Por Stephanie Seguino
Las vastas diferencias en cuanto a ingresos y bienestar, es decir, la desigualdad económica entre individuos, hogares y grupos sociales, están en conflicto con el objetivo de una prosperidad económica ampliamente compartida. Por ejemplo, la desigualdad de género está vinculada a la que afecta a las mujeres en cuanto al poder de negociación en el hogar y en los puestos remunerados que ocupan. Esto tiene efectos negativos en su capacidad de actuación y en el bienestar de los niños. Tal desigualdad irradia y produce daños a nivel de toda la economía. Además, las políticas macroeconómicas que dan por resultado incrementos en el empleo de las mujeres a expensas del de los hombres pueden provocar un conflicto de género que también socava el bienestar de la sociedad.
El presente trabajo explora los más notables resultados, en cuanto al bienestar, del conjunto de políticas macroeconómicas puestas en funcionamiento desde principios de los 70, hoy llamadas neoliberalismo.
El presente trabajo explora los más notables resultados, en cuanto al bienestar, del conjunto de políticas macroeconómicas puestas en funcionamiento desde principios de los 70, hoy llamadas neoliberalismo.
Las raíces de la desigualdad actual y el estancamiento económico global
A menudo las personas se refieren con nostalgia a los años que median entre 1945 y 1973 como la «era dorada del capitalismo». Fue un período de bajos niveles de desempleo, combinados con ciclos apacibles en los negocios, que brindaron ingresos relativamente estables. Existían entonces programas de seguridad social y seguros que se erigieron en respuesta al caos económico que indujera la Gran depresión. Por lo general, los gobiernos se mostraban dispuestos a reglamentar los mercados —sobre todo el sector financiero—con vistas a brindar, a todo lo ancho de la sociedad, condiciones para la estabilidad y la generación de empleos. Parecía, en verdad, que las políticas que permitían una redistribución de los ingresos en beneficio de los hogares de bajos niveles de ingresos también estimulaban el crecimiento económico, al menos en los países industrializados. A esta relación en la que todos ganan se le puede nombrar «crecimiento guiado por la equidad». Sin embargo, dicho período no fue significativo en cuanto a un mayor grado de igualdad intraclasista en lo relativo a los salarios entre mujeres y hombres o —en los Estados Unidos— entre negros y blancos.
También existe evidencia de un crecimiento económico relativamente rápido en países recién independizados, con incrementos en la calidad de vida, debidos en parte a los gastos públicos en infraestructura social y física que mejoraron la salud y la educación.
Si bien en las últimas décadas los gobiernos habían tomado medidas para promover la seguridad económica y calmar la volatilidad de unos mercados que de otro modo habrían sido erráticos, su papel estaba siendo impugnado cuando la crisis petrolera de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). A partir de entonces, comenzó a surgir un cambio en la política macroeconómica, que ponía énfasis en la eliminación de las reglamentaciones de los mercados. El neoliberalismo tenía como objetivo central la reducción del papel y el alcance del gobierno, arguyendo que un sector privado no reglamentado es más eficiente. Los dogmas centrales de las políticas neoliberales han incluido la liberalización en varias esferas (el comercio, la inversión, las finanzas y las tasas de cambio) y la disciplina fiscal; es decir, las restricciones a los gastos deficitarios del gobierno, incluso en tiempos de crisis económica.
