Por Bob Davis. WSJ
En un viaje a China en 2009, subí a la cima de una pagoda de 13 pisos en el centro industrial de Changzhou, no muy distante de Shanghai, y observé los alrededores. Las grúas de construcción se extendían por el horizonte contaminado por la polución, que lucía amarillo a la luz del sol. Mi hijo Daniel, que dictaba clases de inglés en una universidad local, me dijo, “el amarillo es el color del desarrollo”.
Durante mi estadía en Beijing a partir de 2011 como corresponsal de The Wall Street Journal, China pasó a ser el país que más comercia en el mundo, dejando atrás a Estados Unidos, y se convirtió en la segunda economía del planeta, sobrepasando a Japón. Los economistas dicen que sólo es cuestión de tiempo para que China se convierta en la mayor economía del mundo.
Durante este período, el Partido Comunista designó un nuevo y poderoso secretario general, Xi Jinping, que se autoproclamó como un reformador, lanzó un plan de 60 puntos para transformar la economía del país e inició una campaña para extirpar la corrupción.
La campaña, tal y como me señalaron sus partidarios, asustaría a los burócratas, los políticos locales y los ejecutivos de las megaempresas estatales —la “santa trinidad” de los intereses creados— y los llevaría a respaldar los cambios impulsados por Xi.
Entonces ¿por qué, al irme de China después de casi cuatro años, soy pesimista sobre su futuro económico? Cuando llegué, el Producto Interno Bruto (PIB) se expandía casi 10% al año, como había ocurrido durante casi 30 años: un logro sin precedentes en la historia económica moderna. El crecimiento se ha desacelerado a cerca de 7% al año. Los empresarios occidentales y los economistas internacionales que trabajan en China advierten que las estadísticas oficiales del PIB son confiables sólo como un indicador de dirección y la flecha apunta claramente hacia abajo. Los grandes interrogantes son hasta dónde y a qué velocidad.
Mi propia cobertura sugiere que somos testigos del final del milagro económico chino. Estamos viendo exactamente cuánto depende el éxito chino de una burbuja inmobiliaria impulsada por la deuda y de gastos influenciados por la corrupción. Las grúas de construcción no son necesariamente un símbolo de vitalidad; también pueden ser una señal de una economía fuera de control.
La mayoría de las ciudades que visité están rodeadas de inmensos complejos de departamentos vacíos cuyas siluetas se pueden apreciar sólo en la noche gracias a las luces parpadeantes de los pisos más altos.
Estuve particularmente consciente de esto en los viajes a las llamadas ciudades de tercer y cuarto nivel; es decir, las alrededor de 200 ciudades con poblaciones que van desde 500.000 a varios millones de habitantes, que las personas de Occidente rara vez visitan pero que representan 70% de las ventas de propiedades residenciales.
Desde la ventana de mi hotel en la ciudad de Yingkou, en el noreste del país, podía divisar edificios de departamentos vacíos a lo largo de kilómetros y apenas un puñado de autos transitaba por las calles. La escena me hizo pensar en el resultado de una detonación de una bomba de neutrones: las estructuras seguían de pie, pero no había nadie a la vista.
En Handan, un centro siderúrgico a 480 kilómetros al sur de Beijing, un inversionista de mediana edad, aterrorizado de que una constructora local no pudiera cumplir los pagos de intereses prometidos, amenazó a mediados del año pasado con suicidarse de forma dramática. Tras escuchar historias similares de desesperación, los funcionarios de la ciudad recordaron a los habitantes que es ilegal saltar del techo de los edificios, afirmaron inversionistas locales. Las autoridades de Handan no respondieron a pedidos de comentarios.
Durante los últimos 20 años, los bienes raíces han sido un motor del crecimiento económico. A finales de los años 90, el Partido Comunista permitió que los residentes urbanos fuesen propietarios de sus viviendas y la economía se disparó. Los chinos inyectaron los ahorros de sus vidas en el mercado inmobiliario. Industrias relacionadas como el acero, el vidrio y los electrodomésticos se expandieron tanto que los bienes raíces pasaron a ser una cuarta parte del PIB de China, y tal vez más.
El auge inmobiliario se financió con deuda. Hace unos meses, el Fondo Monetario Internacional indicó que en los últimos 50 años, apenas cuatro países acumularon deuda tan rápido como China lo hizo en los últimos cinco años. Los cuatro —Brasil, Irlanda, España y Suecia— sufrieron crisis bancarias dentro de los tres años que siguieron a su meteórico crecimiento crediticio.
China siguió el libreto de Japón y Corea del Sur de utilizar las exportaciones para salir de la pobreza. Pero la inmensa escala de China se ha convertido en una limitación. Como el mayor exportador del mundo, ¿cuánto crecimiento necesita del comercio con EE.UU. y, especialmente, Europa? ¿Debe orientarse hacia una economía basada en la innovación? Ese es lo que quieren todas las economías avanzadas, pero los rivales de China poseen una gran ventaja: sus sociedades fomentan el pensamiento libre.
Al dialogar con estudiantes universitarios, les preguntaba sobre el futuro. ¿Por qué, me preguntaba, en una economía con un potencial aparentemente ilimitado, tan pocos optaban por ser emprendedores? Según investigadores en EE.UU. y China, los alumnos de ingeniería en la Universidad de Stanford eran siete veces más propensos a trabajar en startups que sus pares en las universidades de élite de China.
¿Logrará la campaña de Xi revertir, o al menos contener, la desaceleración de la economía? Tal vez. Esta sigue la receta típica de los reformadores chinos: reestructurar el sistema financiero para alentar la toma de riesgos, desmantelar los monopolios y otorgar un rol más protagónico al sector privado y depender más del consumo interno.
No obstante, incluso los líderes chinos más poderosos afrontan escollos para ejecutar su voluntad. El plan del gobierno para resolver un problema sencillo sirve de ejemplo: reducir un exceso de producción de acero en Hebei, la provincia que rodea a Beijing. Hebei produce el doble de acero crudo que EE.UU., pero China no necesita tanto acero. Xi intervino al advertirles a los funcionarios locales que ya no serían evaluados únicamente según el crecimiento del PIB; el cumplimiento de los objetivos ecológicos también sería tomado en cuenta.
A finales de 2013, Hebei llevó a cabo la llamada “Operación Domingo”. Los funcionarios enviaron escuadras de demolición para destruir altos hornos, un espectáculo digno de los noticieros. Pero las acerías destrozadas habían estado inactivas durante mucho tiempo y su destrucción no afectó la producción. Hoy, la industria acerera se encamina a un nuevo récord de producción.
En China aprendí que el amarillo no es sólo el color del desarrollo. También es el color del ocaso.
—Esther Fung y Lingling Wei contribuyeron a este artículo.
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