a controlarlos, a que rindan cuenta periódicamente de su gestión, a revocarlos de sus mandatos; y el derecho a ser elegidos.

Sin embargo, no basta con reconocer dichos elementos, ni con asegurarlos de manera genérica. Se hace imprescindible rediseñar sistemáticamente mecanismos que hagan posible su realización. De lo contrario, siempre se correría el riesgo de que queden anquilosados y no aseguren, lo suficiente, una justa relación entre dirigentes y dirigidos.

Por otro lado, se hace imperioso promover una cultura que socialice el poder y la gestión pública. Sin ella, se puede desatar un quehacer político signado por la primacía desmedida de los intereses particulares, por la segregación, por las maniobras inescrupulosas, por la imposición, y por una ausencia lamentable del debido vínculo entre dirigentes y dirigidos. No obstante, esta lógica solo conseguirá prevalecer si junto a la promoción cultural se desarrollan también los mecanismos debidos para constituirla en una praxis imbatible.

Los socialistas más agudos desmarcan el paradigma que proponen de toda parcialidad, estatización y autoritarismo. Sugieren un conjunto de mecanismos capaces de socializar el desempeño de la ciudadanía, la cultura, la educación, el trabajo, la riqueza producida, el poder, etc. A su vez, ratifican que en dicho proceso de socialización, o sea, de repartición entre todos de la propiedad y de sus beneficios, de la política y del poder, de la gestión pública y de una transparente rendición de cuentas, siempre se tendría en cuenta la más efectiva solidaridad entre los intereses comunitarios y los particulares. Un modelo sociopolítico con tal particularidad podría entusiasmar a quienes sienten pleno compromiso con la libertad, la justicia y la solidaridad, y demandaría la promoción de dirigentes políticos con características muy singulares, como los mencionados en mi primera respuesta.

Carlos M. Vilas: Estamos viviendo una época de grandes innovaciones tecnológicas. En este aspecto
—primero a través de la radio, luego de la televisión, y ahora de Internet y toda su parafernalia—, la voz y la imagen de los dirigentes llegan en tiempo real a todos lados. Esto abre muchas posibilidades de información, pero en general con carácter unidireccional. El «ir y venir» de una comunicación propiamente dicha sigue estando vinculado a instancias de reunión y debate, a encuentros y asambleas. Por otro lado, la política sigue teniendo un componente afectivo, y el contacto directo con el dirigente —aunque sea al otro extremo de una plaza desbordada de gente— no es reemplazado por ningún dispositivo electrónico. A la mayoría de las personas le gusta estar cerca de aquel en quien se siente representado y por el que es conducido; verlo, si es posible tocarlo, darle la mano; sobre todo sentir que, con todas sus responsabilidades especiales, es siempre alguien igual a uno; y lo mismo cabe para las asambleas masivas, las plazas o las calles llenas de personas que están ahí por lo mismo que está uno, lo que propicia una sensación de saberse parte de un colectivo enorme que camina hacia el mismo horizonte. Por otra parte, no es lo mismo para el conductor político hablar delante de una cámara, que generar esa comunión espiritual entre él y «su» pueblo. En síntesis, se trata de una cuestión de balances y equilibrios entre lo personal, lo organizativo y lo mediático, con el telón de fondo de las características socioculturales de los destinatarios de los mensajes.

En la práctica política real del dirigente socialista, ¿qué peso tiene y qué significa construir el consenso?

Ricardo Alarcón de Quesada: He tratado de explicar antes las características de la dinámica dirigentes- dirigidos en la práctica socialista. El dirigente en ese contexto tiene que ser un constante constructor de consenso. Por ello entiendo la búsqueda del convencimiento, la comprensión y el asentimiento libre y voluntario, consciente, de lo que debe hacerse en cada momento.

En nuestra realidad de medio siglo de Revolución asediada y obligada, ante todo, a defenderse, han abundado situaciones en las que dirigir ha sido, sobre todo, trasmitir orientaciones y tareas insoslayables. Este no es el procedimiento ideal pero nuestro socialismo no ha podido desarrollarse en circunstancias idóneas. Recuérdese que, desde el primer día, el plan yanqui, aprobado por Dwight D. Eisenhower y todavía vigente, ha tenido, como piedra angular, promover la división, el desencanto y la insatisfacción entre los cubanos. Si hemos llegado hasta aquí, ha sido por la existencia de un consenso muy amplio a favor de la independencia nacional y del desarrollo de una sociedad basada en la justicia y la solidaridad humana. Pero para perfeccionarla y defenderla del enemigo externo,
que nunca renunciará a destruirla, la búsqueda del consenso debe ser la norma que guíe la conducta de dirigentes y cuadros en la práctica cotidiana.

Yuniasky Crespo: Nuestra sociedad se encuentra en un proceso de construcción constante, en el que la conciencia individual y colectiva desempeña un gran papel. Por ello es tan necesaria una participación efectiva y sistemática de todos los ciudadanos, que p ermita desarrollar un consenso amplio e inclusivo. Ahora bien, ese concepto no es más que el acuerdo entre dos o más personas sobre un tema determinado, y ello no implica el consentimiento activo de cada parte, ni su negación. En nuestro país hay innumerables ejemplos de consenso en el ámbito político. Por otra parte, se ha dado en llamar disenso a las acciones contrarrevolucionarias de algunos individuos orientados y financiados desde el exterior. En mi criterio, no son parte del disenso, porque su agenda es impuesta desde un acuerdo mercenario.

En la medida en que utilicemos con más efectividad los resortes participativos existentes, desarrollaremos una democracia más socialista, como expresó el presidente Raúl Castro en la clausura de la Primera Conferencia del PCC: Si hemos escogido soberanamente, con la participación y respaldo del pueblo, la opción martiana del partido único, lo que nos corresponde es promover la mayor democracia en nuestra sociedad, empezando por dar el ejemplo dentro de las filas del Partido, lo que presupone fomentar un clima de máxima confianza y la creación de las condiciones requeridas en todos los niveles para el más amplio y sincero intercambio de opiniones.

Ello está en consonancia con las ideas que la UJC tiene en relación con propiciar un mayor diálogo con los jóvenes, sean o no militantes: escucharlos, tenerlos en cuenta, aun cuando puedan diferir con respeto a algunas de nuestras formas de organizar la labor juvenil.