El aumento de la desigualdad ha permitido a las élites económicas utilizar su fuerza política para incrementar aún más su riqueza, la cual, a su vez, las ha ayudado a garantizar influencia política. Ello tuvo como resultado que los gobiernos encaminasen las rentas económicas (ganancias no ganadas) en dirección a ellas. Dos muestras evidencian la influencia del poder económico sobre el Estado para que este actúe a favor de las élites. Una de ellas es la mayor porción de los ingresos que van a parar a manos del 1% más rico de la población, desde los 70.[1] A pesar de la extensa devastación que han sufrido las familias con la crisis financiera, los poderes económicos han bloqueado la aprobación de reformas significativas que evitarían, o al menos reducirían, dichas crisis en el futuro.[2]
El segundo ejemplo es el poder ampliado de las corporaciones, como consecuencia de la firma del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (ADPIC) en 1994. Antes, las empresas farmacéuticas en cierto número de países poseían patentes sobre medicamentos, como los antirretrovirales para el VIH-SIDA, por un período de diez años. El control de la patente confiere en esencia los derechos monopólicos para la venta de un producto, lo que induce una subida de los precios y de los beneficios corporativos. ADPIC extendió los derechos sobre las patentes a veinte años para una variedad de productos, incluidos medicamentos esenciales. Aunque presumiblemente su intención era estimular la investigación, este Acuerdo convirtió en ley un mayor poder monopólico, contrario al argumento neoliberal de que se requiere la liberalización para promover la competencia y la eficiencia. El creciente poder de las élites económicas se refleja en la capacidad de cabildeo de las corporaciones multinacionales. El incremento de su habilidad para extraer beneficios ha operado a expensas de los pobres en los países en desarrollo. El acceso a medicamentos esenciales para salvar vidas se ha vuelto cada vez más caro, sobre todo para los pobres y los carentes de seguro médico.[3]
Tendencias en la desigualdad y el bienestar
Los partidarios del neoliberalismo arguyen que el incremento de los ingresos per cápita proveerá los medios para un mejoramiento de los niveles de vida y un crecimiento de los ingresos que los gobiernos podrán dedicar a las inversiones sociales. Sin embargo, el «cambio de régimen» neoliberal ha fracasado en cuanto a conseguir las mejoras que predecía. En lugar de ello, la nueva agenda macroeconómica trajo consigo la Era Plúmbea, un período de crecimiento económico más lento, ampliamente difundido —una de cuyas excepciones es el número de economías asiáticas que se negaron a adoptar en su totalidad el paquete de las políticas neoliberales—, de presión a la baja en los salarios y un dramático incremento de la desigualdad.
Por su parte, el Producto Interno Bruto (PIB) y otras mediciones de ingresos son a veces criticados con el argumento de que para comprender mejor las tendencias en el bienestar deberíamos medir los objetivos mismos y no los ingresos. Existen dos mediciones de bienestar útiles para dibujar un cuadro sobre el progreso global: 1) los índices de mortalidad infantil y 2) la correlación de las hembras respecto a los varones en la población. Las tendencias respecto al primer punto brindan alguna información sobre el nivel de las inversiones públicas en la infraestructura social (salud, educación, servicios de cuidado de menores, etc.); los efectos secundarios (positivos o negativos) del crecimiento económico sobre la salud; y, de manera más general, la distribución del poder político y, por ende, de los recursos.
El segundo punto es un buen indicador sustituto de tendencias en cuanto al grado de igualdad de género. Refleja cómo la sociedad valora a las hembras. La correlación puede estar por debajo de las esperadas desde el punto de vista biológico (a grandes rasgos, 102,5 hembras por cada 100 varones en los países en desarrollo y 105 por cada 100 en los industrializados) como resultado de inversiones diferenciadas en la nutrición y la salud de las niñas y los niños, el poder de negociación de las mujeres en el hogar y los abortos selectivos según el sexo, que favorecen un género en detrimento del otro.
Si analizamos el descenso anual promedio de los índices de mortalidad infantil para los períodos 1961-1980 (a grandes rasgos, el anterior a la globalización); 1981-2005 (el de esta en vías de expansión) y 2006-2013 (la globalización tardía y la crisis financiera), concluiríamos que, para todos los grupos de ingresos del mundo, el mejoramiento se desaceleró en el período neoliberal 1981-2005; en algunos casos dramáticamente, aunque permaneció estancado en los países de bajos niveles de ingresos. En naciones con niveles medios, por ejemplo, la cifra descendió de 2,9 en el primer período, a 1,5 en el siguiente.[4]
Los índices de mortalidad infantil continuaron descendiendo entre 2006 y 2013, salvo en los países de bajos ingresos, donde la disminución es apenas modesta en relación con el primer período. No obstante, los países pobres altamente endeudados han acusado una reducción anual promedio mayor en esos índices en la etapa más reciente. El optimismo que esto pudiera generar resulta contrarrestado por la continua desaceleración en la reducción de ello en naciones de ingresos medios que han sido testigos de un crecimiento impresionante a lo largo de los últimos veinticinco años.
También el avance en dirección a la igualdad de género parece haberse afectado durante el período neoliberal si se mide la cantidad de hembras con respecto a los varones. En sentido general, el número de mujeres, en comparación con los hombres, ha descendido en la mayoría de los países y regiones del mundo. Excepciones de esa tendencia son los países de ingresos medios y medio superiores. Sin embargo, estos han experimentado el más rápido crecimiento, y por ende el incremento de la población femenina con respecto a la masculina para este período es sorprendentemente mínimo.
