Como mucha gente, presto atención a los rumores que rodean al Apple Watch, y hago mis propias conjeturas. Ni que decir tiene que no soy ningún experto en el tema. Pero, qué demonios, yo también puedo airear mis pensamientos.
Así que esta es mi patética versión de una idea profunda: los dispositivos que se llevan puestos, como el Apple Watch, cumplen en realidad una función muy distinta de la que tienen los dispositivos móviles anteriores a ellos. Los teléfonos inteligentes son útiles principalmente porque nos permiten estar al tanto de las cosas; los dispositivos que se llevan puestos son útiles principalmente porque permiten que las cosas estén al tanto de lo que hacemos.
Como ya he escrito antes, últimamente llevo un Fitbit, no porque quiera unas mediciones precisas de mi régimen de ejercicios —cosa que probablemente no esté obteniendo—, sino precisamente porque este objeto nunca deja de espiarme y, por tanto, no permite que me mienta a mí mismo sobre mi esfuerzo. Y para conseguirlo, no hace falta que sepa leer la información que ofrece el dispositivo; la versión básica del Fitbit no es más que una pulsera lisa que transmite la información por Bluetooth. Solo tengo que ser capaz de comprobar mis propios datos una o dos veces al día.
Ahora bien, en este caso, el único destinatario de esa información soy yo mismo (aunque, a juzgar por lo que sé, la Agencia Nacional de Seguridad también me controla). Pero resulta fácil imaginar la utilidad que puede tener una pulsera que proporcione información a otros; fácil de imaginar porque ya sucede en Disney World, donde una "pulsera mágica" nos tiene controlados e informa a los responsables de las atracciones de que hemos comprado un billete y a los de los restaurantes, de que hemos llegado.
Sé que nuestros teléfonos también hacen cosas así, pero un dispositivo que se lleva puesto puede recoger más información al ser algo, bueno, “ponible”. ¿Pero querría la gente una experiencia como la de Disney World en su vida real? Casi seguro que la respuesta es que sí.
Piensen en la llamada “ley de Varian”, según la cual se puede prever el futuro fijándose en lo que los ricos tienen en la actualidad (es decir, lo que la gente acomodada querrá en el futuro es, en general, algo parecido a lo que solo los muy ricos pueden permitirse ahora mismo).
Pues bien, una cosa que queda muy clara si se pasa algún tiempo con gente rica —y una de las poquísimas cosas que yo, que por regla general nunca me preocupo por el dinero, a veces envidio— es que los ricos no hacen cola. Tienen subalternos que se aseguran de que haya un coche esperando en la puerta y de que el jefe de sala los acompañe directamente a la mesa.
Y resulta bastante evidente que las pulseras inteligentes podrían replicar algunas de esas experiencias para los no tan ricos. La aplicación para realizar reservas le proporciona al restaurante los datos necesarios para que reconozca la pulsera y, tal vez, muestra la mesa en el reloj que llevamos puesto, para que no haya que arremolinarse en la entrada; uno entra y se sienta sin más (cosa que ya sucede en Disney World). O uno entra directamente en la sala de conciertos o de cine para la que ha comprado las entradas, sin necesidad siquiera de que le escaneen el teléfono.
Y estoy seguro de que hay mucho más; toda clase de servicios específicos que no tendremos que solicitar, porque los sistemas que nos controlan sabrán lo que estamos haciendo y lo que vamos a necesitar. Sí, puede resultar un tanto escalofriante. Aunque haya protocolos que, supuestamente, establezcan límites y revelen únicamente lo que deseemos y solo se lo revelen a quien queramos, es probable que nuestra visibilidad pública se amplíe y nuestro espacio privado se reduzca.
Hay dos cuestiones importantes aquí. Primero, la mayoría de la gente probablemente no tiene mucho que ocultar: la inmensa mayoría de nosotros no lleva una doble vida ni esconde grandes secretos (como mucho, tenemos pequeños vicios y la verdad es que a nadie le importan). Segundo, la falta de privacidad forma parte, de hecho, de la experiencia de ser rico; el chófer, las doncellas y el portero lo saben todo, pero les pagan para que no lo cuenten, y lo mismo podría decirse de sus versiones digitales de clase media-alta. Los ricos ya viven en una especie de estado de vigilancia privatizado; ahora, la oportunidad de vivir en una pecera dorada está (hasta cierto punto) al alcance de todos.
Así que esta es mi pequeña aportación a este tema. Creo que los dispositivos que se llevan puestos se generalizarán muy pronto, pero no para que la gente pueda mirarse la muñeca y averiguar algo. En vez de eso, servirán para que la ubicua red de vigilancia pueda verlos, y proporcionarles cosas.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
© 2015 The New York Times. Traducción de News Clips.
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