Ariel Dacal: Si por «práctica política real» se entiende lo que pasa en Cuba hoy, es decir, los modos de hacer política, de dirigirla, entonces construir consenso no es un medio potenciado en la cultura política que reproducen los dirigentes promedio. No es menos cierto que aparecen nuevos métodos organizacionales que, sin ser base para un consenso real, pueden ser puentes para transitar a esa necesaria y ética manera de hacer política. No obstante, si no se discute la concepción de base para la participación de la gente, cualquier cambio podrá ser técnicamente mejor, pero no políticamente más justo. De todos modos, y hasta donde alcanzo a ver, la búsqueda de consenso como modo de hacer política es en extremo periférica como para que marque una tendencia de una nueva cultura política de los y las «dirigentes» nacionales.

Julio A. Fernández Estrada: En la Cuba actual, la construcción de consenso está en peligro de extinción en la experiencia administrativa y de dirección en general. No estamos familiarizados con una deliberación, con un diálogo que no sea una puesta en escena que representa a la democracia, cuando de lo que se trata es de vivirla. No tenemos el hábito de confiar en el pueblo sino de temerle, aunque usemos las consignas sobre la cultura política de la gente común. Para construir consenso debemos enseñar la práctica de discutir y proyectar entre todas las personas de un grupo, desde la escuela, desde el barrio. Nuestros obreros no creen en las asambleas de trabajadores porque las hemos ritualizado, y los que dirigen se han acomodado a una situación de fácil gobierno, pero no democrático ni socialista.

Luis J. Muñoz Quian: Lo idóneo es trabajar con el consenso. Lo que pasa es que a veces hay posiciones diferentes, por ejemplo, de empresas, y eso no nos permite dar una respuesta coherente, aunque entre los vecinos sí exista una voluntad consensuada. En mi experiencia, lo más útil es que con nosotros estén los empresarios.

Hoy se están desempeñando como dirigentes personas preparadas, pero a veces no conocen en profundidad lo que están haciendo. Más que innovar, destruyen, y no son capaces de asesorarse. Hay que aprender a escuchar. El dirigente puede tener experiencia y preparación, pero si no se basa en un consenso en el que la gente se involucre participativamente, no habrá soluciones.

Si seguimos de cerca la vida de un presidente de gobierno municipal, constatamos que no tiene posibilidades de construir un consenso porque no puede siquiera conocer su municipio. El Poder Popular es una «máquina de moler carne». Todo se resume a reuniones, y se valoran más estas que los resultados de trabajo. Estamos chequeando tareas del gobierno en la dirección del Partido y eso debe hacerse en el gobierno. Este tiene que saber gobernar y cumplir con el pueblo. Está bien que controlen y fiscalicen, pero es necesario que nos dejen gobernar.

Zuleica Romay: La construcción del consenso es un proceso que necesita bases firmes, como la zapata de un edificio. Si no existe un consenso básico: a qué no estamos dispuestos a renunciar, hasta dónde queremos llegar, cuánto estamos dispuestos a sacrificar para alcanzar la meta, nos enredaremos en discusiones sin fin, o construiremos una falsa unanimidad cada vez que abordemos una cuestión táctica. En nuestra práctica política real, no siempre comenzamos por construir ese consenso básico. Su edificación es más larga y laboriosa mientras mayor y más diversa es la comunidad política en donde el proceso transcurre. Nuestra tradición republicana —en su período neocolonial y también en el socialista— le otorga mucho peso al voto. Antes de 1959, se votaban las decisiones en las cúpulas políticas y en las asambleas partidarias; y no pocas veces las negociaciones políticas estaban basadas en relaciones clientelares y alianzas electoreras casi siempre efímeras. La radicalidad de la Revolución, la desmesura de las medidas de justicia social que se adoptaron entre 1959 y 1961, afianzaron la tradición de reconocer el voto como el más eficiente mecanismo de legitimación: estás de acuerdo con esto, o estás en contra de aquello.

En una asamblea donde hay que expresarse a mano alzada no se puede, a la hora de la decisión, decir «sí, pero...», ni hacer aclaraciones o comentarios en una boleta, que resulta anulada si no se cumplen las reglas para votar. Esa tradición, profundamente enraizada en nuestra cultura política, a veces no nos facilita diferenciar decisiones que pueden adoptarse por consenso, a través de un proceso que puede ser más o menos largo y tener etapas de retroceso o estancamiento, porque el ambiente social y las coyunturas influyen en esa negociación de convergencias y diferencias. Nuestra práctica política demandará, cada vez más, construir consensos, porque muchas unanimidades se han quebrado para dar paso a una mayor riqueza y diversidad de opiniones. Y aprenderemos a hacerlo cada vez mejor, haciéndolo; no hay otra forma.

Roberto Veiga: Resulta imprescindible construir consenso para la buena marcha de toda sociedad. Mediante él se hace posible que todos los criterios q u e p o s e a n c ap a c i d a d p a r a c o n s e g u i r c i e r t a representatividad participen en el diseño social y en la gestión de sus asuntos; y se contribuye, además, a que la diversidad de un país, por medio de una sana tensión democrática, marche comunitariamente hacia el progreso y el equilibrio de la nación.

La dirección política socialista cubana no ha dejado de tener en cuenta este imperativo. Se ha empeñado en asegurarlo, para así procurar determinados niveles de satisfacción de la población y una creciente legitimidad de su desempeño. Sin embargo, los métodos y los medios que históricamente ha utilizado para hacerlo no consiguen que la participación ciudadana en el diseño social y en la gestión de sus asuntos, así como la implicación mutua de toda la diversidad, alcancen los niveles de realización que demanda la actual cultura de la sociedad cubana.

Para construir consenso es obligatorio establecer un proceso perpetuo que desate la expresión de la opinión responsable y creativa, a través de mecanismos que privilegien una estructura organizacional y una gestión social que emanen de la población y posean todas las garantías estatales imprescindibles para institucionalizarse de forma suficiente y efectiva. Asimismo, requiere de un conjunto de reglas que garanticen una relación armónica y activa entre toda la sociedad y entre esta y las clásicas instituciones del Estado. Por otro lado, dicho proceso y tales mecanismos han de estar contextualizados por una dinámica intensa de diálogo nacional y de deliberación política.