No obstante, el período de globalización ha conducido a ampliar el acceso relativo de las mujeres al empleo, medido por las correlaciones de este indicador en ambos géneros con respecto a la población. Debe observarse que esta es una medida incompleta de bienestar, puesto que nada dice sobre la remuneración, la calidad del empleo, los beneficios asociados y la estabilidad de ingresos que se ofrecen. Aun así, se puede explorar tendencias a lo largo de dicho período. Como era de esperar, la razón empleo femenino/masculino ha ascendido desde 1991 (el año más temprano para el cual los datos están disponibles en un conjunto de estadísticas internacionalmente comparables). Esto se debe a que el proceso de globalización eleva tanto la movilidad del producto como la de la empresa y por ende la competencia de precios. Las empresas se hallan bajo presión para procurarse fuerza de trabajo de menor costo y la encuentran en forma de trabajadoras. Además, en ciertas regiones, la competencia global ha conducido a un descenso de puestos de trabajo en sectores tradicionalmente dominados por los hombres —como la manufactura—, y mujeres y hombres han ido a apretujarse en el sector de los servicios. Esta es un área amplia y heterogénea, y no puede decirse que muchos trabajadores registrados como empleados del sector ocupen un empleo bien retribuido, sino que se encuentran más bien residualmente desempleados. De ahí que el índice de empleo sea insuficiente por sí solo como medidor de bienestar.
Según las estadísticas sobre las correlaciones de empleo para hembras y varones (M/H) con respecto a población, en 177 países, para los años 1991 y 2010, las brechas de género se están cerrando. La más baja en 1990 fue de un mero 9,8%, en Jordania, mientras que, en 2010, era de 14,8%, en Siria. En la abrumadora mayoría de los países, esa razón seguía estando, en 2010, muy por debajo de la paridad. Solo cuatro países la habían alcanzado para entonces: Malawi, Ruanda, Burundi y Mozambique. La mayoría de los avances se han conseguido en Estados que comenzaron a partir de correlaciones muy bajas, lo cual sugiere que el progreso se ha atascado en aquellos que ya tenían mayor igualdad de género en el empleo en 1991.[5]
Resulta útil conocer si los avances en la correspondencia M/H han sobrevenido a expensas del empleo masculino; un desenlace que puede ser conflictivo en el terreno del género a nivel del hogar y de la sociedad. En 70% de los ciento cuarenta países en los que tal relación ha ascendido entre 1991 y 2010, los índices de empleo masculino se han desplomado.[6]
Existen importantes razones para preocuparse por este fenómeno, como impedimento a la igualdad de género. Las investigaciones indican que, en las recesiones, la pérdida de empleos masculinos desencadena un incremento de la violencia doméstica.[7] Nata Duvvury y sus colaboradores han demostrado el costo nada banal de esta en Viet Nam, tanto para los individuos como respecto al PIB. En 2010, los gastos reembolsables —como ingresos y costos médicos y legales— sumaron 1,4% del PIB, al tiempo que las pérdidas de productividad —las mujeres que son objeto de abusos ganan 35% menos que las demás— significaron 1,78% del PIB.[8] Por lo tanto, sería difícil caracterizar las correlaciones M/H más altas en los países en los que los índices de empleo masculino han descendido como un éxito o un movimiento en dirección a la igualdad de género. En la medida en que dichas tendencias son de hecho conflictivas en el terreno del género, resultan insostenibles, al menos en el mediano plazo y hasta que las normas de masculinidad referidas a los papeles del varón mantenedor de la familia cambien y se adapten.
Liberalización financiera vs. igualdad de género y bienestar
Debido a su papel central en la expansión de la desigualdad y del deterioro concomitante del avance en el mejoramiento del bienestar, el impacto de la liberalización financiera merece más atención en lo que contribuye al retraso del logro de un bienestar ampliamente compartido. Sus implicaciones de género son importantes, puesto que las mujeres y los hombres a menudo resultan afectados de modos distintos por la sacudida macroeconómica. En promedio, las mujeres tienen menos ahorros y posesiones con los cuales hacer frente a la crisis económica, y mayor probabilidad de hallarse en empleos inseguros y carentes de beneficios o protección social.
Muchos años atrás, el economista John Maynard Keynes advirtió sobre las crisis y la inestabilidad creadas por la liberalización económica, y subrayó la tendencia a la irracionalidad en la toma de decisiones y los incentivos contumaces que contribuyen a la manipulación por parte de los controladores de la economía. El desplome en 1929 de la bolsa de valores y la Gran depresión fueron dolorosos ejemplos de ello. Los gobiernos aplicaron una serie de reglamentaciones financieras a raíz de esa catástrofe, incluidos los controles sobre el capital y la adopción de tasas de cambio fijas. Tales medidas tenían por objetivo mantener la salud del sector financiero y prevenirse contra los excesivos riesgos de sus instituciones. También permitieron a los países utilizar la política fiscal y monetaria para manejar el nivel de la actividad económica e impedir la excesiva volatilidad de los precios, incluidas las tasas de cambio.
