J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research.
BERKELEY – Las ideas importan. Esa es la lección de Hall of Mirrors, la crónica del economista norteamericano Barry Eichengreen de las dos mayores crisis económicas de los últimos 100 años: la Gran Depresión del siglo XX y la Gran Recesión en curso, de la cual todavía luchamos ineficazmente por recuperarnos.
Eichengreen es mi amigo, profesor y patrocinador, y su libro es, en mi opinión, la mejor explicación hasta la fecha de por qué los responsables de las políticas económicas en Europa y Estados Unidos han reaccionado al colapso económico más dramático en casi cuatro generaciones con medidas tibias e intervenciones a medio terminar.
Según Eichengreen, la Gran Depresión y la Gran Recesión están relacionadas. La respuesta inadecuada a nuestros problemas actuales se puede rastrear en el triunfo de los discípulos monetaristas de Milton Friedman sobre sus pares keynesianos y los seguidores de Minsky al describir la historia de la Gran Depresión.
En Una historia monetaria de los Estados Unidos, publicado en 1963, Friedman y Anna Jacobson Schwartz, como todo el mundo sabe, sostenían que la Gran Depresión se debía exclusiva y absolutamente al fracaso de la Reserva Federal de Estados Unidos a la hora de expandir la base monetaria del país y así mantener la economía en un sendero de crecimiento estable. Si no hubiera habido una caída de la masa monetaria, dice su argumento, no habría existido la Gran Depresión.
Esta interpretación tiene cierto sentido, pero se basa en una presunción crítica. La receta de Friedman y Schwartz habría funcionado sólo si las tasas de interés y lo que los economistas llaman la "velocidad del dinero" -el ritmo al que el dinero cambia de manos- hubieran sido ampliamente independientes entre sí.
Sin embargo, lo más probable es que la caída de las tasas de interés como consecuencia de las intervenciones necesarias para expandir la oferta de dinero del país habría puesto un freno a la velocidad del dinero, minando la cura propuesta. En ese caso, poner fin a la Gran Depresión también habría exigido la expansión fiscal reclamada por John Maynard Keynes y las políticas de apoyo respecto del mercado de crédito prescriptas por Hyman Minsky.
El debate sobre qué intervenciones serían necesarias para poner un freno a algo como la Gran Depresión debería haberse centrado, lisa y llanamente, en analizar la evidencia. En tiempos económicos difíciles, ¿las tasas de interés tuvieron poco impacto en la velocidad del dinero, como sugería Friedman? ¿Keynes estaba en lo cierto cuando describió el concepto de una trampa de liquidez, una situación en la que un mayor alivio de la política monetaria no resulta efectivo? ¿La masa monetaria en una economía es un indicador adecuado del gasto total, como decía Friedman, o el funcionamiento aceitado de los canales de crédito es un factor más importante, como sostenía Minsky?
Estos interrogantes se pueden debatir. Pero resulta bastante claro que incluso en los años 1970 no había suficiente evidencia empírica en respaldo de las ideas de Friedman para justificar su creciente dominancia. Y, por cierto, tampoco se puede negar el hecho de que la cura de Friedman resultó una respuesta inadecuada para la Gran Recesión -lo que sugiere enfáticamente que habría resultado igualmente inapropiada si se la hubiera aplicado durante la Gran Depresión.
La predominancia de las ideas de Friedman al inicio de la Gran Recesión tiene menos que ver con la evidencia que las respalda que con el hecho de que la ciencia de la economía muchas veces está teñida por la política. En este caso, la contaminación era tan mala que los responsables de las políticas económicas no estaban dispuestos a ir más allá de Friedman y aplicar políticas propuestas por Keynes y Minsky en una escala lo suficientemente grande como para abordar los problemas que presentaba la Gran Recesión.
Admitir que la cura monetarista era inadecuada habría demandado que los economistas establecidos nadaran contra las corrientes neoliberales de nuestro tiempo. Habría exigido reconocer que las causas de la Gran Depresión iban mucho más allá de un fracaso tecnocrático a la hora de gestionar la oferta monetaria de manera apropiada. Y hacer eso habría sido equivalente a admitir los méritos de la democracia social y a reconocer que el fracaso de los mercados a veces puede ser un peligro mayor que la ineficiencia de los gobiernos.
El resultado fue una serie de políticas basadas, no en la evidencia, sino en ideas examinadas de manera inadecuada. Y todavía hoy estamos pagando el precio por ese error intelectual.
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