Lo anterior exige la promoción de ciudadanos libres y responsables, de un tejido asociativo autónomo y pujante, así como sereno y solidario, de un entramado democrático capaz de integrar y hacer concordar los quehaceres de la ciudadanía y de las llamadas instituciones supremas del Estado, y de reglas bien garantizadas que demanden el diálogo social, la deliberación política popular y democrática, así como la capacidad de alcanzar los consensos inevitables para la buena marcha del país y la necesaria integración nacional.

Este resulta un tema importante y delicado, en el cual tenemos cierto retraso. Sin embargo, es posible asegurar que constituye una preocupación compartida por la mayoría de los cubanos, sobre la cual piensan y dialogan los actores más responsables. Todos esperamos que el gobierno de nuestro país facilite dicho rediseño socioinstitucional incorporando este peliagudo desafío al conjunto de tareas del actual proceso de actualización del modelo social cubano.

Carlos M. Vilas: La política no consiste en pasarle por encima a la gente, sino en conseguir de ella un determinado consentimiento que se traduce en acciones o pasividades concretas. La política aparece siempre que la superación de la diferencia y el conflicto requieran una intervención del poder. Pero para que esa intervención sea efectivamente política y no solo coactiva, es inevitable procesar y tratar de armonizar la variedad de posiciones y opiniones: dentro de la fuerza propia; en relación con los aliados; de acuerdo con el «espíritu del tiempo» —es decir, el grado de desarrollo de la conciencia y la cultura social y política de las mayorías sociales— y la configuración de los escenarios internacionales. El consenso se refiere ante todo a los fines y objetivos del accionar político, pero también a los recursos que moviliza y a los instrumentos (fácticos, institucionales, mediáticos, etc.) a los que recurre.

No todo consenso es políticamente relevante, ni útil, ni mucho menos posible. Tampoco evita la persistencia de diferencias, pero les resta operatividad y reduce las condiciones u oportunidades para que se conviertan en oposición. Porque también se construye consenso previniendo que esas diferencias se transformen en contradicciones que por su propia dinámica lleven al conflicto. Todo esto requiere mucha madurez y flexibilidad de ambos lados; sobre todo que estén claros los objetivos que se persiguen. También la cuestión del consenso remite, desde lo sustantivo —los asuntos económicos, políticos, y otros sobre los que versan las diferentes posiciones—, al modo en que esas diferencias son procesadas.

¿En qué medida la expresión del disentimiento es necesaria para una política democrática? ¿Es deseable, por ejemplo, que un sistema socialista dé cabida a una «oposición leal» (definida por su propósito de mejorar el sistema, no de liquidarlo)?



Ricardo Alarcón de Quesada: Cuando la «democracia representativa» apenas había aparecido en Inglaterra, ya Juan Jacobo Rousseau exponía su falsedad y definía la representación como una «ficción». Una política democrática solo es posible si se supera la desigualdad entre los hombres y se desarrolla en todo lo posible la democracia directa.

Hans Kelsen —a quien nadie puede tachar de comunista— encontró hace casi un siglo, en la Rusia bolchevique de Lenin, la solución posible a la dicotomía representación-participación en la práctica soviética inicial, en lo que el gran jurista austriaco denominó la «parlamentarización de la sociedad», la discusión constante, en fábricas y colectivos, de los problemas y las propuestas para encararlos. Una sociedad así se nutriría de las opiniones de todos; algo que nada tiene que ver con la instrumentalización y manipulación del disenso en «oposiciones» más o menos leales.

En los países del llamado «socialismo real», olvidada aquella experiencia inicial, hubo demasiado interés en copiar, más o menos, las formas de la «democracia» burguesa en lugar de crear un sistema nuevo, socialista, incluyente, verdaderamente abierto a la participación de todos, en el que la unión surgiera de la diversidad y el pluralismo, algo sin semejanzas con el supuesto «pluripartidismo».

Yuniasky Crespo: El disenso es lo opuesto al consenso. Un disenso entre revolucionarios es muy necesario pues se convierte en la base para el desarrollo. En Cuba pareciera que nunca lo hubo, lo cual no es real, y abundan los ejemplos. En relación con si existe «oposición leal» en el socialismo, es importante clarificar primero ciertos términos. En la actualidad, la palabra oposición es utilizada para definir a un grupo que, con un programa político, y estructura organizativa, bajo la legalidad de un país, se propone tomar el poder mediante un proceso eleccionario. Este grupo también comparte el poder mediante otras estructuras como parlamentos, asambleas, ministerios, etc. Entonces, ¿existe en algún lugar la «oposición leal»? No creo que el término encuentre ejemplos donde sustentarse. Es fácil apreciar que en Cuba todavía no conocemos esa oposición, porque, como mencionaba antes, las personas financiadas por un gobierno extranjero para derrocar la Revolución no pueden llamarse sino mercenarios. No creo tampoco que hayamos alcanzado la democracia ideal; aún faltan muchos recursos por explotar para desarrollar este complejo proceso. No descarto ninguna fórmula que se lleve a cabo para más socialismo; la dialéctica propia del proceso conducirá necesariamente al perfeccionamiento de nuestro sistema.

Ariel Dacal: Sin disenso no hay democracia. Sin democracia no hay socialismo. Ahora bien, ¿oposición leal a qué? L a pregunta es útil porque pone la democracia en su ambiente histórico real, en espacios de conflicto. Cuando digo conflicto me refiero a aquellas visiones y agendas que son antagónicas, cuya lucha no es reconciliable. Pero también existen las diferencias que sí pueden ser conciliables cuando se trata de encontrar los cómos para metas comunes. Por ello es necesario dejar claro los puntos que no entran en negociación; es decir, a qué ser leal. De un lado puede entenderse esa lealtad concretada en las estructuras de poder que instituyen una comprensión del socialismo; o sea, aquella que se profesa a las instituciones y a las personas que las encabezan. Por otro lado está la lealtad a los principios de equidad social, dignidad personal y nacional, soberanía, socialización del poder, de la economía y de la felicidad; lealtad al poder popular ejercido por el pueblo. Si la apuesta es por esta última, la lealtad a las formas políticas se hace más flexible, pues sería al gobierno que haga valer esos principios.