Tras un período relativamente largo de estabilidad después de la Segunda guerra mundial, la década de los 70 fue testigo del comienzo de la desreglamentación financiera en el norte del globo terráqueo. En los Estados Unidos, sus raíces se vinculaban a la ruptura del acuerdo de Bretton Woods, lo que resultó en el paso de tasas de cambio fijas a flexibles, y ello exacerbó las fluctuaciones de precios. La inflación hizo descender las tasas de interés reales (ajustadas según la situación), y esto indujo a las empresas financieras a hallar formas de burlar las regulaciones que limitaran sus oportunidades de conseguir ganancias.
Los reglamentadores gubernamentales y los que trazaban las políticas parecían listos para ratificar los deseos del sector financiero. Los Estados Unidos desempeñaron un papel de liderazgo en ese cambio, puesto que sus políticas respecto a este sector son a menudo utilizadas como modelo por otros países. A la altura de 1999, un elemento de envergadura de la legislación norteamericana, la Ley Glass-Steagall, de 1933, había sido destrozado, gracias al intenso cabildeo del sector financiero. Como consecuencia, se facilitó la participación de los bancos comerciales en actividades especulativas, con lo que se expuso el sector financiero a un mayor grado de volatilidad y riesgo, de efectos potencialmente desastrosos para la economía real, es decir, el sustento, los empleos y los ingresos de las personas.
Marchando al mismo paso que el surgimiento de las políticas y tendencias económicas neoliberales dirigidas a la desreglamentación en los Estados Unidos, países de todo el planeta fueron eliminando cada vez más las restricciones a la movilidad del capital, lo que facilitó que los poseedores de riquezas movieran dinero allende las fronteras. Estos se hallan ahora relativamente libres para «ir de compras» por el mundo en busca de los más altos índices de ganancias para sus inversiones, con poco o ningún control sobre su comportamiento especulativo. Los neoliberales justifican lo anterior con el argumento de que liberar el sector financiero permitirá que los capitales fluyan a las inversiones que rindan las más altas ganancias; consideran, además, que ello equivale a la eficiencia de la inversión. Es decir, el capital será atraído, como a un imán, hacia los ganadores, lo que se medirá en elevadas utilidades para las inversiones, y rehuirá los proyectos nada lucrativos de bajo rendimiento.
Un defecto en este análisis es la incapacidad de sus defensores para diferenciar las inversiones especulativas de las productivas que inducen innovaciones. Las primeras son desestabilizadoras y costosas para quienes no obtienen una tajada de las ganancias; las últimas producen efectos beneficiosos de derrame al resto de la economía por la vía de elevar potencialmente el crecimiento de la productividad y, por ende, de los ingresos.
En la misma medida preocupa y resulta perjudicial el incremento del poder de negociación de los detentores de riqueza frente a los gobiernos. Libres para merodear por el planeta, juegan a oponer a un país hambriento de capital a otro, con frecuencia exigiendo concesiones tales como recortes de los impuestos que aumenten sus ganancias. Pero su comportamiento impone enormes costos sociales. En primer lugar, los detentores de la riqueza prefieren índices bajos de inflación, pues estos garantizan que las ganancias de las inversiones ajustadas a ella sean elevadas, lo cual equivale a decir que crecen las derivadas de la posesión de dinero.
Cuando se desreglamentan las finanzas, los países que compiten para atraer al consorcio de capital global se ven obligados a calmar los temores de inflación, aunque estos sean irracionales. Para ello, los bancos centrales han adoptado políticas de fijar objetivos de inflación, en muchos casos intentando mantenerla cerca de cero. Esa meta forzosamente reduce la flexibilidad de los bancos centrales para utilizar la política monetaria con vistas a garantizar niveles adecuados de empleo, en vez de aumentar las ganancias de los detentores de riqueza.
Con el fin de disminuir la inflación, dichas instituciones elevan las tasas de interés, con lo cual causan un alza en el costo de los préstamos. De ahí resulta que a los negocios —en especial las empresas pequeñas— y a los hogares se les hace más costoso obtener préstamos. El efecto neto de tasas de interés más altas es causar que se desacelere o se vuelva negativo el incremento de los empleos y del crecimiento económico.
