J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration
BERKELEY – En los Estados Unidos solo se necesitan tres de cada diez trabajadores para producir y entregar los productos que consumimos. Todo lo que extraemos, cultivamos, diseñamos, construimos, fabricamos y transportamos – hasta preparar una taza de café en la cocina de un restaurante y llevarla a la mesa del cliente – es obra de aproximadamente el 30% de la fuerza laboral.
El resto de nosotros nos dedicamos a planear qué es lo que se va a hacer, a decidir dónde instalar las cosas que se han fabricado, a prestar servicios personales, a hablar entre nosotros y a dar seguimiento a lo que se está haciendo, de modo que podamos decidir qué se necesita hacer después. Sin embargo, a pesar de nuestra evidente capacidad de producir mucho más de lo que necesitamos, no parece que tengamos un exceso de riqueza. Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es que los trabajadores y los hogares de clase media siguen batallando en momentos de abundancia sin paralelo.
En los países desarrollados tenemos más que suficiente para satisfacer nuestras necesidades básicas. Tenemos bastantes enlaces orgánicos de carbono e hidrógeno que al romperse nos dan calorías; suficientes vitaminas y otros nutrientes para mantenernos sanos; viviendas adecuadas para mantenernos secos; suficiente ropa para conservarnos calientes; suficiente capital para mantenernos productivos, al menos potencialmente; y bastante entretenimiento para no aburrirnos. Y todo eso lo producimos en un promedio de menos de dos horas diarias de trabajo fuera de casa.
John Maynard Keynes no se equivocó por mucho cuando en 1930 hizo su célebre predicción de que el “problema económico [del género humano], la lucha por la subsistencia” probablemente “se resolvería o al menos estaría cerca de resolverse en cien años.” Tal vez falte una generación para que los robots se hagan cargo por completo de la fabricación, las labores de cocina y la construcción; y el mundo en desarrollo parece estar 50 años detrás. Pero Keynes habría acertado si hubiera dirigido su ensayo a los tataranietos de sus lectores.
Con todo, hay pocos indicadores de que los estadounidenses de la clase trabajadora y la clase media vivan mejor que hace 35 años. Lo que es más extraño es que el crecimiento de la productividad no parece estar aumentando, como cabría esperar. De hecho, se está desacelerando, según las investigaciones llevadas a cabo por John Fernald y Bing Wang, economistas del Departamento de Investigaciones Económicas del Banco de la Reserva Federal de San Francisco. Las perspectivas de crecimiento son aún peores, pues la innovación se enfrenta a fuertes vientos en contra.
Una forma de conciliar los cambios en el mercado laboral con nuestras experiencias vividas y estadísticas como estas darse cuenta de que lo que estamos produciendo es muy diferente a lo que hemos hecho en el pasado. Durante gran parte de nuestras experiencias mucho de lo que hemos producido no se podría compartir o usar sin permiso. Los bienes producidos se caracterizaron por ser, como señalaron algunos economistas, mercancías “rivales” y “excluyentes”.
En este contexto, “rival” significa que dos personas no pueden usar el mismo producto al mismo tiempo. Asimismo, “excluyente” significa que el propietario de un producto puede fácilmente impedir que otros lo usen. Estas dos características ofrecen gran influencia a aquellos que controlan la producción y la distribución, y de esa manera se convierten en productos ideales para la economía de mercado basada en la propiedad privada. El dinero fluye naturalmente a la fuente de valor y utilidad –y es fácil rastrear dichos flujos en las cuentas nacionales.
Sin embargo, mucho de lo que estamos produciendo en la era de la información no es ni excluyente ni rival –y esto cambia todo el panorama. Es difícil crear incentivos para la creación de bienes en la era de la información; es complicado monetizar su distribución; y no tenemos las herramientas para rastrearlos fácilmente en las cuentas nacionales. El resultado es una creciente discrepancia entre lo que las personas estarían dispuestas a pagar por un servicio determinado y el crecimiento medido en las estadísticas nacionales. En otras palabras, estamos produciendo y consumiendo mucho más de lo que sugieren nuestros indicadores económicos –y los creadores de muchos de esos productos no están recibiendo una compensación adecuada.
Lo anterior genera una serie de problemas únicos. Garantizar que los trabajadores del presente y futuro tengan la posibilidad de capturar los beneficios de la era de la información exigirá una redefinición de nuestro sistema económico a fin de estimular la creación de estos nuevos tipos de mercancías. Además de desarrollar métodos de contabilización de este nuevo tipo de riqueza, tendremos que concebir cauces para hacer que la demanda de un producto contribuya a la fuente de ingreso de su creador.
Solo mediante procedimientos que agregan valor verdadero a los bienes que producimos podremos sostener una sociedad de clase media, en lugar de una compuesta de tecno-plutócratas y sus siervos del sector servicios.
Traducción de Kena Nequiz
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