Julio A. Fernández Estrada: La expresión de disenso es necesaria para la política misma, porque esta no se entiende sin posiciones que se enfrenten, choquen, converjan, se hagan comunes o antagónicas. La política que confía en la democracia como forma de relacionar, mediante el Derecho, la sociedad civil y el sistema político, necesita del disenso; pero la democracia tiene una larga historia de enemigos que la han querido contrarrestar usando la razón o la violencia, siempre por la misma causa: el odio a los pobres libres en el poder, que es la democracia verdadera.

Existirá en política quien disienta desde grados de lealtad a la historia nacional, a los símbolos de la nacionalidad, a la gente simple, a los valores de la cultura, a un grupo político determinado, a una idea de país, y habrá quien se sienta leal solo a su proyecto.

Creo que la democracia es la forma de gobierno y el régimen político que contiene todos los rasgos para organizar, paliar, entender, contener, consensuar, y hasta proteger al disentimiento, como parte consustancial de la política.

Una oposición que cumpla la ley de todos, que no pretenda, mediante la intolerancia, exigir tolerancia al Estado, que no use banderas de ideologías excluyentes e inhumanas, que respete el orden público y las normas que nos hemos dado en democracia, es leal al Estado de Derecho, y por lo tanto ella misma es imprescindible.

Luis J. Muñoz Quian: Nosotros tenemos que darle posibilidades a ese tipo de oposición; la que no está de acuerdo con las cosas mal hechas, y que sobre todo pueda proponer cómo resolverlas.

Hoy, por ejemplo, hay oposición en lo concerniente al trabajo y los salarios. Con los precios actuales, el salario no alcanza. Se dice que la situación cambiará cuando haya más producción. ¿Pero cuándo produciremos más? Tiene que haber una contrapartida. Si es con buena fe, oponerse a las cosas que no dan resultados ayuda a mejorar el sistema socialista, que en definitiva es el pueblo.

Antes era raro que en una asamblea del Poder Popular alguien se manifestara en contra de alguna proposición o se abstuviera. Hoy es más frecuente ver personas que no están de acuerdo con una propuesta, un informe, una distribución, o con una legislación. A veces criticamos a los que dicen las verdades, y consideramos que tienen problemas políticos, pero esas personas lo que quieren es ver resultados. Porque, por ejemplo, ¿cómo es posible que se discuta el presupuesto cada año y pasen veinte con un hueco en una misma calle? No podemos seguir comprendiéndolo todo; tienen que aparecer soluciones.

Zuleica Romay: El disentimiento no solo es legítimo, sino necesario. Es legítimo porque expresa opiniones, aspiraciones y expectativas de diferentes sectores de la sociedad, en virtud del origen, de la experiencia vital y del posicionamiento social de las personas, entre otros elementos; y necesario porque la diversidad permite evaluar alternativas y construir caminos nuevos. Pero, en nuestras condiciones, la «oposición leal» me parece una antinomia. Porque la oposición lo es de verdad, si muestra cierto nivel de organización, si constituye una alternativa frente a los poderes establecidos.

Un revolucionario que se opone al fomento de campos de golf como opción turística porque cree que ello puede afectar el ecosistema, o al desarrollo de pequeñas empresas privadas porque le preocupa que los cambios en la estructura de la propiedad expandan la asimetría inherente a las relaciones entre empleado y patrón, no es un opositor; es solo alguien que discrepa. Puede no estar de acuerdo por razones que no cuestionan la esencia del proyecto socialista. Creo en la legitimidad de las tendencias de opinión, en la diversidad de alternativas para escoger el camino que conduzca a una meta previamente consensuada.

Roberto Veiga: Una política democrática requiere de la expresión de toda la pluralidad de criterios. Además, exige que las opiniones sean dadas con sumo respeto y se encaminen al bienestar general y particular, y no a la satisfacción de mezquindades humanas. No obstante, de tal expresión de criterios emanarán críticas y opciones novedosas que no siempre serán integradas ágilmente por quienes poseen el control de las diferentes maquinarias políticas. Por ello, quienes ofrezcan opciones novedosas deben poder agruparse y constituir sus maquinarias políticas particulares, para hacer posible el trabajo a favor de la consecución de sus agendas. Estas han de orientarse hacia el bien común y, por ello, han de ser leales al país. En tal sentido, deben actuar para mejorar el sistema establecido por consenso y no para liquidarlo —que en el caso de Cuba se define como socialista.

Tenemos el reto de construir dicho escenario. Para eso, y teniendo en cuenta nuestras circunstancias actuales, se hace forzoso que la sociedad ratifique de manera explícita, a través de medios y métodos muy democráticos, su preferencia por la opción socialista; y, en cualquier caso, defina, con la mayor y más profunda participación social posible, qué socialismo desea construir. Por otro lado, quienes posean otras preferencias ideológicas deben aceptarlo con humildad, pero sin dejar de aportar sus criterios y proyectos, aunque puestos a disposición de la realización de los intereses del pueblo. Así podríamos disfrutar de un socialismo capaz de integrar, incluso, la diversidad ideológica. El mayor y más noble compromiso de cualquier dirigente político, tenga una ideología u otra, ha de ser el servicio activo a favor de los anhelos del pueblo. De lo contrario podría ser un miserable que explota una posición de poder en beneficio de intereses espurios.

Por otra parte, no sería leal una oposición que apueste por dañar al pueblo, si hiciera falta, para conseguir sus propósitos políticos, que se alíe con potencias extranjeras dañinas a los intereses nacionales, que posea vínculos orgánicos con instancias nacionales o foráneas encargadas de promover la subversión, que no cuide la soberanía del país ni la concordia social, y que se proponga el aniquilamiento atroz del adversario, entre otros distintivos. En estos casos estaríamos ante una opción que jamás sería una política responsable de la cosa pública.