En términos de sus efectos sobre el empleo, los economistas denominan al costo de cortar la inflación «correlación del sacrificio», entendido este último como el sustento de las familias de niveles bajos y medios de ingreso para beneficio de los detentores de riqueza. En resumen, los costos de reducir las presiones inflacionarias mediante la política monetaria son los empleos y los sustentos de las personas corrientes, lo cual empeora la distribución de la riqueza y de los ingresos.
Este escenario tiene efectos perjudiciales sobre la habilidad de una familia de proveer para sus miembros. La viabilidad de las pequeñas empresas, incluidas las firmas de autoempleo del sector informal, sufre igualmente, porque cuando existe penuria laboral, pocas personas tienen ingresos para gastar en bienes y servicios.
En cierto número de países, las mujeres padecen, de manera desproporcionada, escasez de empleo, en parte porque las normas de género designan a los hombres como los legítimos «sostenedores de la familia». De hecho, los datos correspondientes a 2005-2008 del World Values Survey, para una muestra de sesenta y cinco países, descubrieron que 36,2% de los encuestados concuerda con la frase manida de que «cuando escasea el empleo, los hombres tienen más derecho que las mujeres a este».[9] Ellas, además, se encuentran concentradas, desproporcionadamente, en trabajos contingentes, por lo cual son más vulnerables a la pérdida de empleo durante las desaceleraciones económicas.
Por otra parte, la liberalización tiene un impacto negativo sobre los gastos gubernamentales, y por ende sobre la política fiscal. Para incrementar su credibilidad ante los detentores de riqueza, muchos gobiernos se han visto obligados a reducir los déficits de sus presupuestos, vinculados a la inflación potencial por los dueños de la riqueza. De nuevo, el lazo puede ser real o imaginario. En efecto, debido a la liberalización financiera, los detentores de poder han ganado potestad de veto (antidemocrático) sobre la política fiscal y monetaria de un país y, por extensión, sobre las posibilidades de crecimiento a largo plazo.
Al margen del efecto sobre el acceso al empleo remunerado, las consecuencias de las crisis sobre las mujeres —y la actual no es una excepción— son particularmente evidentes en el trabajo no remunerado. En la medida en que se desploman los ingresos familiares y se cortan los servicios públicos, las familias tienen que movilizarse para brindar servicios de cuidados que antes se compraban en el mercado —comidas preparadas— o las brindaba el gobierno —ayudas de atención a la salud en el hogar. Esas tareas tienen marca de género: debido a que las mujeres, en su mayoría, se ocupan de ello, la carga de su labor ascenderá de manera desproporcionada en tiempos de crisis económica.
Tal como observa la economista Sharmika Sirimane:
Cuando las sociedades se hallan en peligro de desplome, por ejemplo, durante desórdenes económicos severos como los sufridos por algunos países asiáticos en 1997, hay evidencia de alzas significativas en las tasas de suicidio y de criminalidad, en el abuso y la violencia contra las mujeres y en las tensiones étnicas [...] Las mujeres acarrean lo peor de las consecuencias sociales.[10]
Este resumen de los efectos de las políticas neoliberales en la distribución de los ingresos de los ciudadanos corrientes subraya que limitarse a apretar el botón para volver a arrancar la economía no dará resultados. Eso está claro. Pero ¿qué viene después? Los rasgos claves de una agenda de políticas para rectificar los efectos negativos de la crisis económica global son: poner el foco de la mira en las políticas de pleno empleo; aumentar la disponibilidad de crédito a los que se hallan en desventaja para crecer, incluidos los agricultores, las mujeres y las minorías étnicas; y tratar de resolver el problema de la distribución desigual de los ingresos que ha conducido a una insuficiente demanda.
Estrategias alternativas
El sector financiero es un propósito instrumental para las políticas que apunten a conseguir las metas de pleno empleo, crecimiento y estabilidad económicos, distribución equitativa de ingresos y riqueza. Numerosos economistas progresistas tienen mecanismos detallados para volver a reglamentar dicho sector. El objetivo de sus propuestas es amortiguar la tendencia al surgimiento de bancos demasiado grandes para quebrar, y limitar el riesgo de quiebra del sistema, por ejemplo, pánicos bancarios y burbujas de activos —como la de las empresas «.com» en los 90 y la del mercado inmobiliario en los 2000.[11] Pero se requiere aún más para promover el bienestar y la igualdad de género. Una cualidad clave en cualquier política semejante sería desplazar los incentivos que alientan las actividades financieras especulativas en dirección al apoyo para inversiones pasivas de largo plazo. También hemos de lidiar explícitamente con la mala distribución del crédito.