Carlos M. Vilas: La expresión del disenso es conveniente a un sistema democrático, en la medida en que quienes disienten lo expresen y actúen de acuerdo con las reglas colectivamente aceptadas de constitución del régimen político. Sobre esto, el socialismo tiene mucho que aprender de las democracias capitalistas, cuya tolerancia ante la oposición se acaba cuando su expresión en actos
y opiniones son considerados, por quienes ejercen efectivamente el poder, como una amenaza «al sistema» y, por lo tanto, a la continuidad de ese poder. Esto no es ni bueno ni malo, sino probablemente inevitable, porque todo poder, con independencia de la doctrina o ideología en que se legitime, aspira, por su propia naturaleza, a la autopreservación.

Puede argumentarse que una forma de mantenerse arriba es dar cabida a las expresiones de disenso que, de acuerdo con quienes las plantean, buscan mejorar las cosas desde la perspectiva de grupos o fuerzas sociales que no cuentan (a su propio juicio) con adecuada expresión o representación en la configuración real del poder. Tales expresiones podrían ser vistas incluso como un medio de actualizar y perfeccionar, «desde abajo», el sistema social y político-institucional —digamos, la democracia realmente existente— y así contribuir a la continuidad dinámica de este y la de su configuración de poder. Pero esto es más fácil decirlo que hacerlo, porque la política, sin perjuicio de la conveniencia de los acuerdos y coincidencias, es lucha (no necesariamente violenta) que se resuelve en última instancia mediante el ejercicio del poder (no inevitablemente coactivo), y porque el diablo (de acuerdo con la celebrada metáfora de Hugo Chávez en la ONU) siempre mete la cola y en estas condiciones el instinto de preservación de «lo que hay» tiende a prevalecer sobre las incertidumbres de lo que «podría llegar a ser».

Se habla insistentemente de la despolitización, en particular, de la juventud. Si es así, ¿en qué consiste? ¿Y cómo asegurar la participación de los ciudadanos, sobre todo de los más jóvenes, en el proceso político?

Ricardo Alarcón de Quesada: La despolitización es un tema tan viejo como engañoso. Es un gran error limitarlo a la juventud y, peor aún, concebirlo como un fenómeno cubano en particular. También se equivocan quienes lo aprecian como algo espontáneo, natural. La verdad es que los opresores siempre han procurado desarmar intelectualmente a sus víctimas desde que el mundo es mundo. Es una larga historia y debo abreviarla al máximo.

Cuando los abuelos de los jóvenes de hoy eran niños, se trató de imponer lo que Daniel Bell denominó «el fin de la ideología», una teoría según la cual el desarrollo del capitalismo y su democracia liberal habían arribado a una etapa nueva, la llamada «sociedad posindustrial», en la que no habría espacio ya para las luchas sociales y las revoluciones. Curiosamente, semejante teoría se convirtió en moda en los círculos académicos de Occidente, en los años 60 del pasado siglo que fue testigo, precisamente, de lo contrario. El empeño despolitizador fue promovido sobre todo por el Congreso para la Libertad de la Cultura, entidad que marcó a fondo a gran parte de la intelectualidad hasta que se descubrió que era, en realidad, un instrumento de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos.

En aquellos años se dieron los primeros pasos que conducirían a las grandes y constantes transformaciones en el área de la información y las comunicaciones que caracterizan el mundo actual.

Siempre habrá que agradecer a Zbigniew Brzezinski la franqueza con que definió el papel que para él deberían tener las nuevas tecnologías. En un ensayo publicado al concluir la década de los 60 afirmó que su misión sería «manipular las emociones y controlar la razón» actuando sobre el individuo aislado, sin sindicatos u organizaciones que lo agrupasen, sin medios de comunicación propios, presa inerme ante el televisor o la computadora.

El avance de la globalización neoliberal parecía confirmar su profecía. Pese a toda la retórica en torno a conectividad, interconexión y palabrejas semejantes, la realidad del hombre contemporáneo se define, en gran medida, por la soledad. Lo dijo, quizás mejor que nadie, Thomas Friedman, un autor que ha hecho exitosa carrera defendiendo, precisamente, esa globalización: «La ansiedad definitoria de la globalización [...] es el temor al cambio rápido procedente de un enemigo que no puedes ver, tocar o sentir —la sensación de que tu vida puede ser cambiada en cualquier momento por fuerzas económicas y tecnológicas anónimas».

A eso llegó la «democracia» según Friedman. El que antes se imaginó «ciudadano», luego se redujo a
«espectador», y ahora ni siquiera ve las fuerzas ocultas que lo dominan.

Pero la historia no ha terminado. Cayó en desuso el intento de Francis Fukuyama de reeditar a Daniel Bell, esta vez finiquitando la historia. La rebelión contra el neoliberalismo, exitosa primero en América Latina, es ya un fenómeno global, y en todas partes los jóvenes están a la vanguardia.

Antes me referí a los mecanismos para propiciar la participación ciudadana. Para motivar a los jóvenes en específico, hay que emplear métodos juveniles, reducir el verticalismo, renovar el discurso y, sobre todo, confiar en ellos; no temer a la juventud.

Yuniasky Crespo: Sobre este tema, con motivo del reciente aniversario de la UJC, el 4 de abril, expresé en Juventud Rebelde que la apatía política y la falta de compromiso son tal vez las armas a las que más apuesta el enemigo y no me refiero solo al enemigo de la Revolución cubana, sino al de las fuerzas progresistas en el mundo. A este le conviene que los jóvenes no se comprometan con la amarga realidad de nuestro mundo, le interesa tenerlos al margen, sumergidos en sus asuntos personales, hipnotizados con la pseudocultura, presos del mercado o de las drogas. No creo que, en nuestro país, la despolitización sea un fenómeno afianzado en la juventud como sector social, porque los elevados niveles de instrucción que hoy tenemos han potenciado la existencia de una cultura política que es real, tangible, y que se aprecia en nuestras universidades, en los debates que se generan entre los más jóvenes, en diferentes niveles.

E s nu e st r a re sp ons abi l i d a d qu e l a s nu e v a s generaciones se entusiasmen y formen parte, no como espectadores, sino como protagonistas del proyecto nacional. Para eso tienen que estar dotados de argumentos que no pueden ser formales ni aprendidos de memoria; conocer la realidad del mundo, y nuestra historia, no como sucesión cronológica de hechos, sino con todas sus aristas, logros y errores.

Ariel Dacal: Una de las marcas distintivas del socialismo cubano es la despolitización de la sociedad. Se trata de una despolitización de la vida cotidiana, es decir, el acumulado de no participar en la definición y control de la política. Ejemplo de ello es que no exista una apropiación real de los trabajadores y trabajadoras de los procesos de producción, ni una elección directa de sus «dirigentes» empresariales. Las organizaciones gremiales y sectoriales no son gestoras autónomas de propuestas. En las comunidades no se toman decisiones consensuadas sobre, por ejemplo, poner alumbrado público o arreglar una escuela. No hay leyes municipales que den cuenta de un diseño de políticas y normas de acuerdo con las condiciones específicas de cada territorio. ¿En qué porcentaje de los hogares cubanos se colegian las decisiones?

Lo mismo vemos en las escuelas, ¿cuándo los y las estudiantes participan en la creación del reglamento escolar o en la definición curricular (incluso, qué cantidad de docentes lo hacen)? La participación política real, en los espacios cotidianos de vida, no está en la mira educativa de la sociedad cubana, de ahí que existan altos y peligrosos niveles de despolitización en la sociedad, en general, y en la juventud, en particular. Lo complejo del tema es que de la política siempre se ocupa alguien, pero no todo el mundo se ocupa de esta.

Para asegurar la participación tengo una respuesta básica: educar para ella, desde la casa hasta el Estado. Que la gente ejerza poder individual y colectivo en su vida cotidiana. No se aprende a participar si no se participa, lo que implica, de a poco, devolver la política a la sociedad que, dicho sea de paso, es el lugar que le corresponde en el socialismo. La politización de la sociedad en general, y de los y las jóvenes en particular, es un desafío cultural solo alcanzable en un largo proceso de aprender a compartir el poder en todos los espacios de la vida cotidiana, privada y pública.

Julio A. Fernández Estrada: La despolitización no es propia, solamente, de la juventud es un derivado cultural de la modernidad, que trazó caminos de supuesta libertad, con teorías y conceptos que explicaban, por ejemplo, la necesidad de librarnos de la política, o de oponernos a ella, como ciudadanía libre frente al Estado Leviatán.

Ni el capitalismo en sus diferentes variantes de acomodo histórico, ni el socialismo de Europa del Este, de Asia o del Caribe, han podido eliminar el mal de la despolitización, en algunos casos por la desesperanza propia de los pobres en la economía de mercado, y en otros por la de los Estados absorbentes.

Hoy la política no se entiende como parte de la cultura, y esto es una gran derrota para el pueblo, la democracia, el socialismo, y la idea misma de civilización.

¿Cómo podemos aspirar a crear una sociedad socialista sin política, sin que la gente esté politizada? Pero la cuestión puede ser más difícil: ¿cómo politizar en un sentido socialista, sino mediante la práctica de la democracia, tan extraña en el mundo?, ¿qué politización se recoge de una siembra basada en el dogmatismo, en supuestos nada socialistas como la búsqueda de la incondicionalidad, todavía en uso? No hay nada, en la historia de los modelos sociopolíticos y económicos, más condicional que el socialismo. Nuestra gente, incluidos niños y jóvenes, deben aprender las miles de condiciones que debe cumplir el socialismo para ser tal, desde la justicia social, hasta la de la ley; desde la socialización de la riqueza, hasta la soberanía popular.

No se puede ser incondicional, en el socialismo, ni a la corrupción, ni al culto a la personalidad, ni al tráfico de influencias, ni al nepotismo, ni a la violencia, ni a la discriminación, ni al desarrollismo económico, ni a la guerra… por lo que nuestras condiciones son más, no menos.

Esto es un ejemplo de cómo se logra la despolitización desde una supuesta politización basada en lemas irracionales.

Luis J. Muñoz Quian: Muchos jóvenes no saben lo que está pasando en el país; no saben ni identificar a quienes lo dirigen. No quieren cargos. A partir de la labor de los trabajadores sociales, descubrimos que había miles de jóvenes sin vínculo laboral ni estudiando. A veces se quiere integrar a la juventud en cuestiones en las que esta no se siente implicada. No somos capaces de convencerla y atraerla, ni de estimularla.

Por otra parte, las personas mayores dicen: ya yo hice bastante, vamos a darle paso a la juventud. Pero es solo para quitarse tareas. No soy del criterio de que la juventud está perdida. Muchos jóvenes estudian medicina, cumplen misiones, hay mucha juventud en la ciencia, hay deportistas. El asunto no es solamente de los jóvenes; es un asunto que nos incumbe a todos.

Zuleica Romay: En el mundo interconectado y con estilos de vida cada vez más estandarizados en que vivimos, se realiza un gran esfuerzo para que la gente se desentienda a diario de la política y la identifique principalmente con los llamamientos electoralistas de los partidos. Lo que nos ofrece hoy buena parte de las industrias culturales y del entretenimiento es vivir en el mejor de los mundos posibles sin fijar posiciones que impliquen cambios en el statu quo. Por eso los indignados y los Ocupa Wall Street fueron noticia —una especie de fiebre, una anomalía del sistema—, y las mayores potencias industriales del planeta exhiben, como norma, bajos niveles de sindicalización.

Parte de nuestra gente, no solo los jóvenes, dedica un tiempo significativo al disfrute de series televisivas, espectáculos artísticos y deportivos, ropa de marca y equipos de tecnología digital, e interpreta el mundo a través de las redes de relaciones a las que pertenece. La despolitización o el desinterés en la política como ámbito de participación social son perceptibles en ciertos jóvenes, como resultado de un estado de cosas a escala global y de nuestras deficiencias al incentivar su participación en la evaluación de alternativas para resolver nuestros problemas esenciales. Pero esta nunca se produce en términos absolutos porque las sociedades modernas son, a su vez, comunidades articuladas por la política y sus infinitos modos de asociación. En nuestro caso, yo percibo una d e c l i n a c i ón d e l a e fe c t iv i d a d d e l o s m é t o d o s tradicionales de movilización política, y mayor selectividad de los ciudadanos sobre los asuntos y espacios de la política en que desean involucrarse.