Los bancos centrales como locomotoras del crecimiento del empleo
Durante la era neoliberal, los bancos centrales abandonaron su papel promotor del crecimiento de los empleos y la generación de sustento. En lugar de ello, su foco de atención, al fijar metas para la inflación, ha privado a grupos subordinados de un crédito sumamente necesario. Esos grupos, que a menudo traslapan, incluyen personas de color, mujeres, pequeñas empresas de trabajo intensivo y autoempleados. La reformulación del papel de los bancos centrales debería concentrarse en la creación de empleos y en el estímulo a la subsistencia. Con el fin de ampliar las oportunidades laborales, estas instituciones podrían utilizar una política monetaria expansiva, una labor bancaria para el desarrollo, y subsidios al crédito.
Para emprender este esfuerzo, los gobiernos tendrían que comenzar por esbozar los objetivos nacionales para la inversión. Un plan de una abarcadora labor bancaria para el desarrollo que priorice la expansión de los empleos en países con altos índices de desempleo podría incluir subsidios al crédito para la agricultura de pequeña escala, las empresas pequeñas y medianas y las de gran escala que puedan demostrar su habilidad para promover aumentos significativos de empleo en relación con sus gastos totales. Las empresas y cooperativas de mujeres podrían ser favorecidas para ese tipo de subsidios, y el costo para el presupuesto público sería limitado, teniendo en cuenta la trayectoria de estas, que es muy consistente en cuanto al pago de sus deudas. El conjunto de objetivos esbozados por el gobierno determinaría entonces la política crediticia del banco central.
Al respecto, una de las herramientas que podría utilizarse para alcanzar los objetivos de desarrollo del país es la combinación de las garantías gubernamentales de los préstamos con los requerimientos de cartera de activos, lo cual implicaría que los bancos encaminen cierto porcentaje de sus préstamos a actividades de objetivos priorizados. Dichas garantías inducen a los bancos a bajar sus tasas de interés, puesto que el gobierno ha accedido a absorber parte del riesgo. Tal disminución vuelve más accesible el préstamo para algunos solicitantes. Los beneficios sociales se logran cuando se encamina el crédito a actividades que estimulen la creación de empleos y eleven la productividad.
Técnicas de manejo del capital para la estabilidad económica
La liberalización financiera es una de las causas raigales de la creciente volatilidad económica de las tres últimas décadas. Los bancos centrales pueden ayudar a estabilizar sus economías mediante el uso de técnicas de manejo del capital que ayudan a reducir la variabilidad de los flujos financieros, especialmente los asociados a los de cartera de corto plazo o a los especulativos. Malasia constituye un buen ejemplo de los beneficios de aplicar controles al capital; gracias a ello fue uno de los primeros países en recuperarse de la crisis financiera asiática. Otros que han adoptado técnicas similares, con vistas a reglamentar los flujos de capital transfronterizos, y que han reglamentado a los bancos nacionales con respecto a las transacciones externas (o sea, con prestamistas extranjeros) son Chile, China, Colombia y Taiwán.[12]
Las técnicas de manejo del capital tienen aun otro beneficio. Los países en desarrollo han sido obligados a conservar, como consecuencia de la volatilidad, altos niveles de reservas extranjeras para asegurarse contra una crisis financiera. Las reservas drenan la economía porque restringen la capacidad de los gobiernos para gastar dinero de ayuda y préstamos en infraestructuras físicas y sociales requeridas para impulsar la economía doméstica, crear empleos e invertir en gastos que alivien la carga de cuidado que portan las mujeres. Los controles al capital ayudan a mitigar ese drenaje de la economía de recursos que le son necesarios.
Transacciones de capital, impuestos y seguros sociales
Un impuesto sobre las transacciones monetarias (ITM) muy pequeño puede brindar recursos para generar una reserva de fondos que utilizar para los seguros sociales. Esta fuente de financiamiento tiene varios beneficios. Globalmente, alrededor de tres billones de dólares se comercian diariamente en los mercados de cambio de divisas, y solo un porcentaje muy pequeño —menos de 5%—es para facilitar el comercio. Las transacciones especulativas de divisas incrementan la volatilidad financiera y macroeconómica, lo que impone costos a los hogares, que no son parte de ello, sobre todo en tiempos de crisis. Una segunda vía por la cual el cambio de divisas produce costos sociales es el nivel más alto de reservas de divisas extranjeras. Su costo de oportunidad, tal como se ha observado, es a grandes rasgos 1% del PIB, que pudiera gastarse en infraestructura social, para beneficio de los hogares pobres y, en particular, para reducir el fardo de cuidados no retribuidos de las mujeres.