En Cuba, después de 1959, cada generación ha vivido su épica: alfabetizando, cortando caña, combatiendo, exponiendo sus vidas para salvar a otros. Quizás debamos repensar esos desafíos, volcarnos con mayor ahínco hacia lo interno y detener la mirada en esos barrios donde la gente vive en condiciones difíciles, en las familias disfuncionales, en los ancianos que solo tienen el incentivo de compartir con personas de su generación. La práctica continuada de la solidaridad es una forma de hacer política, como lo es embellecer nuestro entorno, o aprender a cuidar el medio ambiente.

Las computadoras, el chat, las redes sociales, están construyendo un nuevo tipo de sociabilidad y cambiando el modo en que los ciudadanos —sobre todo los más jóvenes— perciben su lugar en el mundo y las formas de relacionarse con él. No comprender que se ha producido un cambio de época, depender solo de los procedimientos tradicionales de sensibilización y movilización, puede reducir nuestra capacidad de seducir, conquistar, activar.

Roberto Veiga: Existe cierta despolitización de la sociedad cubana. Las carencias que padecemos desde hace décadas han contribuido a que amplios sectores de la población, entre ellos muchos jóvenes, se aferren a buscar un mínimo de bienestar para su círculo familiar, en detrimento de la solidaridad social —aunque esta sigue siendo una virtud que nos caracteriza— y del compromiso con la comunidad. También ha favorecido el ensanchamiento del criterio, cada vez más compartido, de que el desempeño político no tiene que responder de manera verdadera al bienestar general, sino más bien a los intereses de quienes usufructúan el poder, y por ello resulta conveniente darle la espalda. No puedo afirmar que estas posturas caracterizan a la generalidad de la población, pero sí estoy convencido de que, lamentablemente, han sido incorporadas a la mentalidad de grandes segmentos sociales, y esto puede estar dañando al país.

Revertir esta realidad constituye otro de nuestros grandes desafíos. Para hacerlo hace falta trabajar, al menos, en tres grandes direcciones. La primera es garantizar el desarrollo de un modelo económico y social que asegure el mayor bienestar posible de todos y facilite así la disponibilidad de los ciudadanos para servir a la comunidad. La segunda, promover un espacio mucho más universal y profundo para el desarrollo de la espiritualidad, la cultura y la educación de toda la sociedad, para que, con ello, el compromiso social de la ciudadanía se encamine hacia la consecución de un pueblo que, cada vez más, ame la libertad responsable y se comprometa en la construcción de la justicia. La tercera, cincelar una estructura política —si se quiere socialista— que asegure a todos, y sobre todo a los más jóvenes, construir el país que desean.

Pienso que si avanzamos sustancialmente, al menos, en estas tres direcciones, quizás podamos conseguir un mayor compromiso de la ciudadanía, y en especial de los jóvenes, en la edificación de la Casa Cuba, esa bella metáfora que nos legara monseñor Carlos Manuel de Céspedes, y que ya pertenece a todos.

Carlos M. Vilas: La cuestión de la juventud excede a la política; todas las sociedades refieren el particularmente complejo reemplazo generacional y las posibilidades y condiciones de inserción de los jóvenes en el orden social, tanto en sus aspectos materiales como en los institucionales, culturales y simbólicos. ¿El lugar y el papel que el orden establecido ofrece a los jóvenes, coincide con el que estos aspiran para sí?, ¿es posible referirse a la juventud como si fuera un todo homogéneo?
En lo que toca a la participación política, en términos generales ella siempre guarda relación con el entusiasmo y las convicciones que el sistema político logra infundir en el pueblo. La participación implica dedicar tiempo, recursos, esfuerzos; algunos —los cuadros y militantes, por ejemplo— lo hacen por convicción, por un sentido del deber, por fe en la causa. Pero muchos lo hacen en función de un balance de los «costos» y los resultados materiales o simbólicos, o ambos, que esperan de ese involucramiento.

Es responsabilidad de la educación p olítica fortalecer las convicciones que impulsan a participar, pero a medida que los sistemas políticos se consolidan y se hacen rutina, la cosa deviene más compleja. Las dimensiones heroicas del pasado son vividas por las nuevas generaciones como derechos adquiridos, como algo que existe por default. El desafío es entonces cómo contrarrestar ese riesgo —especialmente frente al discurso predominante en las grandes cadenas de medios comerciales en relación con el carácter nocivo de la política, la corrupción de los políticos, etc.—; cómo volver a enamorar a los jóvenes con la política. Por otra parte, es necesario que las generaciones que ya tenemos un largo trayecto recorrido, con frecuencia en condiciones muy difíciles, reconozcamos el derecho de los jóvenes a concebir la política de maneras distintas a las nuestras, porque su realidad es diferente. Tenemos que preguntarnos si son los jóvenes quienes abandonan la política, o si es cierto tipo de política la que los expele.

¿Existe una dimensión de género en el quehacer político de dirigentes y dirigidos? ¿Cuál es su importancia práctica en el ejercicio de una política socialista?

Ricardo Alarcón de Quesada: Por supuesto que existe. Esa dimensión y todas las demás, porque socialismo es poner fin a toda forma de enajenación humana.

He conocido a muchas mujeres, jefas o compañeras mías, a las que mucho debo y de las que mucho he aprendido. La dimensión de género es vital aunque sea por el simple dato de que ellas son más de la mitad del total de nuestra población y son las que engendran y guían al resto. En términos de emancipación de la mujer y su pleno ejercicio de la igualdad con los hombres mucho se ha avanzado en Cuba, pero aún falta camino por recorrer. Y no debemos olvidar otras dimensiones como la racial, o étnica, ineludible para los cubanos.

Yuniasky Crespo: En materia de género, creo que es una de las cosas en las que más se ha avanzado, sin que aún estemos satisfechos. Si se compara la situación actual con la existente hace solo unas décadas será posible constatar que el salto es significativo, que los tabúes van desapareciendo, que se va haciendo más común la presencia femenina, con sus rasgos y su estilo, en los diferentes niveles de dirección del país. Por solo citar dos ejemplos, de los miembros del Consejo de Estado, 41% son mujeres, y en la propia UJC, en más de noventa municipios del país son mujeres las primeras secretarias. A mi entender, esos son pasos consolidados y en ascenso.

Ariel Dacal: Si la meta es que haya una representación equitativa de género en los espacios de dirección, se puede decir que la dimensión de género es un proceso presente en todos los niveles. Con mejores o peores resultados, ya es un lugar común referir este asunto. La importancia de esto es que se enriquece el derecho de las mujeres a una vida en igualdad con los hombres, una de las obras más sólidas del proceso político liberador en Cuba desde 1959. Ahora bien ¿se trata de iguales derechos para iguales relaciones? Si el objetivo es generar un tipo de relación social que desbanque modos excluyentes de administrar la política, entonces hay mucho por hacer. Si la cuestión, como lo entiendo, es una disputa entre comprensiones de la política y el poder en el socialismo, no es suficiente que surjan mujeres «dirigentes» reproductoras de la misma lógica del socialismo desde arriba. El diálogo, la construcción colectiva de las decisiones, el reconocimiento al derecho del otro, el sentido de servidor público de las personas en puestos de «dirección» no es un asunto de género, sino de cultura política. Si la justa dimensión de género no incluye esta perspectiva devela límites en la lucha contra las muchas inequidades que aún quedan por desbancar.

Julio A. Fernández Estrada: Hay una dimensión de género cuando se discrimina a una mujer o al género en sí mismo de forma total, no solo cuando se entiende de manera positiva, para luchar contra las zonas de discriminación que subsistan o dominen.

Por lo tanto, creo que nuestros dirigentes, hombres y mujeres, no se salvan de una visión y práctica discriminatorias en Cuba, en lo relativo al género; algunos, por su básico desconocimiento de lo inhumano e injusto de cualquier discriminación; y otros, porque han construido un aparato de conceptos que justifican las posiciones dominantes del hombre, aunque tales conceptos carezcan de peso científico actualizado.

La idea de un socialismo inclusivo, con todos y para el bien de todos, como Martí pensó la República, es difícil de instaurar en ambientes de subdesarrollo político o despolitización. Por eso, la práctica del disentimiento, la construcción de consensos, la cultura de la ley que iguala, es extraña en sociedades donde se ha entronizado la arbitrariedad, la irracionalidad, la impunidad, el autoritarismo.

Aspirar a que nuestro pueblo no sea homofóbico, machista o racista, o que tenga responsabilidad cívica con la limpieza de las ciudades, no es muy realista, sin antes pasar por el esfuerzo colectivo de practicar la democracia, la discusión, el control político, la rendición de cuentas, la revocación, como ejercicio de desarrollo ciudadano de cualquier pueblo. En estos ambientes es más propicio que se naturalicen las ideas más revolucionarias, justas, inclusivas; que se discutan, que se comprendan, que se asuman como propias tanto por el obrero como por el intelectual.

Luis J. Muñoz Quian: Me parece que la mujer es inteligente en la dirección. Las tenemos en actividades tradicionalmente masculinas, como la recogida de desechos o manejando un camión. Pero eso no significa que haya que poner mecánicamente a la mujer en todo, como para demostrar algo. Su integración ocurre indiscutiblemente en todas las esferas del país. No es una cuestión de estadísticas, sino de conocimiento, aptitud, capacidad y resultados del trabajo de las personas, sean mujeres u hombres.

Zuleica Romay: Aprecio que empieza a articularse esa voluntad. Se manifiesta en la presencia balanceada de hombres y mujeres en los diferentes niveles de dirección, en el resquebrajamiento de los prejuicios respecto al posicionamiento político de aquellos que no son heterosexuales, en una reducción de los epítetos sexistas en los espacios públicos, y en la paulatina aceptación de la diversidad, no como una manifestación de «tolerancia» sino como muestra de respeto al libre albedrío de los demás.

No creo que esa dimensión se haya entronizado y asentado aún en la cotidianidad política porque venimos de una cultura patriarcal que se hizo hegemónica a lo largo de cuatro siglos; una cultura que estigmatiza la homosexualidad, y entiende la transexualidad como una impudicia, e inferioriza a la mujer.

Y aunque casi nadie se refiere ya al hombre (y la mujer) nuevos, y algunos tratan de ridiculizar esa metáfora guevariana, el socialismo necesita de un ser humano distinto, nuevo respecto a la herencia cultural precedente. Alcanzar ese ideal pasa por asumir un enfoque de género en nuestras relaciones sociales, incluida la política.

Roberto Veiga: En el último medio siglo la sociedad c u b a n a h a v i v i d o u n p ro c e s o i mp o r t a nt e d e reivindicación que ha intentado colocar a la mujer y al hombre en igualdad de condiciones, incluso en la política. Son innumerables los ejemplos del acceso de las cubanas al desarrollo cultural, educacional y profesional, y del protagonismo social que ellas han ido consiguiendo. La igualdad de género está garantizada de forma legal, y los mecanismos políticos establecidos, con sus límites generales, ofrecen igual espacio al hombre y a la mujer. También resulta significativo cuánto se ha avanzado en este sentido en nuestro imaginario, en nuestra cultura.

El problema más grave que atenta contra dicha igualdad se asienta en las deficiencias económicas, en las carencias materiales, que colocan a la mujer cubana en una situación de desventaja, al padecer demasiada precariedad para cumplir con las responsabilidades familiares y hogareñas que tradicionalmente asume. Si conseguimos garantizar el desarrollo de un modelo económico y social que asegure un bienestar creciente y sustentable, las mujeres estarán casi en plenitud de condiciones para un protagonismo, social y político, muchísimo mayor.

El asunto del papel del dirigente político en Cuba y de las relaciones entre este y la ciudadanía, resulta un tema álgido que no debemos postergar en el diálogo nacional y en la concreción de nuevos modelos, so pena de dañar el presente y afectar el futuro. Trabajemos todos por consensuar el mejor paradigma y por incorporar una praxis consecuente con este.

Carlos M. Vilas: Creo que sobre esto ya no caben dudas honestas. La cuestión es más bien la de las condiciones que hacen posible una efectiva igualdad de género en todas las dimensiones de la vida —no solo en la política—, por lo tanto depende de la transformación de las prácticas y las representaciones individuales y colectivas, y del entramado institucional. De lo contrario nuestras democracias, sobre todo si son o aspiran al socialismo, y nuestros socialismos, sobre todo si son o aspiran a la democracia, siempre andarán con una pata coja. 

Fuente: Temas 78


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