Un ITM sería similar a un impuesto sobre la contaminación, en el sentido de que buscaría desalentar un comportamiento que puede tener efectos sociales negativos y cuyo precio no se contabiliza en el del comercio y, en cualquier caso, no es plenamente soportado por las partes comerciantes. El ITM ofrecería un freno al involucramiento en transacciones especulativas de corto plazo, y los cálculos de la respuesta del comercio a un gravamen modesto es del orden de –0,43. Sin embargo, uno tan bajo podría no reprimir los flujos transfronterizos de dinero, lo cual sugiere que esta opción debería ser adoptada en consulta con las técnicas de manejo de capital previamente mencionadas.[13] Los países ricos generarían el grueso de los ingresos por concepto de impuestos y, de manera más general, este sería altamente progresivo.
Los especuladores en divisas pueden evitar el impuesto reduciendo sus transacciones, respuesta que tendría efectos socialmente beneficiosos sobre las familias, en particular en las de ingresos bajos y medios, así como sobre las mujeres y las personas de color.
Los ingresos por concepto de impuestos generados de un ITM global podrían ser mancomunados y destinados a una variedad de propósitos de desarrollo, incluidas las inversiones públicas en agua y sanidad, un fondo global de seguros para responder a las restricciones presupuestarias de países en desarrollo en tiempos de crisis económica, así como a los Objetivos de desarrollo del milenio (ODM). Para establecerlo será necesaria la cooperación internacional y deberá encabezar la lista de las economías desarrolladas como medio para financiar los seguros sociales, perfeccionar la estabilidad macroeconómica y desalentar la actividad financiera especulativa improductiva, por la vía de pasarles los costos del seguro a los que crean un riesgo sistémico.
Tal impuesto podría ser una fuente útil de ingresos para poner en la mira gastos igualadores de géneros. Las propuestas para tasas de ITM varían de 0,005% a 0,25%, con lo que se generaría entre 35 000 y 300 000 millones de dólares, en ingresos por año. Se ha calculado que el costo del punto 3 de los ODM —referido a lograr la igualdad de género— y las intervenciones para «poner» al género en la corriente principal en países de bajos ingresos, sería de 47 000 millones de dólares anuales, con un flujo de gastos que se extendería por cinco años.[14] Esa cifra podría ser fácilmente financiada con un ITM, y los fondos restantes podrían ser utilizados para un capital global de seguros y otras inversiones en las que hubiera acuerdo en la infraestructura física y social de los países en desarrollo.
El papel del Estado en el mantenimiento del pleno empleo
La Gran depresión demostró que las economías capitalistas son inherentemente inestables y erráticas de un modo irracional. Desde entonces, las políticas keynesianas de manejo de la demanda han sido adoptadas como rutina por gobiernos de una amplia gama de inclinaciones políticas, al menos hasta los años 70. Dichas políticas implicaban «hacerle frente al vendaval»: durante los descensos económicos los gobiernos incrementaban los gastos en bienes y servicios para suavizar el golpe del desempleo y la recesión e, inversamente, cortaban los gastos gubernamentales durante los períodos inflacionarios cuando los gastos de las empresas y los hogares excedían la capacidad de la economía para producir. En los primeros, aumentan los déficits de los presupuestos gubernamentales, y durante los últimos, los excedentes se acumulan, lo cual permite que se vaya pagando la deuda nacional.
Se requiere una vuelta a esas políticas contra-cíclicas a escala global. Con certeza, los países industrializados no han tenido dificultades para adoptarlas en respuesta a la crisis actual porque tienen el espacio fiscal: la posibilidad para tomar prestado con el fin de gastar de modo deficitario debido a su credibilidad entre los prestamistas. Pero el FMI en particular se ha inclinado marcadamente hacia la dirección opuesta. En lugar de apoyar aumentos de los gastos gubernamentales en respuesta a los descensos económicos, ha impuesto reducciones presupuestarias en cierto número de países en desarrollo —Bosnia y Herzegovina, República del Congo, Djibutí, Ghana, Latvia y Mali, entre otros.[15]Aparte de la ironía de que esta es la política opuesta a la que se les permite adoptar a los países ricos, los costos en términos de servicios y empleos perdidos son dolorosamente elevados entre quienes tienen menos ahorros y valores para salir airosos de las tormentas económicas. Ponerle freno al FMI y atemperar su capacidad para consignar condicionalidades que asfixian el crecimiento —si no es posible eliminarlo—, y la recuperación tienen que ser parte de cualquier arquitectura económica global humana que emerja de esta crisis.
Pero ello no basta. El gasto gubernamental puede ser utilizado provechosamente para reducir las presiones inflacionarias, sobre todo en países en desarrollo en los que los orígenes del problema a menudo radican en cuellos de botella de la oferta, no en que los ciudadanos protagonicen una «juerga de consumo». Los gastos dirigidos a reducir tales picos —en la infraestructura física, las carreteras, las comunicaciones; pero también en la social, los gastos relativos a la salud pública— pueden reducir los costos y por ende la inflación.
Los gastos encaminados a la reducción de la carga doméstica de la mujer —como la búsqueda de combustible y agua— y, de nuevo, los de salud pública, pueden brindarles a ellas más tiempo para dedicar a actividades productivas en beneficio de las familias y, en particular, de los hijos. Este vínculo se debe a la tendencia de las madres a gastar una porción mayor de sus ingresos en los hijos que los hombres. Como resultado, las políticas que mejoran el poder de negociación de las mujeres en el hogar repercuten beneficiosamente sobre los hijos. La productividad de la fuerza de trabajo mejora y, por tanto, los costos de producción se reducen, lo que detiene las presiones inflacionarias.
Conclusión
Un lineamiento fundamental en la concepción de la política económica debería ser que, en última instancia, sirva a las necesidades de la gente común que trabaja duro para buscar su sustento y el de su familia. La desigualdad y la inseguridad económica socavan ese objetivo. A raíz de la crisis financiera global que ahora se ha transformado en una verdadera crisis para millones de personas del planeta, oprimir el botón que vuelva a echar a andar la economía y regresar a las políticas de las tres últimas décadas no funcionará. Las raíces de esa crisis se pueden rastrear en una variedad de aspectos de las políticas neoliberales, y en particular la liberalización de las inversiones y de las finanzas. Ambas han socavado la habilidad del Estado para adoptar políticas que fortalezcan la equidad, así como reglamentar, aplicar impuestos y gastar a fin de garantizar una red de seguridad social y la estabilidad económica.
Una respuesta revolucionaria a la crisis requiere la reglamentación del sector financiero y reformas que hagan funcionar a las instituciones monetarias claves en aras de un desarrollo económico sostenible. La vía alternativa que propongo prevé el cese del apartheid financiero y el suministro de fuentes adecuadas de capital a los que han resultado desaventajados por el neoliberalismo, incluidas las mujeres. El restablecimiento del papel del Estado como una entidad que facilita el aprovisionamiento, la igualdad y la estabilidad es clave en ese cambio. Un paso en esa dirección es la vuelta a la reglamentación del capital, que incluya controles sobre los movimientos de dinero transfronterizos y un papel reformado para los bancos centrales.
Las feministas, y en particular las economistas, tienen mucho que contribuir a la aclaración de las políticas detalladas que siguen esos contornos generales, pero toman en cuenta las condiciones locales. Por ejemplo, una agenda de préstamos de un banco central cuyo interés principal sea el bienestar tendrá diferencias que dependerán de si una economía es muy dependiente o no de la agricultura, de la distribución de mujeres y hombres en la producción, y del grado de las instituciones de apoyo, tales como las cooperativas. De modo similar, la estructura y la asignación de un fondo de seguro social global derivado de los ITM resultan necesarias para dotar de movimiento a esta alternativa.
Todas estas propuestas resultan inconsecuentes con un retorno a la agenda neoliberal. Aunque las feministas han comenzado apenas a aventurarse en el territorio de la política macroeconómica y financiera, este momento representa una oportunidad para dar forma a una economía global coherente con respecto a los objetivos de brindar oportunidades dignas para proveer adecuadamente a nuestras familias de sustento, igualdad y estabilidad económica.
Traducción: David González.
[1]. Anthony Atkinson y Thomas Piketty, eds., Top Incomes a Global Perspective, Oxford University Press, Oxford, 2010.
[2]. Arthur Wilmarth, Jr., «Turning a Blind Eye: Why Washington Keeps Giving in to Wall Street», University of Cincinnati Law Review, v. 81, n. 4, Cincinati, 2013, pp. 1283-446.
[3]. Ichio Kawachi y Sara Wamala, «Globalization and Health: Challenges and Prospects», Globalization and Health, Oxford University Press, Oxford, 2007.
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Políticas macroeconómicas sostenibles e igualdad de género
Stephanie Seguino
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Dr. Benson
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